miércoles, octubre 23, 2024

Sueño 241023

Anoche soñé que caminaba por calles imposibles. Primero transitaba por un puente que se iba deshaciendo bajo el peso de quienes habían intentado cruzarlo a lo largo de los años y los siglos. Más tarde, por las calles de un oeste que a un mismo tiempo reconocía pero también me resultaba ajeno. Brillaba el sol y yo llevaba una silla pequeña, como esas que se usan en los jardines de infantes. Iba escuchando música y también tenía un libro en la mano. Buscaba una plaza, un lugar tranquilo, con un poco de verde, para sentarme al sol a leer. Me pareció ver un solar apropiado, dando vuelta una esquina. Unos chicos jugaban a la pelota. Unos jubilados los miraban jugar, sentados a unos cuantos metros. De repente pensé: "Hoy cumplo 58 años. El tiempo es para mí un recurso cada vez más escaso. ¿Quiero de veras usarlo para leer este libro sentado al sol en una calle cualquiera?" Me respondí a mí mismo que sí. Que ese era un buen modo de transitar el escaso tiempo que tenía por delante. Y me sentí en paz conmigo mismo. 

Al rato desperté, justo en la mañana en que cumplo 58 años. Sentí el calor del sol, que en realidad era el cuerpo de mi compañera contra mi cuerpo. Me di cuenta de que seguía en paz, como en mi sueño. Por alguna razón me vino a la mente la obra de Ricardo Talesnik "La fiaca". Supongo que también podría haber sido "Bartleby, el escribiente", por simple derivación de ideas. En el momento de acomodar mi almohada me pregunté cuál sería el mejor modo de disfrutar de ese recurso cada vez más escaso, para mí y para todos, lo sepamos o no, que es el tiempo. Y me puse a escribir estas líneas, antes de quedarme dormido de nuevo.


domingo, octubre 06, 2024

Sueño 241004

Soñé que estaba en una reunión en la que se presentaba el último álbum de Charly García, "La lógica del escorpión". Será porque también yo soy de escorpio, pues nací el mismo 23 de octubre en que García cumplía años, aunque no entiendo ni creo en cuestiones del horóscopo. O será porque todos hablaron hasta el hartazgo de ese lanzamiento, algo por cierto inesperado en la era del streaming. Lo cierto es que en aquella reunión había bastante gente y yo no reconocía a nadie, excepto al propio García, que andaba por ahí con una actitud llamativamente tímida, casi sin hablar con nadie. La música no me interesó demasiado; no me llamó la atención, al menos. Pero sí me sorprendió lo bien que se veía él: delgado y rejuvenecido, mezcla del adolescente que había sido y el adulto entero que podría haber llegado a ser. Pensé en decírselo, pero también pensé que sería una falta de tacto de mi parte: no está bien opinar sobre el aspecto de los demás. No recuerdo cómo fue que llegué más tarde a hablar con aquel sacerdote. No sé de dónde salió, ni si seguíamos allí, en la presentación del disco, o si estábamos ya en otra parte. Lo que sí recuerdo es que este sacerdote me instaba, me decía que era necesario creer. Y yo le respondía que lo había intentado algunas veces, pero que no lo había conseguido. Y le cuestionaba si acaso era posible: si creer era una cuestión de voluntad, si uno podía elegir el tener o no tener fe. No hubo una respuesta clara. O tal vez no hubo ninguna respuesta en absoluto.

domingo, septiembre 29, 2024

Nadas

No deja de ser curioso:
nos consideramos tan importantes,
defendemos con una pasión tan poética y salvaje
nuestras ideas, nuestras creencias, nuestros gustos,
nuestro honor, nuestra moral, nuestros discursos,
como si todo eso fuese algo más que fugacidad vana.
No habrá al cabo de un tiempo poesía, ni afanes,
ni dioses que nos salven del olvido;
no hay Einstein, ni Mozart, ni Shakespeare,
ni ancestros, ni padres, ni amores,
ni nada que no esté condenado a perderse.
Todo se extingue y no somos más que un paso
detrás de otro paso y otro más,
en una breve marcha hacia el vacío;
y sin embargo
el universo no tendría ningún sentido de no ser por nosotros,
miserables mortales que atestiguamos su existencia.
Pero habrá que pensar entonces
si acaso ese detalle tendrá alguna importancia.
Qué puede importarle al fin y al cabo al universo
que alguien lo piense o deje de pensarlo.

