Me desperté sobresaltado, pensando que una cucaracha caminaba por mi hombro. Fue una falsa alarma, por fortuna, y pronto volví a dormir. Pero la impresión perduró , y enseguida en mi sueño pude ver que una cucaracha andaba, efectivamente, por el piso. Recuerdo haberme dicho: "Ahí estás, entonces era cierto". Después, por un momento, la perdí de vista. Me distraje observando unas hormigas en la base de un árbol. Me llamó la atención notar que estaban inusualmente activas. Entonces volví a ver la cucaracha: las hormigas la habían rodeado y la atacaban. A pesar de la notable diferencia de tamaño, el número y la ferocidad inclinaba la lucha a favor de los insectos más pequeños de manera fatal. Pronto descubrí que aquella cucaracha no era la única víctima del ataque furibundo de las hormigas: otras cucarachas y lo que parecía haber sido un ratón también yacían bajo el caótico ir y venir de los insectos, acompañado de un frenético morder y arrancar y arrastrar. Pero lo más dramático estaba unos metros más allá: la boca de un túnel que se abría en la tierra, rematado por un hervidero de hormigas, enloquecidas, endemoniadas. Pensé que podrían acabar fácilmente con cualquier persona que se atreviese a acercarse demasiado. Entraban y salían de un agujero que adiviné gigantesco, extendiéndose debajo de los edificios que estaban apenas más allá. De repente intuí el socavón, el colapso inminente de las galerías interminables, milenarias, sobre las cuales alguien había tenido la mala idea de montar aquellos edificios. Me alarmé al ver que una mujer echaba agua con una manguera sobre las hormigas, ahogando a algunas, pero acelerando al mismo tiempo el derrumbe, que supe inevitable. Me acerqué para advertirla del peligro, pero no logré que me entendiera. Ella estaba detrás de un vidrio, y además tenía unos auriculares puestos, que no atinó a quitarse en ningún momento, a pesar de haber notado que yo le hablaba. El único que escuchó mis advertencias fue un niño, que estaba ahí cerca, junto con su madre, a quien miró con preocupación, para luego preguntarle si el edificio iba a derrumbarse y si acaso ellos iban a morir. La madre siguió con lo suyo, sin responderle. Creo que no atinó ni a mirarlo siquiera. Yo comencé a alejarme, resignado a no haber sido escuchado. Pero me fui hablando en voz alta, diciéndole al niño, o quizás a mí mismo: "Tarde o temprano todos nos vamos a morir. Es algo inevitable. Lo importante es lo que hagamos mientras tanto". Después me puse también yo mis propios auriculares y comencé a escuchar música. Dí vuelta la esquina y seguí caminando. No volví la vista atrás.
domingo, febrero 23, 2025
lunes, febrero 10, 2025
Fantasmas en la matrix
Cada tanto ocurre (siento que últimamente pasa con mayor frecuencia, quizás por razones estadísticas relacionadas con mi propia edad) que fallece alguna persona con quien mantenía relación en redes sociales (redes sociales digitales, deberíamos aclarar este aspecto). Se me presenta entonces el dilema, en cierto sentido ético, en cierto sentido espectral, de qué hacer con el perfil de ese usuario. Por lo general la solución que he implementado es eliminarlo, si la relación con la persona en cuestión no había sido demasiado cercana, y mantenerlo en caso contrario, quizás para recordarme la fragilidad que caracteriza esto que somos. De esta manera he logrado que el listado de mis contactos no se convierta en un cementerio, pese a lo cual el número de fallecidos tiende a subir año tras año.
Cada tanto, cuando llega la fecha en que hubiese sido el cumpleaños de alguna de esas personas que ya no están, pero cuyo perfil he decidido mantener, sucede que algún despistado le envía un mensaje de salutación, que puede ir desde un saludo más o menos formal a un entusiasta “¡Por muchos años más de vida!”. En estos casos siempre me digo que el saludado habrá sido, para quien lo saluda, alguien lo suficientemente importante como para dedicarle los veinte segundos de tiempo que acaso lleva escribir y enviar esas palabras, pero no tanto como para haberse enterado de que esa persona ha muerto hace cuatro años.
