martes, abril 16, 2024

Sueño 240415

"No es posible estar sino vivos",
soñé que escribía en una pared.
Y era el primer verso de un poema
que continuaba, pero ya no recuerdo.
Arriesgo, sin embargo, un par de líneas,
como si recordara, aunque no sea cierto. 

No es posible estar sino vivos.
Por eso no tiene sentido temer la muerte,
dado que no es posible estar muerto.
Quien muere simplemente deja de estar.
Hay un antes y un después, que es la nada.
Cómo podría angustiarnos lo que no existe.

Es curioso:
durante toda una eternidad
no hemos sido.
Un nacimiento nos puso en el mundo
por un lapso de tiempo tan breve;
después, retornamos a la nada,
tal como había sido antes.
Aunque es apenas un modo de decir:
quien no existe no tiene chance
de retornar a lugar alguno.

Entonces todos nuestros afanes,
nuestras grandes preocupaciones,
nuestros sueños y proyectos
se disolverán en la nada
y todo será como si jamás hubiese sido. 

Ahora estoy despierto.
Vivo y despierto, según creo.
Delante de mí observo el mismo muro
que hace un rato me pareció haber soñado.
Pero en él no hay nada escrito.


domingo, marzo 24, 2024

24 de Marzo: Nunca más.

Cuando las voces claman que fueron 30.000
lo que en realidad están diciendo es que
el horror resulta incontable. 

Cuando alguien porfía afirmando que no
que de ninguna manera fueron tantos
y centra su atención en las cifras
en vez de condenar el espanto
lo que en realidad está diciendo
es que para algunas gentes la vida
carece de dignidad y valor. 

Verdad. Memoria. Justicia.
Nunca más.



lunes, marzo 04, 2024

Babel, títulos leídos a medias y la imposibilidad de la promesa


El artículo está ilustrado con una imagen de Babel. Escribo esto y me pregunto cómo es que resulta posible reconocer en una imagen, en apenas un golpe de vista, una ciudad que probablemente jamás haya existido más allá de lo legendario. Observo la imagen de Babel y alcanzo a leer la parte final del título, que dice: "... o la imposibilidad de la promesa". No llego a ver/leer las primeras palabras. El golpe de vista me lleva a quedarme con ese final. Hago clic en el enlace y comprendo que he llegado a la reseña de un libro. La reseña ha sido escrita por una colega y seguro que su lectura será de interés. Pero me niego a leerla todavía, porque Babel y la imposibilidad de una promesa parecen generar ideas propias en mi cabeza, que no quiero que se mezclen (todavía) con otras.

La multiplicación de los lenguajes, promovida por Dios para que los hombres ya no pudiesen comprenderse entre sí, fue equivalente, en la leyenda de Babel, a la anulación de todo lenguaje. Los hombres perdieron la capacidad de intercambiar ideas y eso les impidió seguir adelante con la construcción de la mítica torre, que se pretendía erigir tal alta como para alcanzar los cielos. Cómo no dudar de la historia, si después se inventarían los traductores digitales, los aviones y las naves espaciales. O Dios cambió de idea y dejó de molestarle la posibilidad de que el hombre llegase a las alturas, o solo necesitaba tiempo para ocultarse, como cuando contábamos hasta veinte al jugar a las escondidas, o todo no fue más que un bonito cuento para que el bicho humano se quedase piola y humilde en el valle de lágrimas que le tocó en suerte. Allí todavía estamos, después de todo.

Lo cierto es que me quedo pensando en la imposibilidad de la promesa. En el hecho de que toda promesa dependa de la palabra, y ante la ausencia de esta última (léase la idea de "ausencia" como abarcativa de un vaciamiento, de una depreciación, de una deformación en serie, etcétera), la primera se torna inviable. Por otra parte, toda promesa presupone un tiempo futuro, en el cual dicha promesa debería cumplirse. Al disolverse la promesa, también ese porvenir queda disuelto en un mar de incertidumbre.

De repente recuerdo un disco: Adiós Sui Generis. En cierto pasaje de aquel registro en vivo, que marcó la despedida del dúo que integraban Charly García y Nito Mestre, allá por septiembre de 1975, el público chifla, no se sabe por qué. Entonces alguien se acerca al micrófono y dice (promete, a futuro): "Bueno, no se quejen chicos... Ya vendrán tiempos mejores". Casi cincuenta años más tarde, los tiempos mejores prometidos parecen no haber llegado. Y el tiempo se acaba. Sorpresa: hemos sido estafados. Crisis de la palabra, crisis de la promesa, crisis de la esperanza. Porque parece demasiado ingenuo seguir esperando. En cuanto a la posibilidad de creer, creamos. Uno siempre cree en algo. Pero ya no más en las promesas: los Reyes Magos eran los padres. 

En realidad las promesas son posibles. El problema es que también son inviables. La promesa ya no supone ningún tipo de garantía, y todos lo sabemos. ¿En qué podría fundamentarse la promesa cuando  la palabra con la cual se formula está en crisis? ¿Cómo colocar un contenido allí, en ese representante inconsistente, caprichoso, que tanto podría querer decir una cosa como otra, según quién y cuándo la interprete? Las pruebas están a la vista de quien desee verlas: hablar de democracia, de justicia, de libertad, de amor, supone recurrir a contenedores lingüísticos que, en definitiva, podrían contener prácticamente cualquier cosa. Por lo tanto, ya no son capaces de contener nada. Cuando cualquier sentido resulta válido, resulta un sinsentido pretender que haya un sentido real para las cosas.

"¡Viva la libertad, carajo!", vocifera un energúmeno cualquiera, blandiendo una motosierra en el aire, emulando a Jedediah Sawyer, el personaje de aquella famosa película clase B titulada The Texas Chain Saw Massacre. La escena, tragicómica, es coreada por miles de fanáticos. Fanáticos que votan. "One lunatic, one vote", digamos. O sea, no es la primera vez que suceden estas cosas. Basta con pensar en  los discursos y las promesas que llevaron al triunfo del nacionalsocialismo en la Alemania de 1932, por solo poner un ejemplo posible. El énfasis no está puesto en lo que se dice, sino en cómo. No en la razón de la palabra, sino en la emoción con la cual se carga. Mayormente, una emoción representada por un enojo o una indignación desbordantes. ¿Qué significan, en estos contextos, palabras como libertad o democracia? El huevo de la serpiente surge también ahí, en el borramiento del sentido de las palabras. La claridad aparente de unos es la oscuridad auténtica de los otros, de esos que no se dan cuenta de su equivocación, etcétera. No es un mal que no existiera en otras épocas, es verdad. Pero el asunto se ha potenciado notablemente en nuestro tiempo. 

Como si fuese el efecto de una pandemia viral, la cuestión es que hablar ha perdido buena parte de su propósito originario, que era el facilitar el que pudiésemos comprendernos. Hablar, seguimos hablando, por supuesto que sí. Pero se trata de una verborragia sin un contenido real, como aquel chimpancé que describía Wassily Kandinsky, capaz de tomar un periódico y hacer la mímica de estar leyendo, pero cuya realidad no va más allá del puro gesto. Porque -ya lo hemos dicho- la palabra ha sido vaciada. Libertad, lámpara, limón, león, caspa, casta, basta... Haga el lector la prueba: basta con repetir una o varias palabras obsesivamente  en voz alta para que se convierta en puro sonido, para que pierda significado. ¿No es acaso eso lo que venimos haciendo desde hace años en nuestras culturas hipercomunicadas, radio, televisión, redes sociales mediante? Cada quien pone dentro del significante que escoja, llámese palabra o meme, lo que se le venga en gana, y pareciera importar muy poco que ese sentido, elegido caprichosamente, coincida o no con el que otros hayan puesto en ese mismo lugar. Un diálogo de sordos, digamos. En este contexto, cada quien podrá seguir con absoluta facilidad y felicidad por el camino de creer aquello que haya deseado creer. Porque en esta Babel rediviva, sin esperanzas ni tiempo, las contradicciones no tienen lugar. 

El asunto del tiempo. Si las promesas están hechas de palabras, y las palabras hoy ya no tienen sustento, el otro desvanecimiento que tiene lugar es el del tiempo. La memoria desaparece, junto con las expectativas. Nuestros esfuerzos y desvelos terminan siendo parecidos a los de Sísifo: nos afanamos por subir una enorme roca por la ladera de una montaña, solo para que ésta se desbarranque al llegar a la cima. Tras lo cual volvemos a repetir nuestro vano trabajo, una y otra vez. El sinsentido cíclico Esto es Babel: un conglomerado de representaciones meméticas, vacías, sin pasado ni futuro. Un montón de personas escupiendo la palabra libertad, por mencionar apenas una entre tantas otras posibles, sin que importe en absoluto su significado. Esta es la lógica del meme: esgrimimos significantes cuyo sentido de ser no es la transmisión de un contenido, de una idea, sino su mera multiplicación viral, ciega y bruta. Y en el fondo nos encanta que así sea. Porque sin promesas, ni memoria, ni futuro, en cierto modo también somos inimputables, del mismo modo que un niño que delega toda su responsabilidad en alguien más.

Otra música está sonando ahora. Somos flores en los tachos de basura, cantaban los Sex Pistols. Cuando no hay un sentido firme en el lenguaje, en las palabras, en lo que se dice, cuando no hay ideas que circulen, sino solamente significantes ligados de manera brutal a emociones desencajadas, desencanto, frustración, no hay expectativa posible de una promesa válida. Tampoco historia, ciertamente, porque la memoria también se transmite a través de palabras. Ni pasado, ni futuro, entonces. Y cuando no hay futuro, ¿cómo podría haber pecado? 

