O suponerlo, al menos, ingenuamente.
Y decidir entonces si pisar las líneas
que separan una baldosa de otra,
o si mejor no hacerlo.
Y comprender de pronto que
en verdad no hay ningún piso firme,
y que podemos quedarnos parados
tanto como caminar, correr, saltar, volar, caer.
Que somos hojas arrastradas por el viento.
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