viernes, noviembre 30, 2012

De dioses, compositores, ateos y creyentes


Esta mañana me llamó la atención un comentario que publicó en una red social mi viejo amigo Juan María Solare, un compositor que un día agarró su amor por Stokhausen y su gusto por el tango, metió estas cosas y un par más en una mochila, y decidió irse con sus petates y su música a Alemania, donde al final se quedó a vivir. Esto es lo que escribió Juan, y ciertamente me sentí identificado: “Cuando leo argumentos apoyando la existencia de Dios, me entran unas ganas locas de reír. Cuando leo argumentos negando la existencia de Dios, me vienen unas ganas locas de refutarlos.”

Lo primero que se me ocurrió fue bastante obvio. Respondí algo así como que “En todo caso habría que ver los argumentos que tenga (si es que acaso los tiene) Dios para sostener la existencia del hombre. O quizás incluso para sostener la existencia de sí mismo. Y en todo caso, de no tener una respuesta de su parte, ¿el silencio de Dios debería ser tomado como una demostración de su inexistencia o bien como una oscura forma de argumentación?"

Para matizar este tipo de debates hay dos libros en particular que suelo recomendar. El primero es el de un anarquista francés llamado Sebastien Faure, que a comienzos del siglo XX escribió una obra deliciosa que se titula Doce argumentos que demuestran la inexistencia de Dios, una especie de refutación positivista a las Meditaciones metafísicas cartesianas en la cual el autor termina reconociendo que, siendo el eventual Dios de un nivel ontológico diferente del suyo propio, mortal y modesto humano, cualquier argumento que él pudiese oponer sería insuficiente para negar... pero también para afirmar. Con lo cual sobre el final de la obra se dirige a sus eventuales oponentes para terminar diciendo: "Dejen de afirmar ustedes, que entonces yo dejaré de negar.” Siempre me ha parecido una declaración deliciosa por parte de Fauré, quien en el fondo reconoce con esto que toda esta cuestión de lo divino, o mejor dicho, de los discursos sobre lo divino, en realidad trata sobre un conflicto muchísimo más terrenal y humano.

El otro libro que le recomendé a Juan fue el Evangelio según Jesucristo de José de Saramago, el libro más religioso y bellamente escrito por un ateo confeso que yo haya leído jamás. Pero apenas terminé de escribir mi recomendación recordé, o por lo menos creí recordar, un pasaje en el cual Dios justifica de algún modo su necesidad de fe y alabanza en los hombres. Porque yo había estado a punto de plantear el siguiente dilema: ¿Qué le podría importar a Dios, siendo él mismo todopoderoso, omnisciente, eterno y perfecto, que el hombre, su creatura, lo alabase o no, creyera en él o no? ¿Qué clase de veleidad sería esa, impensable en una entidad divina?

Pero entonces imaginé otra alternativa, realmente inquietante: que siendo las cuestiones de los dioses incomprensibles para los seres humanos, acaso pudiera ser que en definitiva ese Dios creador sí nos necesitase, para convalidar a través de nuestra fe, la fe y la alabanza de sus humildísimas criaturas, su propia existencia. Imaginé algo así como un Dios que necesitara renovar la base de su divina existencia en nuestra fe. Se trata de una idea absurda, por supuesto. O tal vez no tanto, al fin y al cabo. Lo interesante es que, de tener esta idea algún asidero, se plantearía la siguiente paradoja: que si la humanidad dejara de creer finalmente en Dios, y algo de eso viene pasando de un tiempo a esta parte, por lo menos por estos rincones del mundo, acaso El dejase de existir. Y nosotros no nos daríamos cuenta de ello de puro incrédulos que somos. En tal caso vendríamos a ser algo así como ese muerto que sigue andando por el mundo, nada más que porque nadie se tomó la molestia de avisarle que muerto estaba.

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