Es como si estuviese escuchando ahora mismo a John Lydon cantando:

God save the lion
His fascist regime
It made you a moron
A potential H-bomb

God save the lion
He ain't no human being
There is no future
In Argentine's dreaming

viernes, febrero 23, 2024

Sueño 240213

 Algunos sueños cuentan historias. Otros traen recuerdos imprevistos del pasado. Los hay también caóticos, divertidos, angustiantes. Hay también sueños eróticos, por supuesto. Y aunque no sean los más habituales, hay sueños que dejan enseñanzas. Quizás de estos últimos haya sido el sueño caótico que tuve anoche, en el cual yo intentaba establecer una comunicación a través de mi celular, pero no acertaba a escribir la secuencia de números necesaria para lograr mi propósito. Recuerdo la sensación de urgencia, el sentimiento de frustración ante la repetición constante del error que me obligaba a recomenzar una y otra vez de nuevo. 

La comunicación era importante: yo debía hablar con mi padre, aunque no tengo en claro acerca de qué. Probablemente tampoco lo tuviese en claro durante el sueño. Y no lograba concentrar la atención en los números; al menos no lo suficiente como para no equivocarme, una y otra vez. Quizás por eso me molestó escuchar una voz a mis espaldas que me decía, mientras por el rabillo del ojo veía al hombre en cuestión (a los dos: al que me hablaba y al que era referido) parado cerca de mí: "Me parece que ese señor necesita ayuda para cruzar la calle". 

¿Tenemos alguna responsabilidad sobre las historias que soñamos? ¿Puede realmente uno decir, con total honestidad, "bueno, al fin y al cabo no interesa lo que haya hecho o dejado de hacer en esa situación, porque no era más que un sueño"? Porque, en definitiva, el que sueña es uno. Y las acciones que uno desarrolla durante el sueño son acciones nuestras, y de nadie más. Cierto es que también la persona que necesitaba cruzar era uno. Y asimismo la persona que me advirtió de su presencia. Lo cierto es que contesté, sin levantar la vista del celular y quizás no de buena manera: "Sí, pero en este momento tengo que lograr comunicarme con mi papá".

Recién en ese momento, justo en el instante previo a que una repentina lucidez me arrancase del sueño, comprendí que quien me había hablado no había sido otro que mi padre. La enseñanza, que llegó junto con una inevitable culpa, fue que a menudo buscamos lejos las cosas que más cerca nuestro están. No ya en los sueños, sino también en la vida real. Intenté consolarme, pensando que tanto peor me hubiese sentido de haber puesto a mi padre en el lugar de la persona que necesitaba ayuda para cruzar la calle. Pero es muy probable que también haya sido, después de todo. Lo confirma el hecho mismo de que se me ocurriera semejante idea.

Más tarde una frase aterrizó en mi cabeza. Creo que no tiene nada que ver con el sueño, aunque sí tiene que ver con el recuerdo de mi padre, y con no tener recuerdos del suyo, más que un segundo nombre en cierto sentido repudiado, por razones que no vienen hoy al caso. Probablemente también tenga que ver con mi hija, con el paso del tiempo y con el por qué uno escribe las cosas que escribe. La frase en cuestión es ésta que sigue: "No somos recuerdo ni memoria: a la larga, todos somos olvido".

jueves, febrero 01, 2024

Dondequiera que estaba ella...

Después de haber cenado juntos
al calor de la noche y la luz de una vela
-porque en medio se cortó la luz-
Después de haber compartido un helado
-capuchino y chocolate: hasta suena divertido-
Después de haber hecho un amor pacífico,
justo después del orgasmo de ella
y dos segundos más tarde el de él...
Los dos se rieron.
Se rieron como chicos que
se asoman con inocencia al mundo.
Se rieron como si se hubiesen descubierto
por primera vez
a pesar de llevar juntos tantos años.
Se rieron como si afuera de ese cuarto
ya no hubiese temores ni pesares.
Se miraron una vez más, largamente,
amparados en el abrazo,
los cuerpos desnudos y amantes.
Y aunque los dos se reían
fue ella quien preguntó:
 ¿Por qué te estás riendo?
El dijo algunas cosas
pero la respuesta era sencilla:
 Porque soy feliz.
Y es que, como alguna vez escribió Mark Twain:
Dondequiera que estaba ella,
allí estaba el Paraíso.

domingo, diciembre 24, 2023

Navidades no solidarias

Hay en las películas violentas, las de guerra o con batallas, una escena que suele repetirse como un lugar común: un personaje desesperado, colocado en una situación extrema, en un gesto de supuesto heroísmo decide salir de su refugio para inmolarse al grito de "van a matarme, hijos de puta, pero voy a arrastrar conmigo al infierno a todos los que pueda". Por supuesto, la frase en cuestión es de pura referencia. Hay variantes de todo tipo, pero que mantienen en definitiva la esencia de la idea.

Hace unos días alguien me hizo notar que en este gesto desesperado hay algo de placer, y que este placer no se da solamente en las ficciones, sino también en la realidad. "Yo voy a sufrir, pero ya que no puedo evitar esto que va a pasarme, voy a asegurarme de que muchos otros sufran conmigo". Algo así como el famoso "Mal de muchos, consuelo de idiotas... (pero de todos modos voy a procurarme el tal consuelo)".

Ni más ni menos, esto es lo que sucede en la Argentina hoy, cuando una mayoría de la sociedad se prepara para celebrar la Navidad apenas unas semanas después de haber tomado la decisión de impulsar un modelo político en el cual el otro no es más que un estorbo para barrer bajo la mesa. Un individualismo salvaje, una falsa meritocracia, la disolución del vínculo social que nos hace humanos, son las banderas que se alzan junto a las copas navideñas, en un sinsentido absoluto que demuestra la incomprensión tanto del espíritu cristiano como de los efectos de la política elegida y sus ejecutores.

El modelo ya se está haciendo sentir sobre la cabeza de todos. Antes estábamos mal. Ahora, estamos peor. Y en este punto es donde la debilidad humana aflora: "Estoy peor, es cierto, pero ahora podré disfrutar, mientras sufro, viendo que los demás también sufren". Hay además un curioso empoderamiento, similar al que los kapos confinados en los campos de concentración alemanes hacían valer sobre los reclusos que se encontraban por debajo de ellos. Desde el punto de vista de los jerarcas nazis, todos eran la misma escoria, pero el kapo se sentía superior.

En nuestro contexto, el triunfo en un ilusorio debate político se lo llevó una motosierra, violento símbolo de un empoderamiento fálico y destructivo, sin que una mayoría advirtiera que también se encontraba del lado incorrecto: del lado de los dientes que desgarran.

Algo parecido también a lo que muestra la famosa escena de la película de Tarantino "Django Unchained", cuando un esclavo le dice a su amo:

- ¡Mire amo, ese negro tiene un caballo!

- ¿Y tú también quieres un caballo, Stephen?

- ¿Para qué querría yo un caballo? Lo que yo quiero es que ese negro tampoco lo tenga.

Todo esto para decir que no entiendo bien qué se juega en el contexto de estas Navidades, en lo que al espíritu de lo comunitario se refiere. Que supuestamente de eso se tratan estas festividades.


Sueño 231224

Cruzamos la calle por cualquier lado, de manera precipitada. Éramos tres: dos hombres y una mujer. Uno de los hombres era yo. No tiene sentido indagar sobre quiénes eran las otras dos personas, porque en los sueños las identidades son laxas y cada uno puede ser muchos y distintos al mismo tiempo. En definitiva, todos los personajes de nuestros sueños no son más que diferentes expresiones de nosotros mismos. Todos somos uno mismo, ni más ni menos. 

Alguien mencionó un artículo que afirmaba que el cuerpo de un ser humano toleraba hasta un diez por ciento de café en sangre. Alguien más puso en duda este dato. Otro recordó un informe similar, pero relativo al litio (en realidad debió decir iodo), y mencionó el error de un médico, que de no haber sido advertido a tiempo bien pudo causar la muerte de cierto paciente. 

Ese paciente era mi padre, que entonces se puso serio y señaló que tenía algo que decir. Que yo (o ella) ya lo sabía, pero que ahora debía compartirlo con ella (o conmigo). Que ese litio (ese iodo) que le habían aplicado lo estaba carcomiendo por dentro. Que estaba enfermo y condenado. Que allí había comenzado su primera muerte. 

Entonces recordé que mi papá estaba internado. Pero no recordé, por el contrario, que él ya había fallecido tiempo atrás. Por eso me desesperó la idea de que durante todos esos meses él se hubiera quedado solo y abandonado en una cama de hospital, sin que nadie lo visitara o se ocupara de él. Supongo que fue la urgencia lo que me despertó, mientras hiperventilaba. Entonces sí, recordé que ya no. Que papá ya no está con nosotros. Que así es como se mezclan los tiempos y las ideas en los sueños. Y entonces ya no supe si lloraba por aquel padre que había sido olvidado en el sueño, o por aquel otro que ya no está para ser visitado en la vida. O por la evidencia de que al fin y al cabo todos moriremos solos. O por lo frágiles que somos. O por saber que fui el último en tomar la mano todavía tibia de mi padre, y el último en susurrarle un montón de palabras al oído, mientras me preguntaba si era capaz de escucharme, de sentirme, de intuirme, y sin saber que a la mañana siguiente, en esta misma cama en la que anoche soñé que él todavía vivía, iba a despertarme el llamado que me avisaba que, irremediablemente, él ya se había ido.

Más tarde volví a soñar. Soñé que recibía un mensaje de texto en mi celular, de un número desconocido, en el cual mi padre me decía que no me preocupara, que estaba bien, que incluso en ese otro lado de la vida que es la muerte él seguía recordándome.

sábado, diciembre 23, 2023

Sueño 231223: Buena aspirineta con el té se sirve

Una de las tantas cosas buenas que tienen los sueños: uno no necesita saber tocar un instrumento para hacer música. Alcanza con imaginar la música para que la música suene. Suelo pensar que algún día alguien inventará un dispositivo para que se pueda hacer sonar la música que uno imagina en la cabeza, sin necesidad de que pase por las manos, los pies, la boca. Algo así como un gorro repleto de sensores, que se conecte a una computadora, conectada a su vez a un amplificador, y los recitales serían eso: la proyección de una música imaginada, sin la intermediación de ninguna dificultad técnica producida por la eventual impericia del músico en tanto ejecutante. También algún día se inventarán dispositivos que permitan grabar y volver a ver los sueños que uno tiene. Mientras tanto, no queda más remedio que recurrir a esto: al relato mediante palabras de lo poco que se recuerda de lo soñado ya en los momentos posteriores al despertar.