Se me ocurre entonces que no debe ser algo tan difícil programar un asistente informático que responda los saludos de cumpleaños que mi perfil pueda recibir cuando yo ya no esté, para dar la ilusión de que sigo vivo. Se me ocurre también que tampoco ha de ser tan difícil programar un asistente similar para que le mande saludos a todos mis contactos el día de sus respectivos cumpleaños. Pienso luego que con una inteligencia artificial generativa hoy ya es posible que estos saludos tengan sus respuestas, que estos perfiles mantengan comunicaciones automáticas. Y que quizás dentro de quinientos años las redes sociales digitales se hayan poblado de fantasmas que se saluden y agradezcan y conversen entre sí, ya en ausencia de todas las personas de que alguna vez crearon esos perfiles.
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Germán A. Serain
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lunes, febrero 03, 2025
El cadáver de una araña no es una araña
Observo el cadáver de una araña. No, no he sido yo quien la ha matado. Se ha ahogado, por su propia cuenta, al caer en una pileta. Yo solo he sacado el cadáver del fondo. Lo he hecho, por supuesto, con un extenso palo que en su extremo tiene una red, que sirve para estos fines. Aunque las arañas tienden a encogerse cuando mueren, es evidente que este animal ha sido de gran tamaño. Me sigue dando impresión, lo confieso. Incluso cuando ahora en realidad yo no es más una araña, propiamente dicha. Intento ver ese cadáver como lo que es: apenas un montón de moléculas; materia inanimada. Pienso que hasta sería posible atreverme a tocar ese cuerpo sin que pasara ninguna de las cosas que podrían suceder de tratarse de una araña viva, como que me picara, que se me treparse, que se moviese o hiciera cualquiera de las cosas que suelen hacer las arañas cuando están vivas. Quiero decir: aunque lo parezca, lo que estoy viendo ya no es una araña. Es simple materia inerte que eventualmente volverá a integrarse como un compilado de sustancias químicas al medio ambiente.
Por supuesto, no cedo a la tentación; me resisto a tocar ese cuerpo. Llamalo asco, impresión o como quieras. Pero entiendo mi propio planteo. Un planteo que me lleva de un lado a otro, durante un rato, hasta que, inevitablemente, surge la pregunta: ¿No sucede acaso lo mismo con el cadáver de un ser humano? Y por ende, ¿no sucederá acaso lo mismo conmigo, con mi propio cuerpo, cuando llegue la hora ineludible de mi deceso? Me doy cuenta de que hay cierto conflicto entre la idea de ser uno mismo y el reconocimiento del cuerpo propio. Son dos realidades en cierto sentido distintas y, sin embargo, idénticas. No es posible pensar la primera en ausencia de la segunda, aunque tal vez sí al revés. Como este cadáver, de una araña que ya no es una araña, del mismo modo habrá un día en que mi cuerpo ya no sea yo. Los restos de mi cuerpo. Restos inertes, inanimados. Sin vida. Sin ánima. Sin mí.La pregunta, entonces, la que queda sin respuesta, es qué es exactamente esto que cada uno de nosotros ha aprendido a identificar con la palabra "yo". Es curioso esto de ser y no tener, al mismo tiempo, una idea acabada de qué cosa uno está siendo.
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Germán A. Serain
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domingo, febrero 02, 2025
Sueño 250201
¿En dónde vemos las cosas que vemos durante los sueños? Si tenemos los ojos cerrados, ¿cómo es posible que veamos?
