Una historia antigua y trágica me impulsa a escribir estas líneas. Pero también algunas ficciones que están en el imaginario de todos, en mayor o en menor medida. Y asimismo la realidad que me toca vivir en este tiempo presente.
"Me toca vivir"... Es probable que esta expresión no sea del todo justa. ¿Acaso no es uno mismo el artífice de buena parte de su propia realidad? Cabría reconsiderar esta cuestión, entonces, tanto en lo que hace a nuestras responsabilidades en el pasado como también, y sobre todo, en lo relativo al presente y lo que venga en el futuro. Curiosa idea, ésta que me aporta Murakami:
"Mientras vivimos vamos criando al mismo tiempo a nuestra muerte". Pero quisiera pasar ya a la cuestión que ocupa mi pensamiento: ¿Cómo es posible que una persona llegue a quitarse la vida por amor, o mejor dicho por un desamor? No estoy hablando de mí mismo, o quizás sí, o tal vez no importe. Lo cierto es que los casos se repiten, y tristemente se seguirán repitiendo en tanto el ser humano continúe siendo pasional y contradictorio, vale decir, precisamente, humano. Se me ocurren tres posibles razones que justifican de alguna manera el suicidio por desamor: la primera pasa por sentir, sencillamente, que sin el otro la vida al fin y al cabo carece de todo sentido. Pensemos, por ejemplo, en esas parejas que han vivido mucho tiempo juntas y luego una de ellas fallece. No es infrecuente que, acaso sin habérselo propuesto, el otro no sobreviva mucho tiempo. En el otro extremo del desamor hay otra actitud, en cierto modo más perversa, que es el suicidio como un intento de castigo. Pensando que el otro en el fondo nos ama tanto como nosotros lo amamos (un absurdo: si así fuese no nos hubiesen abandonado), el tipo se mata para que la otra persona se sienta culpable, algo que sucederá eventualmente en algunos casos, en tanto en otros esa otra persona permanecerá impasible. En cualquier caso, lo más probable es que el muerto jamás llegue a conocer este detalle. Pero hay un tercer caso de suicidio por desamor, que es el del sacrificio. Es la lógica que se inicia con un diálogo típico de los enamorados:
"Si realmente me amás, ¿qué estarías dispuesto a hacer por mi?" El suicidio es la repuesta última y más extrema a esa pregunta, incluso cuando tal vez jamás se la formule en forma explícita:
"No me suicido porque sin vos mi vida no valga nada, sino porque te amo tanto que soy capaz de sacrificar por vos incluso mi propia vida, otra cosa más valiosa no tengo." Muy poético, por cierto. Ahora bien, ¿qué pasa si el otro dijera: "Si realmente estás dispuesto a hacer cualquier sacrificio por mí, ¿serías capaz de proponerte ser feliz, puesto que así yo te lo pido?" Por algún motivo, esta petición nos parece falsa, inauténtica, de ocasión. Es muy loable que el otro pretenda salvarnos de nosotros mismos, pero si en verdad quisiera nuestra felicidad, sería mucho más fácil que lo hiciera posible regresando a nuestro lado. Claro que podríamos matizar la cuestión:
"Demostrarme que sos lo suficientemente fuerte como para poder vivir sin mí", por ejemplo. Pero no hay caso, todo nos lleva a pensar que el otro realmente ya no nos quiere, y nos disponemos a castigarlo por eso, al mismo tiempo que nos castigamos nosotros mismos por no haber sido capaces de mantenerlo a nuestro lado, y también porque nuestra vida, sin esa otra persona cerca, sencillamente carece de todo sentido.