Soñé con un recital. Por alguna razón, lo soñé en blanco y negro. Cuestión meramente estética, supongo. Un poco lo veía en una pantalla, pero después yo estaba ahí, tocando el bajo, a pesar de no tener idea de cómo se toca ese instrumento. También había un pianista, un guitarrista... Aznar, Spinetta y García en su época sana, ponele. Tal vez jugábamos a ser ellos. Tocábamos.  Improvisábamos, en realidad, sin ningún plan previo. La idea era ver cómo lográbamos ensamblar algo de música desde la nada. Y sí: de alguna manera casi mágica, algo salía. Cuando terminamos de tocar, alguien dijo: Hay que ponerle un título a esto. "Buena aspirineta con el té se sirve", propuso entonces alguien, que bien pude ser yo. Todos nos reímos, incluso yo, que en ese momento supe que estaba dormido y soñando, y me reía de veras, acostado en mi cama, mientras aparecía Ricardo Mollo y decía: "A partir de ahora ningún recital estará completo si no se toca "Buena aspirineta". Ahí mi carcajada, irrefrenable, terminó de despertarme, llevándose consigo la música que acababa de soñar. Una pena.



martes, diciembre 19, 2023

Poesía y fake news

Encuentro en las redes esta fotografía, fechada en Polonia en 1946. Hace poco que llegó a su fin la Segunda Guerra Mundial, pero todavía las consecuencias están en carne viva. Destruir lleva poco tiempo. Reconstruir y curar las heridas es siempre un trámite más largo. Hay muchas cosas en esta imagen. Una esperanza que se empecina en negar la realidad, por de pronto. Hay también algo patéticamente humano en esa negación que tiene lugar cuando nos encontramos hundidos hasta el cuello en el barro (no, no es barro, pero nos negamos a aceptarlo). Nos aferramos así a cualquier promesa, por absurda que sea, y esa es la raíz de todos los engaños. Me pregunto quién será el destinatario de la fotografía que se está tomando la señora, en ese acto que es fotografiado a su vez por otro fotógrafo, como en un curioso juego de lentes y de focos. Un lente crea una fantasía, otro la pone en evidencia. Las fake news no son un invento de nuestro tiempo. La ingenuidad, por su parte, tiene su  encanto y su poesía. Pero también conlleva el peligro de lindar con una total falta de lucidez. ¿En dónde se ubica cada quien en en contexto de esa delgada línea gris?

domingo, diciembre 10, 2023

El arte, entre la incomprensión y la intolerancia

Ayer volví a escuchar, después de mucho tiempo, el álbum Jazz from Hell de Frank Zappa. Un disco que compré de oferta hace muchos años, cuando todavía no escuchaba jazz. Lo compré sin saber qué era lo que estaba comprando, y lo conservé con la duda de si su música me había gustado o no. Escuchando de nuevo ese disco me puse a pensar, precisamente, en los diferentes sentidos posibles de la palabra música. En que no siempre es posible encontrar el sentido que encierra una estructura expresiva, musical o de cualquier otro tipo. Lo evidente para unos, puede ser invisible para otros.

Hace unos días se volvió a ofrecer en el Teatro Colón la ópera La ciudad ausente, de Gerardo Gandini, sobre un texto de Ricardo Piglia. Resurgieron los previsibles debates acerca del valor de las expresiones artísticas disrruptivas. Unos que las defienden, otros que las desfenestran. Entiendo a quienes sostienen una decidida preferencia por lo conocido por sobre lo nuevo. Reconocer tiene su encanto. Hay además diferentes líneas de evolución de las formas estéticas y expresivas. Unas llevan adelante una exploración más cercana a la tendencia estética de su época, y otras son más rupturistas, más de choque. Las primeras están destinadas al conjunto de la sociedad de la época; las segundas a un núcleo inevitablemente cerrado. 

Hay quienes se preguntan cómo es posible que compositores como John Cage, Luciano Berio, Mauricio Kagel, Karlheinz Stockhausen, Morton Feldman, Iannis Xenakis y tantos otros sean todavía resistidos. La respuesta es simple: los nombrados mayormente escribían música para los músicos o para los intelectuales, y no para el público en general. El comentario no pretende ser despectivo: Friedrich Nietzche se jactaba de escribir para unos pocos iluminados. Algo de eso hay en la obra de los artistas nombrados, y está muy bien que así sea. Pero no le pidamos al mundo que aprecie sus obras. A mí me tienta explorar cada tanto ese tipo de arte. Lo hago con el convencimiento de que no debo ir a buscar allí lo mismo que puedo encontrar en Bach, en Mozart, en Beethoven. Voy a buscar la ruptura. A sabiendas de que existen también las rupturas aparentes, que no pasan de ser una mera pose. Es solamente una explicación posible: no todo el arte tiene los mismos objetivos, y por tanto tampoco los mismos destinatarios. 

Por poner un ejemplo: hay una distancia enorme, a pesar de tratarse en ambos casos de líneas rupturistas, entre Los Beatles de Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band y Los Beatles de Revolution 9, que de no haber sido incluida en el Álbum Blanco hubiese corrido la misma suerte que Two Virgins y el resto de la música experimental de Lennon-Ono: muchos ni siquiera conocen la existencia de estas obras, alejadas no solamente del canon de la época, sino también de una sensibilidad que las haga comprensibles a un público más amplio.

Pero aquí entramos al nudo de la cuestión: una cosa es que una expresión nos resulte ajena o incluso incomprensible, y otra muy diferente su rechazo a través de la denigración. Llama la atención que gente supuestamente formada declare que La ciudad ausente es música sin sentido, o una muestra cabal de falta de talento, en lugar de limitarse a decir "a mí no me gusta" o "a mí no me llega". Es como si un hispanohablante, al escuchar una conversación en alemán, chino, ruso o yiddish, ante la incomprensión de lo que escucha exclamara indignado: "¡Eso no es un idioma, no tiene ningún sentido!"

Llama la atención, y es además una alarma. Porque en ese gesto simple, aparentemente inocente, anida un germen de totalitarismo que también se ve expresado en otras esferas de lo lo social y lo político. Las pruebas están a la vista. Ya sucedió en otros momentos, tanto aquí como en otros rincones del mundo. El virulento rechazo que sufrió en su momento Astor Piazzolla por supuestamente atentar contra las raíces del tango hoy puede ser vista como una anécdota. El Entartete Kunst de la Alemania nazi es parte de la más oscura historia contemporánea. ¿Hay tanta distancia entre un ejemplo y otro?

"El abuso del sinsentido en el arte constituye la manera más eficaz tanto de presumir talento como de disimular su carencia", escribió alguien en una red social asociada al Teatro Colón, con más elocuencia que argumentos. Y muchos lo aplaudieron. Mi opinión, en cambio, es que cuando algo no se comprende, no hay mejor manera de proteger la propia autoestima que afirmar que aquello que no se ha comprendido carece de sentido. Pero de nuevo: discutir esto en torno de una ópera de Gandini no pasa, al fin y al cabo, de ser algo así como un paso de comedia. Lo severo es que el mismo paso marcial pesa sobre la organización imaginaria y política de nuestra sociedad. Ahí es donde las cosas se complican gravemente.


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jueves, diciembre 07, 2023

Para pensar

Hace poco escribí un breve texto, que titulé "Milei es un meme". Más allá de las consideraciones allí vertidas, relativas a la mecánica por la cual la imagen de este tipo de personajes, no sólo ahora ni en nuestro país, se hace viral (pero antes la caricatura seguía cronológicamente a la persona, ahora es el meme el que anticipa o crea el personaje), hay una pregunta que queda flotando: ¿No será precisamente la realización de lo memeable en tanto tal, vale decir su difusión viral, cruzada con la lógica de un consumo irónico mal interpretado por parte de la sociedad, lo que determina, como una profecía autocumplida, las condiciones que finalmente llevan al poder a este tipo de "representantes"? 

Por supuesto, media en esto una enorme falta de conciencia política por parte de los electores, pero también una incapacidad indudable por parte del sistema político mismo para generar dicha conciencia en el marco sensible e imaginario del cual forma parte. Hay una desconexión evidente entre la realidad y los imaginarios sociales. Y la política, siguiendo sus propias reglas de reproducción, multiplica candidatos y propuestas memeables, como modo de perdurar. Los resultados esperables de esta lógica son evidentes. La pregunta es cómo se podría salir de este círculo vicioso, que hoy es alentado por las tecnologías algorítmicas de ¿comunicación?

De lo que pudo haber sido

Tengo una tristeza blanda
De lo que pudo haber sido y no fue
De lo que fue y ya no volverá a ser
De los sueños que se disuelven
Al despuntar ciertas mañanas
Como un callado grito
Que pone fin a todas las músicas.

El pudo haber sido es idéntico a la nada
No sirve en el amor, no sirve en la vida
La única realidad es el aquí, el ahora
Lo que podamos hacer con lo que hay
Con lo que vamos teniendo
Con lo que siempre va quedando
Hasta que ya no quede nada.

