
Yo no sé por qué razón, pero Daniela suele cantar con sus brazos acomodados detrás de su espalda. Es una costumbre inocente, que hasta podría pasar desapercibida la mayor parte de las veces. Pero no siempre.
Días atrás, cantábamos con el coro. Preocupado yo, por cosas de la vida, incertidumbres diversas, y Daniela con sus brazos detrás de la espalda, como de costumbre. Lo que rompió la rutina fue que al terminar, unas señoras se acercaron para decirle: "¡Querida!... ¡Gracias a Dios!... ¡Habíamos pensado que no tenías brazos!..."
Hilaridad general. La broma del día fue: "¡Daniela! ¿Nos podés dar una mano?" Y juro que la anécdota es verídica. La posición de los brazos, sumada a una capa tejida que cubría justo unos centímetros por debajo de los codos, había generado para esas señoras del público la sensación visual de que aquella soprano, literalmente, carecía de brazos.
Pero más tarde, cuando ya las risas se habían apagado, se me ocurrió hacerle a Daniela la pregunta que me lleva a dejar esta anécdota anotada aquí: "¿Y por qué no podría haber sido así?"
Para decirlo de otro modo: estamos tan acostumbrados a tener ambos brazos, que nos cuesta comprender lo afortunados que somos por ello. Si una malformación o un desgraciado accidente nos hubiesen puesto en la posición de desear, como el más preciado de los bienes, tener un simple par de brazos, lo entenderíamos mejor. Como los tenemos, sucede que un equívoco como el narrado nos causa gracia. Mientras tanto, nos lamentamos por otras cosas que nos faltan, que tal vez no nos dejan ver lo afortunados que somos por lo que tenemos.
Siempre nos van a faltar cosas. Y proponer apreciar las que tenemos no es conformismo. Se trata de intentar medir convenientemente nuestras fortunas y desdichas, como para no malograr lo mucho que nos va quedando. Eso por lo cual vale la pena seguir.