lunes, agosto 19, 2024

Día del niño

Ya no soy un niño
Hace rato dejé de serlo
Ya no están mis abuelos
Ya partió también mi padre
Yo mismo soy padre de una mujer
Y estoy en edad de ser abuelo
Sin embargo...
Sigo cargando antiguos miedos
No me gusta irme a dormir solo
Necesito cada tanto una caricia
Compartir un alfajor de chocolate
Que me hagan reír con cosquillas
Dormirme arrullado con una canción
No tener que preocuparme por el dinero
Ni por el fatal paso del tiempo
Y cuando me gana la tristeza
Que alguien me diga que todo va a estar bien
Ahora me observo en una foto antigua
Me atrapa la mirada de ese rostro inocente
Sé que fui yo, pero me cuesta reconocerme
Me temo que algo se rompió en el camino
Ya no soy un niño
Pero extraño ser el niño que una vez fui

domingo, agosto 18, 2024

Roto

Estoy roto. A veces
dos palabras bastan para decir las cosas.

No, destruido no.
Pero sí definitivamente roto, averiado,
estropeado, perdido, desesperanzado,
extraviado, alienado, quebrado,
confundido, petrificado.

Sí, también asustado.
Sobre todo eso, supongo. 

Tengo miedo de no poder.
Del deteriorio que conlleva el tiempo.
Me asusta la soledad, el irme a dormir solo,
pero también, después, la hora de despertar
y tener que enfrentarme conmigo, de nuevo.

Tengo miedo de tener miedo y no poder decirlo.
Miedo de mostrar lo frágil que soy.
Miedo de mirarme en un espejo.
Miedo de ser rechazado.

Mientras no me mueva, todo va a estar bien.
Por eso me quedo aquí, encerrado, bajo las sábanas.
Si me moviese podría sobrevenir un desastre.

Mientras nadie sepa lo roto que estoy
estaré más o menos seguro.
Voy a pasar desapercibido.

sábado, agosto 17, 2024

Hoy he regresado a casa

Hoy he regresado a casa.
Me observan, curiosas, las plantas,
acostumbradas a mis periódicas visitas de riego.
Me contemplan en silencio
las bolsas llenas de ropa,
las pilas de papeles,
los paquetes que ya nada esperan.
Quizás se preguntan por qué
esta vez, en lugar de encender las luces,
o correr las cortinas para que se sepa
que afuera ya ha comenzado el día,
me limito a cerrar la puerta, me quito el calzado
y me dejo caer sobre la cama tendida,
sin ocuparme siquiera de hacer a un lado las cosas
que sobre ella descansan, obedientes,
desde la última vez que estuve aquí.
Que sigan en su lugar, no quiero molestarlas.
No quiero ocasionar más molestias a nadie.

Hoy he regresado a casa, decía.
Aunque no sea más que eso:
apenas una manera de decir,
pues hace rato me he convertido en nómada,
alguien que va y viene sin lograr echar raíces,
sin conseguir hallarse, ni hallar
un lugar seguro al que pueda llamar hogar,
y qué será eso, acaso no un adónde,
sino alguien que espere tu regreso con alegría.
Pero aquí no hay nadie,
excepto estas plantas,
estas bolsas con ropa,
estas pilas de papeles
y estos montones de cosas que
algún día alguien deberá revisar
para decidir si tirarlas o no a la basura,
si regalarlas, si venderlas, si quemarlas,
o si conservar algunas para sostener durante un tiempo
la memoria del que yo haya sido.
Aunque es sabido que toda memoria está condenada,
más temprano que tarde, a su disolución definitiva.
Qué pasará entonces con todas estas palabras
que escribo, acaso, para intentar en vano
–lo vislumbro en este momento–
fijar un instante en el infinito devenir del tiempo.