Pero nunca te rindas
Porque a pesar de todos los males
Del instante que se desvanece
Del relámpago que refulge y se apaga
De la negada inmortalidad de los dioses
De la necedad de los egoístas y los violentos
Siempre todavía algo queda.




jueves, noviembre 30, 2023

Amar al prójimo

En tiempos de individualismo salvaje,
en épocas de sálvese quien pueda,
de la sinrazón del más fuerte,
donde cualquier malnacido
inspirado en Capone o Nerón
se convierte en aplaudido rey
de los ingenuos y los violentos.
Será difícil sobrevivir, es cierto.
Pero sobreviviremos.
Siempre lo hacemos.
Será tan sencillo
ser mejores que ellos.
Siempre y cuando no olvidemos
quiénes somos
y cuáles son las dos o tres cosas
que realmente importan.

miércoles, noviembre 29, 2023

Para pensar

De pronto comprendo: La raíz del problema contemporáneo no es política. Ni siquiera es económica. Sí se trata de un dilema de orden social e ideológico; aunque no en el sentido tradicional. El problema contemporáneo se ubica en la distorsión perceptiva del ciudadano promedio, ese que ya no sabe distinguir entre la realidad y las fantasías propiciadas por las discursividades meméticas que se multiplican como fenómenos virales. Es su alejamiento de la realidad, reemplazada de repente por significantes vacíos lo que lo lleva a actuar de maneras que son contrarias a sus propios intereses.

jueves, noviembre 23, 2023

Dicen que la poesía les duele

Abro los ojos y descubro
que pese a todo ha amanecido.
Me sorprende la mañana
y el vuelo fugaz de un pájaro
que cruza libre el ventanal
ajeno a las noticias del día.
A los políticos infames.
A la idiotez de los idiotas.
A la sabiduría de los sabios.
A las cotizaciones del dólar.
A las fluctuaciones de la bolsa.
Al resultado de un juego de fútbol.
A lo que pasa al otro lado del océano.
Es verdad: el pájaro no es inmune
a la maldad de las personas.
Una hondera y una piedra
pueden poner fin a su vuelo.
Me pregunto si ese pájaro 
tendrá preocupaciones;
si acaso tendrá memoria.
Nosotros no la tenemos.
Es decir; sí, unos cuantos;
pero hay una mayoría amnésica.
Entre tanto, el pájaro es libre;
libertad auténtica, la suya,
y no esa libertad devaluada
de cadenas fabricadas
de individualismo y odio
que nos venden en el mercado
de los discursos vacíos.
Me acuerdo entonces de Robino,
que una vez escribió aquella epifanía:
"La poesía les duele a estos hijos de puta".
Enormísima y repentina lucidez.
Les duele la poesía, el amor,
la solidaridad, la concordia
el bien común, la alegría.
A estos hijos de puta.
Preciosa resonancia.
Sabor a verdad definitiva
en este tiempo de incertidumbre
donde los muchos eligen a los peores.
Ya no esperaré la llegada
de tiempos mejores.
Pero tampoco van a doblegarme.
Intentaré ser como ese pájaro,
libre de verdad, ajeno a las noticias,
a los debates y los periódicos.
Hasta que una piedra, una hondera
un hijo de puta cualquiera.

lunes, octubre 16, 2023

Todos los dioses son falsos 2

Existen dos clases de dioses:
Unos que son pura cáscara,
nominación sin sentido,
máscara usada por los hombres
para acometer sin culpa
los más horrendos crímenes,
espantosas atrocidades,
aun cuando acaso sirvan
también como ingenuo consuelo
ante el sinsentido aparente
de nuestras breves existencias.
De los otros dioses,
invisibles,
innombrables,
sin credo ni templo
ni rito ni libros santos,
eternamente inaccesibles,
nada sabemos
ni sabremos nunca.
Ni siquiera si en verdad existen
o si jamás existieron.




lunes, octubre 09, 2023

Todos los dioses son falsos

Ya sea que Dios exista o no,
que sea uno, que sean varios
o que sean tantos que resulte
imposible llevar la cuenta,
es probable
que a nosotros, los mortales,
nos esté vedado saber al respecto;
después de todo
son ellos los Dioses,
nosotros, apenas humanos,
magníficos microbios librados
a la buena de dios, precisamente,
en esta minúscula y solitaria
mota de polvo cósmica;
de un polvo venimos y polvo seremos
y mientras tanto aquí estamos.
Aunque también pudiera ser
que Dios sea parte
de cada uno de nosotros,
de cada mota de tierra,
y nosotros parte suya,
maravillosa sinécdoque;
en cualquier caso:
exista o no, sea uno o sean tantos,
Dios será una cosa y las ideas que
de los dioses tengamos, otra distinta.
Y la idea de dios, de esos dioses bastardos
capaces de identificarse con un cordero,
una cruz, una hoguera, un altar sangrante,
un becerro de oro, un estandarte,
un escudo, una bandera,
con un pueblo y no con otro,
con unos inocentes sí, con otros no,
le ha hecho tanto daño a los hombres
que ya vendría siendo tiempo
de deshacernos de eso.
Ahí donde alguien habla de dios
para justificar sangre vertida
los dioses están ausentes;
es en este sentido que
todos los dioses son falsos.


jueves, septiembre 07, 2023

Vocaciones frustradas

Suelo escribir poesía,
aunque a veces pienso que lo hago
sólo porque no sé escribir canciones.
Nunca aprendí el arte de la música,
más que como un amoroso oyente.
Ah, pero si supiese escribir música...
Entonces, en lugar de poemas
escribiría canciones.
Estoy convencido de ello.
Y serían canciones
sin palabras.

domingo, agosto 20, 2023

...pero no de las niñeces

Leo en un artículo: 'Infancia' no tiene plural en castellano. Como no lo tienen 'niñez', 'adolescencia', 'adultez' o 'vejez'. Pero eso no detiene a quienes castigan nuestros oídos con 'niñeces', 'infancias', 'niñes', 'jóvenas' y otras sandeces (porque 'sandez' sí tiene plural). ¿Qué tal 'pobrezas'? Porque esa condición se viene multiplicando entre nuestros niños, comprometiendo su futuro y el del país.

Todo lo leído es verdad. Si vamos al caso, a mí "Día de la niñez" me gusta. O "Día de la infancia". En singular y aludiendo a todos los que transitan ese momento de la vida. Es correcto desde el punto de vista del idioma y al mismo tiempo evita que alguna niña pueda sentirse eventualmente excluida. Pero al final resulta que el debate se sigue dando en el terreno de lo terminológico, mientras muchos (niños/niñas/niñes, elija el término que prefiera) siguen pasando hambre o penurias.

El artículo en cuestión después sigue protestando contra esto y aquello, destacando que "la jerga inclusiva suma adeptos entre quienes necesitan hacer de cuenta que hacen algo". Duro, pero cierto. Pero entonces dejo de lado el eje del tema y pienso, una vez más, que no deja de ser notable el hecho de que últimamente todos la jugamos de un modo u otro de indignados. 

Y no solo nos indignamos, sino que necesitamos compartir nuestras indignaciones con los demás, necesitamos contrastarlas con el discurso de los otros. Así es como nos indignamos contra los que se indignan por cosas que a nosotros no nos indignarían en absoluto, pero también contra aquellos otros que no se indignan por aquello que para nosotros resulta claramente indignante.

La energía se nos va, de esta manera, en el campo de combate de los discursos y las indignaciones cruzadas. Me hago cargo: soy parte de lo mismo.(1) De lo contrario, no estaría escribiendo todo esto. 


(1) Dejo constancia de ello pues es probable que no falte el idiota que pretenda indignarse con las cosas que a veces pienso y escribo.

Día de la niñez

Será verdad que alguna vez fui un niño
Tengo algunos recuerdos vagos
Como si fuesen partes de un sueño
Después observo mis manos
Y no las reconozco mías.

Recuerdo haber sido torpe
Tímido, solitario, algo imbécil quizás
Como todo niño, supongo, soñador
Asustadizo, recuerdo haber tenido
Autitos de juguete y la vida por delante.

Pero no, no son sino recuerdos
Apenas fragmentos de aquel sueño
En el que también estaban ellos
Mamá, Papá, las abuelas y la certeza
De un futuro generoso, inacabable.

Qué pasó, qué nos pasó, adónde se fueron
Los años, adónde quedaron
Anteojito y Antifaz, mi perra Greta
El Capitán Piluso, Pocheluz y Narifría, la ilusión
De llegar a ser un gran hombre algún día.

No, no van a engañarme
Todo eso fue apenas un sueño
Yo nací hace una hora, como cada mañana
Y vengo soñando desde siempre
Desde antes de que exista el mundo.



sábado, agosto 19, 2023

El escarabajo de Wittgenstein

Esta mañana leí algo que me trajo a la memoria la famosa metáfora del escarabajo que proponía Ludwig Wittgenstein (1889-1951). La idea es algo extraña, pero bastante ilustrativa. Se trata de imaginar que en el momento de nacer cada quien recibe una caja, que es absolutamente personal e intransferible. Todas las personas tienen su propia caja, pero nadie puede ver lo que hay en las cajas ajenas. Solamente tenemos acceso al contenido de nuestra propia caja.

Pues bien: adentro de nuestra caja hay una especie de escarabajo. Podríamos suponer que las cajas de otras personas también contienen lo mismo, pero no hay manera de estar seguros. Entonces, decimos a viva voz, para que todos nos escuchen: "Adentro de mi caja hay un escarabajo". Resulta que muchos afirman tener en sus cajas eso mismo, un escarabajo. Pero las descripciones son ambiguas. Si nos dejamos llevar por las mismas, podría tratarse de otra clase de insecto, o de objetos parecidos a un escarabajo. Incluso esa gente podría estar intentando engañarnos, y no haber nada dentro de esas cajas. No hay modo de saberlo.

Así las cosas, a lo sumo podríamos tal vez ponernos de acuerdo para ir por la vida diciendo que todos tenemos una caja personal que contiene un escarabajo. Pero en tal caso esta palabra tendrá un sentido particular. Significará, en realidad, "el contenido de la caja de cada persona". Sea lo que sea, en concreto, ese contenido.

Para entender adónde apunta Wittgenstein con esto, pensemos en qué sucede si cambiamos ese escarabajo ideal por las palabras dolor, amor, justicia, belleza, esperanza. La única manera de anclar estos términos a un sentido concreto es a través de nuestra propia experiencia, por más que luego convengamos, tal como lo hicimos antes con escarabajo, darles un sentido común, acordado con los demás, para más o menos entender qué queremos decir con cada una de esas palabras. Pero será siempre eso: un más o menos. Porque no hay forma de saber exactamente lo que siente o experimenta una persona sino siendo esa persona.

