
Hoy el caballo amaneció celebrando la buena nueva. Se sintió finalmente libre, vencidos todos los prejuicios de esos otros animales que, por no tener él alas, pretendían limitarlo diciéndole que jamás podría volar como un gorrión, como una gaviota, como un pato silvestre, como un cóndor de los Andes. Todos los animales somos iguales, pensaba el caballo. Y ahora, amparada su opinión por un preclaro precepto legislativo, ya no cabía duda al respecto.
Así fue como el caballo trotó primero, corrió después, liberada su alma del peso de los prejuicios ajenos, acuñados a lo largo de tanto tiempo, y finalmente se lanzó, a toda velocidad, hacia el precipicio, creyendo acaso el alazán que la simple letra de la norma lo había convertido en un par del mitológico Pegaso. Su enorme y pesado cuerpo pareció flotar en el aire por un instante, pero después, perdido definitivamente el suelo, y mientras a falta de alas sacudía el caballo desesperadamente sus patas...
(La moraleja es evidente: no hay ley que pueda ser válida o tener sentido cuando se vulnera al mismo tiempo otra ley, superior ésta, que no es la ley de los hombres, ni la de ningún dios, sino la ley de la naturaleza: los caballos no pueden volar, y allí la única ley que se impone es la de la gravedad.)
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