No estoy seguro de dónde estaba, ni qué estaba haciendo exactamente. Sé que había intentado abrir torpemente una caja con tornillos, arandelas y otras chucherías de ferretería y que un montón de tachuelas se habían desparramado por el piso. Me di cuenta de que la persona que estaba conmigo, un viejo amigo de la infancia, de quien hacía un tiempo me había distanciado, estaba descalzo. Le advertí que tuviese cuidado y me apresuré a recoger todo, para que no pudiera lastimarse. Lo hice de manera automática, sin pensarlo, y recién luego comprendí que ese gesto tenía algo de reconciliatorio. Presentí que del otro lado había una disposición similar. Percibí su sorpresa, su conformidad, su agradecimiento. Sin embargo, esto duró poco. Ese que había sido mi amigo, para después alejarse; ese que acababa de mostrar alguna señal de beneplácito ante la proximidad del fin de un conflicto, comenzó a revolver unas cajas que encontró a mano, con una evidente actitud despectiva. Le pedí que fuese cuidadoso, que esas cosas eran mías. Cuando arrojó a un costado, sin precaución ninguna, una herramienta que había tomado, que estuvo a punto de impactar contra unos equipos de trabajo, me sacó de mis casillas. Me levanté de manera ruda, lo levanté como si fuese un muñeco, medio de los pelos, con bastante fuerza, y lo arrastré hasta arrojarlo fuera de la casa.
Aquella no era mi casa. Me di cuenta al salir. Aunque sí era el lugar correcto, en el cual me correspondía estar. Me recibió un día soleado. Por entre los pilares en los que se asentaba la construcción alcancé a ver un agua clara. Trepé por una suerte de escalera formada por unas lajas, descalzo como estaba, para poder ver mejor el lugar. Era un lago de aguas limpias, que reflejaban el cielo y el verde de la vegetación. Me arrojé sin dudarlo y de inmediato pude verme a mí mismo, nadando. Vi mi propio rostro, mis ojos abiertos debajo del agua verdosa, tranquilo, en absoluta calma. Tuve la sensación de ya haber estado anteriormente en aquel mismo espacio. Volví a verme, entonces, debajo del agua, desde fuera de mí mismo.
Eventualmente supe que estaba soñando y todas las imágenes se retiraron velozmente. De pronto ganaron espacio el silencio y la oscuridad de la noche. Comprendí que estaba acostado en mi cama. Que muy cerca, apenas a unos centímetros de mi cuerpo, dormía mi mujer. Delante de mis ojos vi la pared. Una pared oscura, interminable, que se extendía en medio de la noche. Una tenue luz me permía distinguir sus grietas blancas... Supe que mis ojos estaban cerrados. Sin embargo, veía la pared con total nitidez. ¿En dónde vemos las cosas que vemos durante los sueños?, me pregunté. Porque evidentemente no las vemos con nuestros ojos. Me quedé pensando un rato en eso. Después llegó otra pregunta: ¿Y adónde están las cosas que vemos en nuestros sueños? Porque yo estaba allí, en mi cama, junto a mi mujer, pero esa pared negra, con sus grietas blancas, estaba en otro lado. Mientras pensaba en esto, las grietas comenzaron a moverse, como si fuesen protagonistas de una animación extraordinaria. Pude ver cómo empezaban a formar recuadros con inscripciones, que de pronto evolucionaban con gran rapidez frente a mis ojos, cerrados. Me pregunté qué dirían todas aquellas palabras, elusivas, enigmáticas, escritas de hecho en alguna parte, indescifrables para mí, que no alcanzaba a leerlas, pero convencido de que guardaban historias antiguas, viejas preguntas, todo tipo de insospechados secretos y revelaciones.
Tarde o temprano debo haber despertado del todo, o quizás me haya vuelto a dormir, para sumirme en algún otro sueño que ya no recuerdo. Subsisten, sin embargo, ahora a plena luz del día, las preguntas y los misterios. ¿Adónde está esa pared? ¿Qué dicen todas aquellas palabras?
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Germán A. Serain
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