Entonces, estas palabras remiten a un mismo tiempo tanto a algo que no puede conocer nadie más que uno mismo, como a una idea socialmente aceptada en cuanto a un sentido convencional. De esta manera, el lenguaje siempre es una construcción colectiva, un arte social. Podríamos preguntarnos si la conciencia que tenemos en relación a ese escarabajo, ese dolor, ese amor, etcétera, no dependerá en alguna medida del hecho de que exista la palabra que nombra esas realidades, a la manera de un acto social que es comprensible en tanto resulta comunicable.

Estas ideas en torno de Wittgenstein me llevan a una reflexión de Willard van Orman Quine. En un ensayo de 1968 titulado La relatividad ontológica, Quine imagina un grupo de nativos que, al ver pasar un conejo, lo señalan y exclaman: gavagai. Al repetirse este hecho varias veces, el extranjero que asiste a la escena y desconoce el idioma del lugar concluye, con cierta lógica, que probablemente gavagai significa conejo. Esto parece razonable, pero Quine se detiene en lo impreciso de la asociación, porque gavagai también podría significar animal, comida, mascota, plaga, peludo o suave. De manera que, incluso aunque confirmáramos que efectivamente gavagai refiere a conejo, no podríamos decir que esta sea una traducción fiable. Nos falta el contexto de inserción de la palabra en un contexto más amplio. 

Así, como si estuviésemos en una aldea donde todos hablan un idioma desconocido para nosotros, escuchamos hablar de amor, de dolor, de deseos, de voluntades, y de tantas otras cosas. Pero en realidad comprendemos poco y nada. Porque solamente conocemos de primera mano cómo es el escarabajo de nuestra caja, y confiamos, bastante ingenuamente, que lo que hay dentro de las cajas de las demás personas, esas que también llaman escarabajo a sus contenidos, sea más o menos igual a lo que nosotros pensamos.

viernes, agosto 18, 2023

Notas sobre el divismo y el supuesto buen gusto

Leo en "Música de mierda", tal el provocativo título de un libro escrito por Carl Wilson, que en un estudio publicado en el Journal of Consumer Research en el año 1998 se observa, a grandes rasgos, que "mientras los encuestados de clase baja consideran que lo que les gusta sabe bien, los de clase alta opinan que sus preferencias demuestran buen gusto". 

La idea me pareció de lo más interesante y la relacioné de inmediato con algo que me sucedió hace unos días. La anécdota es mínima: en un comentario a una de las tantas publicaciones en redes sociales sobre la visita de la soprano rusa Anna Netrebko al Teatro Colón de Buenos Aires, reaccioné a la palabra "diva" escribiendo: "Ah, el divismo... Ese gesto tan kitsch y demodé"

Me llamó la atención recibir como respuesta varios emoticones enojados (Ah, el emoticón... Esa manera tan contemporánea de replicar sin decir nada...). Y me pregunté a quién, más que a la propia Netrebko, podía molestar mi comentario. La aguda observación de Wilson me da la respuesta: quien adora a la diva siente que participa de algún modo de su exclusivo divismo; por eso siente que, al atacar alguien a la estrella, está atacando su propia posición dentro del exclusivo marco del "buen gusto".

Los consumos culturales funcionan de esta manera. Son una forma de identificación simbólica, que determina los círculos sociales a los cuales alguien quiere o no pertenecer. En el caso del divismo, no hay duda respecto de su carácter kitsch, pues el mismo se define por una pretenciosidad ligada al deseo de sustentar una apariencia. 

Pero entonces tal vez haya algo de auténtico en lo que "sabe bien", por oposición a ese supuesto "buen gusto" que, ya desde su misma definición, plantea una categorización del orden de lo elitista. En la idea de un buen o mal gusto hay una intermediación marcada por la presencia de un otro que es tomado como referente. El arte, liberado de toda apariencia, definitivamente se ubica en otra parte.

Para un cuaderno de apuntes sociales

 Quizás podríamos definir el amor, sencillamente, como ese profundo sentimiento que uno tiene hacia aquella persona que nos hace sentir dignos de ser amados. A veces -tristes veces- sucede que alguien busca sentir ese merecimiento, sin lograrlo. Esa forma del desencuentro es una experiencia penosa, pues socava el valor que buscamos en nosotros mismos a través de la mirada del otro. No amamos al otro, tanto como a su mirada benevolente, esa que nos categoriza como valiosos. Sin embargo, también amamos. Es decir, le devolvemos al otro su mirada benefactora, piadosa, que salva, en nuestra propia generosa mirada, esperando la reciprocidad. Porque, lo sepamos o no, esa es la condición para que el tácito contrato subsista a lo largo del tiempo. Cuando la devolución no tiene lugar, por el motivo que fuera, el amor se convierte en angustia. 

Pero el amor no es más que un caso, quizás el más especial, el más evidente. Hablamos no sólo del amor de pareja, sino también del amor parental, de la amistad profunda, de la admiración mutua. Del mismo modo, podemos afirmar que las cosas que nos gustan suelen ser aquellas que nos hacen sentir identificados con las personas con las que deseamos mezclamos y confundirnos. Esas personas a las que también les gusta lo mismo que a nosotros. Esto no significa que el amor o el gusto no sean auténticos, o que los sostengamos por mera impostura. El punto es que su raíz es siempre especular, identificatoria en relación s un otro, metonímica. 

Adoptamos y defendemos el gusto por algo, cualquier cosa que sea, como un elemento que sirve de catalizador identitario. Por eso cuando alguien ataca lo que nos gusta, sentimos que nos está atascando a nosotros. Lo dicho aplica también para las ideas, para los discursos y para las creencias, sean religiosas, económicas o políticas. En un juego de palabras podríamos decir que nos gusta que nos guste lo mismo que a esas personas con quien nos gustaría identificarnos y ser identificados. Por eso usamos nuestros gustos como bandera, como una serie de etiquetas que nos colocan de inmediato dentro de determinados círculos sociales y afuera de otros. 

Lo mismo que con los gustos, las ideas, las creencias, sucede con el amor. Pero de un modo más trascendente: somos eso que el ser amado ve en nosotros. Ahí donde con relativa facilidad podemos desentendernos de la opinión que cualquier persona tenga sobre nosotros, no logramos hacer esto con aquel a quien amamos. Hay un poder en el ser amado que lo hace diferente de los demás. Por supuesto, siempre podemos recurrir a esa herramienta de ingeniería social que es la seducción. Pero aquí los resultados son mucho más determinantes. Cuando todo funciona, en reciprocidad para ambos, se genera una comunión simbólica que, enhorabuena, nos rescata ilusoriamente de la soledad y de la muerte. Eso es el amor.

lunes, agosto 14, 2023

Argentina, 1933

Ayer fue día de elecciones en Argentina. Hoy, en las redes sociales, muchos de mis contactos repiten como un mantra aquella famosa frase de Antonio Gramsci:

"El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos".

De monstruos se trata, ciertamente. Se percibe una preocupación sincera, muy parecida al miedo, en un amplio sector de la ciudadanía. Un sector que, al margen de su posicionamiento político, uno de inmediato identifica con cierta capacidad reflexiva que se opone a la fuerza inercial del bruto impulso.

Nadie se atreve a matizar este clima con aquello de que la democracia no es perfecta, pero al menos sí el menos imperfecto de los sistemas políticos. Es que un sistema político capaz de gestar la destrucción de su propia esencia está atravesado por un problema muy grave. Me pregunto qué cosas pensarían los ciudadanos de la Alemania de 1933 cuando en las elecciones de aquel año sembraron el germen de lo que sería el nazismo.


Salgo a la calle. Me da la sensación de que la gente se mira de reojo, con desconfianza. ¿Acaso esa persona con apariencia normal será también partidaria del monstruo? ¿Deberé cuidarme de ahora en más las espaldas cuando esa persona esté cerca? 

El monstruo no es una persona; es bueno tener este concepto en claro. El verdadero monstruo es la sociedad enceguecida, en su conjunto, desintegrada, capaz de entregar su humanidad a cambio de ser vengada en su enojo. Es probable que no todos los votantes de Hitler, hace poco menos de un siglo atrás, hayan sido personas perversas. Muchos lo habrán votado ingenuamente, como un modo de expresar su indignación con un entorno político que les parecería indignante. Sin embargo, no podían imaginar el horror y la degradación que llegarían más tarde.

En Argentina hemos conocido épocas oscuras. Recuerdo los tiempos de la dictadura militar que rigió los destinos del país entre 1976 y 1983. Pero entonces se trataba del poder dictatorial de una minoría que sojuzgaba a una mayoría por medio de las armas. Hoy se trata, por el contrario, de una mayoría encantada con la idea de encumbrar en el poder político a quien promete dar lugar a una terrible anarquía social que se traducirá en el sufrimiento de miles y miles de personas, como si nada de eso fuese realmente importante.