Hoy he regresado a casa.
A este lugar al que bien podría llamar mi casa,
aunque en rigor de verdad no lo sea,
y vaya uno a saber exactamente qué lo sería.
He vuelto, aunque no tengo idea de cuánto me quedaré,
no me pregunten nada, plantas, papeles, ropa, cortinas,
regálenme al menos un manto de piadoso silencio.
Más tarde saldré al balcón para observar,
tal como otras veces lo he hecho,
cómo cae el sol en el horizonte.
Cómo cae una vez más, convirtiendo el día en noche,
agotando el cuentagotas fatal del porvenir,
y entonces tal vez sí dejaré que suene
una melodía de Bach, o una de Mozart,
o un agónico lamento de Coltrane,
un baile en el cielo del lado oscuro de la luna, 
como un latido que marque la marcha inevitable
mientras contemplo el gran misterio del mundo.

Me ne vación

Ya sé que mi cabeza no funciona bien.
Aunque en lo que acabo de escribir hay dos errores:
Porque no se trata solo de mi cabeza
sino de esa jodida conjunción de mente y alma,
por más que nadie tenga en claro esto último qué sea.
Y no es tanto que no funcione bien, como que
no se termina de acomodar al promedio.
O a lo que razonablemente podría esperarse.
O al menos a lo que hubiesen esperado
quienes buenamente se interesaron alguna vez en mí.
Y si no se terminara de entender esto del mal funcionamiento,
debería bastar la lectura de las cosas que escribo.

Qué es lo que no funciona bien.
Vamos, que para empezar no tengo idea
de qué sería funcionar bien, o por ende mal.
No sé si haya algo como un parámetro comparativo.
Qué sé yo cómo piensa o siente cualquier otro ser en el mundo
si nunca estuve ni podré estar, como se dice, en sus zapatos.
No puedo ver el mundo más que desde los ojos de mí mismo.
Esto me duele: no poder sino intentar adivinar
cómo ve ella las cosas, cómo me ve a mí,
qué es lo que siente, o lo que piensa,
cómo soy para sus ojos, por qué ahora me sonríe,
por qué ahora se va dejando un portazo detrás de sí.

No sé dimensionar las cosas, ese es mi problema.
Pierdo la perspectiva y el sentido de lo que me rodea.
Lo que para otros resulta claro y evidente
para mi se convierte en un intrincado dilema.
Mi problema es que no logro sentir lo que sucede
en su adecuada proporción y medida.
Y no consigo comunicarme como debiera.
Ni confiar un poco más en mí.
Ni hacer lo correcto en el lugar y el momento precisos.
Ni tampoco, ni tampoco, ni tampoco, ni tampoco.
Mi problema es que no puedo parar de pensar,
pero estos pensamientos no me llevan a ninguna parte.

"Pedazo de pelotudo", dijo recién una voz en mi cabeza.
Juro que así fue: cerré los ojos un momento,
porque el sueño siempre disipa los malestares del alma
(no siempre: hubo un tiempo en que me daba miedo dormirme
pues no sabía qué pesadillas me esperaban del otro lado)

y una voz en mi cabeza dijo eso.
Vení, decímelo de frente, si sos guapo.
O mostrame por lo menos un ser humano que no lo sea.
No soy peor que tantos miles y millones que también
pasaron por la vida creyendo, quizás, ser mejores.
O peores, andá a saber. No soy yo el único averiado.
Es más bien como si todos fuésemos sordos, ciegos, mudos.