jueves, agosto 10, 2023

Sueño 230808 - Flashback

Cuando salí de la habitación era de noche y estaba otra vez en aquel departamento, el de mi infancia. Tenía ganas de tomar agua, pero primero quise ubicar dónde estaban los integrantes de la familia. Frente a mí, apenas a un par de pasos de distancia, un breve pasillo me conducía hasta la puerta casi cerrada de la habitación de mis padres. Se alcanzaba a ver un ligero resplandor, pero el silencio me hizo suponer que del otro lado todos dormían. Algo curioso: no pensé en mamá y papá. Pensé en hermana, que habría vuelto tarde de algún baile, y supuse que estaría durmiendo ahí con mamá, que habría ido a buscarla. El calendario me desmiente: del otro lado debían estar mamá y papá; pero de todos modos no avancé, sino que fui hacia mi derecha, por el otro pasillo, que conducía a la puerta que daba a la cocina. Supongo que todavía quería tomar un poco de agua. Pero al llegar me llamó la atención la puerta entreabierta, la que daba al balcón. De noche, esa puerta siempre quedaba cerrada. Había algo que no era normal. Me acerqué a mirar, pensando que tal vez encontraría a mamá levantada; pero no. Empujé la puerta, que daba al balcón, a la noche, a la llovizna, casi lluvia, que caía en silencio. Salí, descalzo, vestido apenas con un calzoncillo, y sentí la humedad sobre las cerámicas que, a pesar del nocturno blanco y negro, supe rojas. Rojo ladrillo, rojo inocente. Aquel balcón tenía forma de ele: la parte más larga sobre Avenida Rivadavia, la más corta sobre la calle Emilio Mitre. Por un instante volví a pensar en lo inusual de la puerta abierta e imaginé la posibilidad de un ladrón. Me aventuré, de todos modos, para chequear que no hubiese nadie escondido en el sector del balcón que no podía ver, por estar del otro lado, dando vuelta la esquina. Noté que había olvidado ponerme los lentes, porque de a ratos veía borroso, pero de todos modos continué mi exploración. La luz de la noche ayudaba. No; por suerte no había nadie allí, acechando. Únicamente estaban la noche callada y la lluvia. Pensé en regresar sobre mis pasos, para avisar a mis padres; que ellos vieran si sucedía algo anormal, si había algún problema. Pero en ese momento algo me hizo cambiar de idea. Abrí los brazos debajo del agua que caía desde el cielo, copiando un gesto antiguo, que acaso hice alguna vez, hace ya mucho tiempo, o quizás imagino haber hecho, y me sentí bien. Sentí las gotas cayendo, suaves y cálidas, sobre mi piel. Sentí la planta de mis pies desnudos sobre las cerámicas mojadas, y me sentí bien. Me arrodillé en la cerámica y me dejé resbalar sobre el piso empapado, que me aceptó con cordialidad. Me tiré de panza sobre esas cerámicas, mojadas, cálidas, añoradas, y me sentí feliz. De niño me gustaba jugar a tapar la rejilla de ese balcón, que dejaba ir el agua por las tuberías, trece pisos hacia abajo, con una bolsa o algún trapo. Al rato se formaba una especie de modesta pileta, en la que yo jugaba a resbalar. La noche era cálida y luminosa, aunque lloviera, y yo era de nuevo feliz, sintiendo mi cuerpo, en aquel balcón, como cuando era chico, como cuando no necesitaba usar anteojos y tenía toda la vida por delante, todos esos años que se me hacían tontamente infinitos, ingenuamente inacabables. Disfruté por un instante de aquel regreso, a ese balcón, a esa felicidad simple del juego, a ese sentir el cuerpo niño sobre las baldosas mojadas y cálidas, sabiendo que pertenecían a un tiempo pasado y lejano. Entonces desperté. O por lo menos creí haber despertado. Y sentí tu piel, suave, cálida, contra la mía. Y fui feliz todavía un rato más, por tenerte. Dos modos diferentes y distantes de la felicidad, de la inocencia, de la calma. Creo que lloré un poco antes de volver a quedarme dormido, mientras acariciaba tu espalda desnuda. Uno a veces llora no de tristeza, sino de emoción, de añoranza, de pura fragilidad.

viernes, agosto 04, 2023

Subte A

Se subieron al subte -línea A- en la estación de Once, haciéndose notar al instante con sus risas, demasiado sonoras para mi gusto, que presumo es el gusto promedio de lo socialmente aceptable. Sumemos algún comentario fuera de tono: cartón completo. Yo venía distraído, aunque hasta ahí nomás. Ya se sabe, las cosas en la ciudad hace rato no están bien, y no es prudente desatender lo que sucede alrededor. Quizás por eso reparé en el comentario, hecho entre risas y también en voz alta, como si en el vagón no hubiese más pasajeros que ellos: "...se habrá pensado que iba a robarle. Está bien que uno la cara la tiene, pero tampoco es para tanto".

Las risas daban a entender que la anécdota no tenía para ellos un sentido particularmente ofensivo. Por puro instinto toqué mi campera, a la altura del bolsillo en el cual reposaba, fuera de la vista, mi celular. La cara, para ser sincero, el muchacho la tenía. Tatuajes, arito y dientes estropeados incluidos. Desprolijo y con una cuota de sudoración que excedía lo recomendable. Eso sí: sonreía. Siguieron hablando en voz alta, ahora sobre mujeres, aunque en medio de eso surgió la palabra "guitarra", lo cual llamó mi atención. "Este cambia de jermu como de guitarra", fue el comentario, en concreto, que uno de ellos le hizo a otro, mientras cabeceaba señalando al portador del rostro sospechoso.

Me alejé un poco, hacia la mitad del pasillo, nada más porque vi que había un espacio libre. Quiero decir, no es que intentara alejarme de los tres bullangueros, aunque es cierto que la incomodidad suele tener razones de las cuales la conciencia no se hace cargo. Algunos minutos después me sorprendí al darme cuenta de que el muchacho que más gritaba, el del rostro sospechoso, los tatuajes y los dientes maltrechos, había sacado, Dios sabe de dónde, una guitarra que hasta ese momento yo no había visto. Y se puso a cantar, con la voz rota, pero con actitud y talento. 

Era una canción romántica, de esas que yo no me detendría a escuchar si sonaran en la radio, de modo que no podría identificarla. Pero había algo de fascinante en el modo en que este muchacho la cantaba, con su voz rota, acompañado por su también maltrecho instrumento. "Ustedes van a saber disculpar; tengo que cambiarle las cuerdas y no hubo forma", se justificó. 

Un sacudón producido por un cambio de vías me hizo notar que mi estación estaba próxima. Volví a acercarme a la puerta, lo que me puso al lado de uno de los dos compañeros del cantante, que disfrutaba del espectáculo. Podría haber permanecido callado, pero algo me impulsó a decirle: "Canta muy bien tu amigo". El tipo sonrió, contento. Se presentó como Antonio, preguntó mi nombre, y me dijo que el cantor se llamaba Javier. Parece que cuando le ponemos nombre a las personas hay una distancia que se reduce. Por lo general no llegamos a saber mucho de los demás. Pero a menudo ni siquiera que tienen un nombre, lo mismo que nosotros. 

No hubo tiempo para mucho más. El subte entró raudo a la estación en la que debía bajarme, pero mientras reducía la velocidad todavía pude decirle a Antonio unas palabras más: 

- Te digo algo. Por lo general somos medio pelotudos, y juzgamos de más. Por eso, decile por favor de mi parte a tu amigo, a Javier, que lo felicito, que es un muy buen cantante.

Antonio sonrió otra vez, agradeció y me deseó que tuviese un buen día. Después me di cuenta de que podría haberle ofrecido un billete, a cambio del espectáculo, pero ya el subte volvía a cerrar sus puertas y comenzaba a alejarse, llevándose consigo el canto y las historias de Javier, Antonio y tantas gentes anónimas, con sus historias desconocidas, con sus nombres secretos. Me quedé pensando que cantar o tocar la guitarra no nos hace necesariamente buenas personas. Pero en un punto incierto quizá nos revela algo del otro.

miércoles, agosto 02, 2023

Que la verdad no arruine una buena historia

Leo en un muro de Facebook una historia. Vaya uno a saber si verídica o apócrifa. La historia en cuestión era bonita, pero no viene a cuento aquí, porque busco poner el foco en otra cosa. Al final del relato, a modo de cierre, una frase tangencial le ponía un broche de oro al asunto: "Que la verdad no arruine una buena historia". En ese instante retumbó un trueno a lo lejos. Mi instinto me alejó de inmediato de lo narrado para poner el acento en esta frase. En el enfrentamiento entre la verdad y lo verosímil, entre la verdad y la belleza. En decidir en cuál de estas dimensiones es preferible colocar el empeño. Una verdad puede ser increíble, o intrascendente, cuando no desagradable. Algo verosímil puede no ser auténtico. Pero un relato hermoso posee una fuerza que está más allá de esos detalles. Y sacrificar esa belleza puede ser un gesto ingrato. No, no estoy hablando de mentiras. Una mentira es otra cosa. Cuando uno cae en una mentira queda embarrado, en el mejor de los casos. Aquí hablamos de belleza, y donde hay belleza no puede haber cosa mala. O tal vez sí, o quizás allí radique la diferencia con la mentira. Poque incluso si no fuese cierta, una buena historia siempre deja algo positivo. Algo que --digamos todo-- no siempre sucede con las verdades.

lunes, julio 31, 2023

Siempre es ahora

"Siempre es 'ahora'; nos regimos por palabras como 'pasado' o 'futuro', pero esa medida de tiempo en verdad no existe". 

Este fragmento, un copete tomado de una entrevista a una actriz llamada Brenda Santiago, estuvo circulando en estos días por varios muros de Facebook. Debo decir que al principio la idea me pareció magnífica. No importa cuándo, cada vez es inevitablemente ahora. Esto es cierto. Por más que ahora también debería decir, precisamente en este punto, que lo primero que pensé... 

Stop. Porque ahí está: ya apareció el pasado, representado a través de ese pretérito verbal que señala algo que fue antes de ahora. Claro que también es cierto esto otro: que ese pretérito aparece en el tiempo presente, ahora. Sin embargo, ¿ahora cuándo? Quiero decir: ¿cuánto dura el ahora

Lo curioso, entonces, es que si bien hablar de pasados o futuros sería ingresar en una abstracción imaginaria, con recuerdos que se desdibujan y un porvenir que todavía no es ni ha sido jamás, el presente tiende a tampoco existir. 

La demostración es bastante sencilla y tiene que ver con esa pregunta que se deslizó (de nuevo el tiempo pretérito) unas líneas más arriba (y allí sigue estando, todavía): ¿cuánto dura el presente? ¿Cinco segundos? Pudiera ser, pero en el segundo cuatro, los tres segundos anteriores ya son pasado. ¿Un segundo, entonces? En la segunda mitad de ese segundo, la primera mitad ya es pasado. Etcétera. No importa cuán pequeño sea el segmento que propongamos, siempre podremos dividir ese segmento de tiempo ad infinitum, en una serie tendiente a cero. 

Vale decir que no existen el pasado ni el futuro, que se resuelven en el recuerdo o la expectativa que tenemos siempre en el presente del ahora; pero tampoco existe el presente, que se disuelve en sí mismo. No obstante, nosotros mismos nos disolvemos en eso que al parecer no tiene entidad, que es el tiempo que nos atraviesa. 

Acaso el presente sea el punto inefable en el cual el futuro se convierte en pasado. Esa cuarta perpendicular que atraviesa un mismo punto a noventa grados. El largo, el ancho, la altura... y el tiempo, esa cuarta dimensión que nos toca sin que podamos verla. En otras palabras, quizás el tiempo no pasa, sino que somos nosotros los que pasamos.

martes, julio 18, 2023

El barco de Teseo

Menciona Plutarco, en sus "Vidas paralelas", el curioso caso del barco de Teseo, aquella nave de treinta remos, que los atenienses conservaron con cuidado y dedicación a lo largo de los años, quitando cada una de las maderas gastadas para ir poniendo en su lugar maderas nuevas, hasta que del barco original no quedó ninguna, dando tema a los filósofos para que discutiesen durante siglos y en vano, si de llegar a alguna conclusión se trataba, defendiendo unos la idea de que pese a todo seguía siendo aquella la misma nave en que había navegado Teseo, y otros que en realidad ya no lo era.

En verdad el caso en cuestión de curioso no tiene nada, aunque la pregunta continúe teniendo su interés, precisamente porque no tiene una respuesta definitiva. Todo será cuestión de creer o de reventar, como suele decirse. O de darle la preminencia a la sustancia o a la estructura. Nosotros mismos cambiamos nuestras células de manera permanente, algunas con mayor velocidad, otras más lentamente, pero a pesar de ello hay una estructura, una identidad, que parece permanecer incólume. O quizás no tanto.

Yo recuerdo haber leído en algún libro una relación entre el barco de Teseo y la identidad del ser humano, cuyo cuerpo envejece y se regenera a un mismo tiempo, que construye sus memorias sobre lo que va olvidando, un poco porque así lo elige a cada paso y otro poco porque los recuerdos son como agua que se escurre entre nuestros dedos. ¿Quién será esa persona, a quien ya no reconocemos, que aparece a nuestro lado en esa vieja fotografía desde la cual nos sonríe el niño que alguna vez fuimos?

Lo cierto es que ya no recuerdo cuál era el título de aquel libro leído, lo cual me pone en la incómoda imposibilidad de no poder releerlo. No recuerdo el nombre de su autor (¿sería Umberto Eco?... ¿José Saramago?...). Y sobre todo no recuerdo si quien lo leyó sería legítimamente la misma persona que escribe ahora estas líneas. Pero entonces me pregunto qué sentido tiene, por ejemplo, sostener una culpa por algo sucedido en el pasado, por algo que hizo ese uno que hoy ya es otro. O qué pasó con los sueños, con las promesas, con las esperanzas, con los amores de antaño, con los enojos, si somos, como aquel barco de Teseo, lo mismo que el propio Teseo y lo mismo que usted que está leyendo estas palabras ahora, siempre los mismos y siempre otros diferentes a un mismo tiempo, al punto de que ya no sepamos nada de nosotros, excepto que somos esto: un devenir.

Y de repente recuerdo esto que sigue, apenas una frase leída en el muro de una red social, que me impactó lo suficiente como para rescatarla del mar de palabras e imágenes que es internet, ese símil de la biblioteca infinita que imaginara Borges, en la cual la mayor parte de los libros no tendría ningún sentido: "Hoy me acordé de algo, pero no estoy seguro de haberlo vivido". Una frase que sin duda encierra más sabiduría que muchas bibliotecas que, quién sabe, acaso ya no recuerdo haber leído.

lunes, julio 17, 2023

Sueño 230716

Anoche soñé que estaba en un lugar que tenía una enorme pantalla en el techo, algo así como un televisor gigantesco suspendido en lo alto, aunque acaso estuviese en una pared, o cubriendo todo lo que alcanzaba a verse. Lo cierto es que era una pantalla de altísima definición, donde podían verse unas presentaciones fotográficas y unas animaciones en video que asombraban por su calidad extraordinaria. Más real que la realidad misma, podría decirse, y la expresión tendría su porción de justicia. Una música de corte electrónico, con un beat bien marcado y excitante, acompañaba las evoluciones de aquellas imágenes. Todo muy high end, ultra high definition. Todo muy cool. Yo miraba, aquí y allá, fascinado por los colores, la música, las luces, las formas en movimiento. En un momento saqué mi celular y grabé un poco de todo aquello que veía a mi alrededor. Un gesto contemporáneo de lo más común, cuando uno desea testimoniar algo. Después me desperté. Sentí de inmediato el regusto de una frustración marcada por la intuición de la imposibilidad. Vos dormías a mi lado. Debo haberme movido, o tal vez dije algo, todavía en medio de mi propia somnolencia, porque me preguntaste si estaba bien, si pasaba algo. Quise contarte los detalles de lo que acababa de soñar, para compartirlos, o para que no se desvanecieran. Pero dudé un instante, y enseguida noté que ya dormías de nuevo. Desvelado, me estiré para agarrar mi celular, para ver qué hora era. Debo haber tocado algo sin querer, porque comenzó a reproducirse un archivo, y entonces lo escuché. Aunque pareciera imposible, había quedado grabada una parte de la música de mi sueño. Era apenas un segundo de sonido, justo al final del audio, antes de que se cortara el archivo abruptamente. Pero intuí con felicidad que esa señal revelaba que podía haber algo más. Un puente entre el mundo de los sueños y el de la vigilia. Una dimensión hipnagógica, permeable, que conecta y comunica un mundo con el otro, el más allá con el más acá; quizás incluso la vida y la muerte. Entonces sí, quise despertarte, para que vieras lo que yo veía en mis sueños. Comprendí que esa sería la intimidad más absoluta que pudiese haber entre vos y yo. Quise hablarte, decirte, mostrarte las imágenes y los colores, las formas en movimiento, pero tenía que hacerlo sin despertarme, para que no se desvaneciera lo que veía, lo que escuchaba. Por supuesto, la idea de grabar todo aquello, para después llevarlo de un reino al otro, parecía ser de lo más razonable. Por supuesto, al final no pudo ser. Muchas veces me despierto en sueños, o sueño que me despierto, cuando en realidad sigo soñando. La incertidumbre, cuando eso me sucede, puede proseguir durante varias horas, después del despertar definitivo. La duda, que ya planteara Calderón de la Barca, al pensar el frenesí de la vida misma no más que como una ilusión, una sombra, una ficción. Que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.

miércoles, julio 12, 2023

Kundera, la música y los aplausos

Leo que murió Milan Kundera. Sin dudas uno de mis escritores favoritos. Alguien publica en sus redes sociales este fragmento, tomado de su obra "Los testamentos traicionados": 

"En los conciertos de jazz se aplaude. Aplaudir quiere decir: te he escuchado atentamente y ahora te manifiesto mi estima. La llamada música rock cambia la situación. Hecho importante: en los conciertos de rock no se aplaude. Sería casi un sacrilegio aplaudir y dar así a entender la distancia crítica entre el que toca y el que escucha; en ellos, no se está para juzgar y apreciar, sino para entregarse a la música, para gritar junto con los músicos, para confundirse con ellos; en ellos, se busca la identificación, no el placer; la efusión, no la felicidad. En ellos uno se extasía: el ritmo se marca con fuerza y regularidad, los motivos melódicos son cortos e incesantemente repetidos, no hay contrastes dinámicos, todo es fortísimo, el canto prefiere los registros más agudos y recuerda el grito".

Me quedo pensando en lo que sucede en la música clásica, donde el aplauso ha sido formalizado. El entendido sabe dónde y cuándo se debe aplaudir, y mira con un malicioso desdén o incluso chista a quien, por ignorancia de las reglas o por dejarse llevar, aplaude donde las normas dicen que no se debe. En un concierto, al finalizar el primer Allegro, por ejemplo. En cambio, en una ópera no parece ilícito aplaudir al finalizar el aria famosa de soprano o de tenor. Doble moral, que le dicen. Cosa curiosa, muchas veces es ese mismo entendido que antes chistó al aplaudidor impertinente quien, en su afán por demostrar que sabe que, ahora sí, la obra ha terminado y debe aplaudirse, se anticipa y asesina el mágico silencio que hubiese debido quedar suspendido durante unos segundos luego de la última nota, del último acorde de la obra, ese que todavía pertenece a la música y le da alma.

A mí me gusta escuchar. Por eso me doy cuenta de que a veces la música reclama el aplauso, y otras veces el silencio. En ocasiones es difícil compartir un espacio musical con otras personas, porque cada uno escucha desde su propia perspectiva, desde su propia sensibilidad, aun desde sus propios prejuicios. También están quienes, curiosamente, no escuchan. Han ido a un concierto, a un recital, pero la música no parece llegar más allá de sus oídos. A veces, el hecho de compartir un espacio y tiempo musical con otro, tiene un encanto que resignifica la experiencia. Otras veces la cosa no fluye, y uno se descubre deseando haberse quedado en casa, escuchando música en la comodidad de un buen disco y equipo de audio. Cuando la cosa no fluye, puede ser por falta de ánimo, por impericia del artista, y a veces por culpa de esos que no escuchan, ya sea que pontifiquen en vano o que no sepan cuándo la música reclama silencio. La sordera puede tener distintos matices. Algunas pseudomúsicas, como el reggaetón, así lo demuestran.

Sueño 230712

De repente tuve frío. Era razonable: tenía la remera empapada. Me la quité, y a pesar del frío no atiné a ponerme ninguna otra cosa. En la televisión hablaban sobre unas protestas, de gentes que reclamaban por algo que no pude precisar, vaya uno a saber qué cosas acerca de qué libertades, o si acaso ellos mismos conocían las razones de su descontento. Aterido, con el torso desnudo y la remera convertida en un bollo húmedo entre las manos fui hasta el dormitorio, y ahí estabas vos. Me miraste de un modo extraño, como si yo no te reconociera. Y tal vez fuese cierto. Te mostré el bollo, con una actitud que -ahora lo adivino- acaso haya sido propia de un idiota, y dije lo evidente: que mi remera estaba completamente mojada. Y enseguida añadí que por más que lo intentase no lograba recordar ni cuándo ni cómo había llegado a semejante estado. Vos me seguías mirando con esa expresión rara, mientras me decías que claro, que cómo no recordaba el agua, los charcos, las gentes, todo eso. Mientras hablabas, algunas imágenes comenzaron a llegar a mi mente. Intenté esbozar una queja: "Recuerdo algo. ¡Pero todo eso era parte de algo que soñé!", fue lo que dije. Entonces pensé que sí, que de todos modos algunos recuerdos tenía: recordaba el cielo, las nubes, el sol... Pero al mismo tiempo comprendí que no sabía cuándo había sido la última vez que había visto aquellas cosas, ni cómo ni cuándo había llegado a ese lugar en el cual estaba. De pronto me sorprendí pensando en mi padre. Me estremeció un escalofrío y me dije que debía escribir todo esto; lo que estoy escribiendo ahora. Me dispuse a hacerlo y mientras intentaba hilvanar las primeras palabras de un poema -que terminó no siendo- sobre un imaginario papel, luché por permanecer despierto, pues noté que un repentino sopor parecía vencerme. Como un remate que tanto podría tener como no tener algún sentido, el ruido de algo que cayó inesperadamente al suelo me terminó de arrancar de mi sueño. 

sábado, julio 08, 2023

Sueño 230708

Hacía mucho que no soñaba. O mejor dicho: que no soñaba fuerte, de manera inquietante, con permanencia de las imágenes y las sensaciones. Anoche todo eso regresó. No fue agradable, porque el sueño terminó adoptando la forma de una pesadilla, pero sí fue aleccionador. Recuerdo muy bien las sensaciones, emocionales y también físicas. Recuerdo, por ejemplo, el fresco de la noche sobre la piel, mientras observaba el cielo y las luces de la ciudad desde aquel balcón en forma de ele que daba a la Avenida Rivadavia y al mismo tiempo a la calle Emilio Mitre. Pasó mucho tiempo desde la última vez que estuve allí. Recuerdo también haberme tirado sobre el piso de baldosas cerámicas, que debía estar frío, pero que conservaba sin embargo el calor del sol recibido durante el día. En una curiosa dualidad, en mi sueño yo era Germán, el hijo, pero al mismo tiempo era el padre. No del modo en que todavía hoy lo sigo siendo, sino en un extraño repliegue de tiempos pasados, pues el hijo era el niño que había vivido en el departamento con ese balcón, en tanto el padre era el joven padre de una niña que hace rato se convirtió en mujer.

Luego recuerdo otra sensación, que solamente podría describir de un modo abstracto o por demás incierto. Me sale decir que era algo así como una repentina prevalencia de la maldad. Una sensación que, debo reconocerlo, no me resultó ajena. Quizás fue esa familiaridad lo más espantoso del sueño. Germán estaba enojado. Sin ninguna causa aparente, por cierto. Era un enojo repentino, absurdo, encaprichado, que afectaba por igual al hijo y al padre. O mejor dicho: al adolescente tanto como al joven adulto. Ese enojo crecía a medida que yo tomaba conciencia de su sinsentido, tanto como de que no parecía estar mis manos detenerlo. No recuerdo los detalles. Pero en un momento comencé a hacer fuerza, intentando dividirme, a la manera de un doppelgänger, buscando extirpar eso malo de mí depositándolo en un otro. Algo así como separar en dos corporalidades diferentes a Dr. Jekyll y Mr. Hyde. La imagen que tenía era la de un cuerpo -el mío propio- que yo intentaba dividir en dos. Algo que claramente no podría hacerse, pero que ahora comprendo como una potente metáfora onírica. 

Me desperté con sed, con un oído zumbando de manera horrenda (todavía zumba, al momento de escribir estas líneas), con dolor de cabeza, pero sin ningún enojo. No pude dejar de pensar, no obstante, y no sin una carga importante de culpa, en los tiempos en que sí, esos otros yo que supe ser solían ser tomados por enojos parecidos al de mi sueño, derivando en actitudes que todavía hoy me acongojan. Y de pronto me di cuenta, como si ello no hubiese sido evidente desde siempre, que esos demonios, que ese poder negativo, no es algo que me distinga especialmente. Que yo no fui ni de lejos, en definitiva, la única persona capaz de enojarse así, sin un sentido aparente, sin una aparente posibilidad de control. Revisé mentalmente mi entorno, mientras tomaba agua de la canilla del baño, y entendí que todos padecimos en algún momento la invasión de esos extraños demonios que nos llevan a convertirnos en sujetos desagradables, horribles, vergonzantes. Entendí que el ser humano, más allá de todas su civilización, su psicoanálisis y su cultura, es todavía un animal primitivo, que cada tanto cae doblegado por lo animal, por lo Hyde que se oculta en él. Hay gradaciones, como en todo, por supuesto.

Siempre tengo presente un antiguo estudiante que tuve, que solía ser agradable, buen compañero, atento con todos, hasta que un buen día su nombre apareció en los diarios, como el del asesino que había acabado a martillazos con la vida de su pareja. Ese día comprendí la existencia de ese demonio que puede convertir a cualquier persona en un asesino si no le oponemos la debida resistencia. Pero Stevenson describió muy bien las inútiles resistencias de Jeckyll para convertirse en su opuesto, ese que paradójicamente era también su más auténtico yo mismo. No nos engañemos: lo que Stevenson describió no fue un personaje individual, sino en general lo precario de la cultura humana enfrentada a su naturaleza salvaje.

Hace mucho que no me enojo. Enojarse hoy me parece una tontería. Me gusta descubrir mi costado más amable, con toda la carga significante que tiene esta palabra. Pero aún me pesa lo otro, la historia personal, sin ningún crimen que confesar, pero a la moral eso no le alcanza. De todos modos, hoy me sorprendió esta revelación, la de haberme sentido durante mucho tiempo diferente, con un pasado particularmente penoso por falto de un adecuado control, cuando todo a mi alrededor me muestra, todos los días, que lo salvaje está dentro de tantísimas personas, si acaso no de todas ellas. Nota al margen, todavía me zumban los oídos. Creo ya no estar soñando. Aunque no hay manera de estar seguro.

jueves, julio 06, 2023

Nos saludamos en la nube

Leo que un colega docente señala en su muro de Facebook que esta red social ya no se limita a alertarnos sobre los cumpleaños de nuestros contactos, sino que además ahora ofrece saludos ya preformateados: "Feliz cumpleaños, xxxxx", por ejemplo, y a continuación una serie de emojis festivos. Luego vaticina el paso que muy probablemente seguirá: la posibilidad de automatizar los saludos en cuestión, para asegurarnos de que se enviarán incluso si un día nosotros olvidamos entrar en la red social. Las salutaciones podrían programarse, por supuesto, a partir de criterios básicos de catalogación, tales como tipo de relación, grado de confianza, de afecto, etcétera.

Se me ocurre, entonces, ir un paso más allá en la predicción. Tras la programación automática de los saludos cumpleañeros los muros presumiblemente se llenarán de salutaciones que, por supuesto, será necesario agradecer. ¿Y qué mejor que hacerlo mediante una programación automática, conectada a un generador de textos del estilo GPT? Pasados algunos años, los cumpleañeros irán muriendo, naturalmente, al igual que los amables saludadores. Pero las máquinas se seguirán enviando mensajes, saludando y agradeciendo. Y quién sabe si a partir de esos diálogos artificiales, absurdos, no nacerán imprevistas relaciones con simulaciones de amor, reproches, esperanzas, celos, que llevarán nuestros nombres, aunque nos resultarán ajenas.

miércoles, julio 05, 2023

Sobrevida

Hace unos días falleció el hermano de una amiga, compañera de la cátedra en la cual doy clases desde hace muchos años. Esta compañera -flamante jubilada- fue de hecho mi docente en la asignatura. La despedida debió hacerla a la distancia, pues ella está radicada en Buenos Aires y el deceso tuvo lugar en Colombia. Quiso la casualidad que aquel hombre tuviese el mismo nombre que yo, aunque de este detalle yo me enteraría recién días más tarde.

Ayer mi compañera publicó en sus redes sociales un agradecimiento a todos los que de un modo u otro le habíamos acercado nuestro afecto y condolencias por esa muerte. El texto dice así: 

"Con todo mi amor y emociones encontradas doy gracias a todos los amigos y conocidos que nos saludaron por nuestro duelo por Germán".

Yo no había visto esta publicación. Y por la tarde recibí un mensaje algo extraño en mi celular. Era otra antigua amiga y compañera de la misma cátedra, que hoy está en Italia, del otro lado del mundo. El mensaje decía, de manera por demás escueta: "Hola. ¿Estás?". Yo estaba, así que respondí con un "hola, acá estoy". Entonces, del otro lado me enviaron un mensaje, esta vez con voz grabada, que decía algo sobre "el mensaje que publicó Ángela" y la angustia desde hace varias horas de intentar saber si...

Yo no entendía de qué publicación se trataba así que, mientras la grabación seguía avanzando, fui a ver el Facebook de Ángela, y ahí estaba. Estaba mi nombre, asociado a la palabra duelo. Que se entienda: no el nombre del hermano de mi compañera, sino el mío, que es el mismo, pero no. Sentí un frío que recorrió mi espalda, ese frío que te dice que sos muchísimo más frágil de lo que estás dispuesto a reconocer. Que te dice que, en efecto, un día no vas a estar más, carpe diem, todo eso. Creo que por un instante me sentí un fantasma. 

Después me reí. Me reí ante el equívoco, quiero decir. Pero debo reconocer que fue una de esas risas nerviosas, forzadas, como de idiota, que tapan algo que en definitiva es muy parecido al espanto.