Volví a quedarme dormido.
Me despertó un ruido, que pareció venir de la puerta.
Por un segundo creí que era ella.
("Creí que eras vos", estuve a punto de escribir, como un idiota).
Pero no, quizás alguien que pasó por ahí.
O un pájaro que voló cerca.
O quizás otra vez mi imaginación. Andá a saber.
Me levanto, para que no suceda de nuevo,
y escribo, otra vez, palabras, como tantas otras
que han sido dichas, susurradas, gritadas, vomitadas
y tantas otras más que nacieron calladas.
Pero no llegan a decir. Nunca alcanzan para

Mientras tanto, la vida pasa, la vida sigue,
la vida se va extinguiendo, sin demasiadas explicaciones.
Acaso, en realidad, ninguna.
Apenas un par de intuiciones, de vez en cuando,
que casi siempre son además contradictorias.
Me pregunto cuáles serán las dos o tres cosas importantes
que uno debería o hubiese debido hacer
para justificar en serio su presencia en el mundo.
Me pregunto ahora qué habrá sido
de la vida de algunas personas de mi infancia.
En dónde estarán ahora quienes ya no están en ninguna parte.
Donde estaré yo dentro de un mes, de un año, diez, mil.

Habrá alguien que haya logrado ser auténticamente feliz.
Yo lo fui alguna vez, durante un rato, algunas veces.
No tan pocas como para lamentarme,
ni tantas como hubiese debido.
Y ojalá alguna vez haya logrado hacer sonreír a quienes amé.
Lo demás es un abismo.
El abismo de mi cabeza, que no funciona bien.
Pero creo que eso ya lo he dicho.
Me ne vado. Vale decir: me evado.
Que no quiere decir eso, pero sí.
Excepto que no hay ningún lugar adónde irse.

miércoles, agosto 14, 2024

Despertar de los sueños 240812/10

Techos altísimos, muros desiertos, una escalera que se intuye interminable... Me sucede con ciertos sueños que despierto en el momento más inadecuado. Y después quiero volver a dormir, y a soñar, para saber cómo continuaba aquello; pero muy rara vez lo logro. En esos casos el sueño sigue dando vueltas, empecinadamente, durante días, en mi mente (a veces también en otros lados, según lo que haya soñado). Pero jamás logro avanzar más allá del punto preciso del despertar. 

Me habían invitado a un concierto. Al llegar, en el hall de acceso del lugar me recibe un joven, cuya función parece estar a medio camino entre un agente de seguridad y uno de prensa. Se muestra amable y me indica que suba a la sala, que queda en el piso quince del edificio. Que allí me recibirá una compañera suya. Que la reconoceré por la etiqueta en su uniforme. La arquitectura es magnífica, opulenta, como un palacio de principios de siglo XX. El joven de prensa o de seguridad me indica con un gesto el ascensor, cuyas puertas se abren en ese preciso momento. Se trata de un ascensor espacioso, acorde a la magnificencia del edificio, con rejas exteriores y decoraciones barrocas llenas de dorados, pero está colmado de gente. Un par de personas me hacen un lugar, logro acomodarme y enseguida comenzamos a subir. Una mujer pide permiso para pasar. Tardo un poco en comprender que hay otra puerta, en el otro extremo del ascensor. Le digo que también yo voy a bajar, pero igual se pone delante, como si no me hubiese escuchado. Al llegar al piso quince, el ascensor se detiene, pero la puerta que se abre, a mis espaldas, es la misma por la cual ingresé. Le aviso a la mujer: "La puerta para bajar al final está de este lado", pero no me hace caso. Noto que los ocupantes del ascensor han abierto frente a mí una especie de pasillo, como invitándome a que avance. Todo sucede con mucha lentitud. Veo el espacio que se extiende más allá de la puerta del ascensor. Voy hacia allí. En cuanto salgo, escucho que detrás de mí la otra puerta, esa que sin haber dicho palabra ha escogido la mujer, también se abre. Es en ese momento cuando temo haber tomado una decisión apresurada. Apresurada e incorrecta. Entiendo que aquella mujer acaso ha acertado y que, en mi decisión de bajar del ascensor por la primera puerta, yo he cometido un error. ¿Acaso un grave error? La acción está como congelada y en realidad tendría tiempo para regresar sobre mis pasos, volver al ascensor, cruzar otra vez el pasillo abierto entre la gente y salir de nuevo, esta vez por el acceso del lado contrario; pero no atino a hacerlo. Finalmente, el ascensor cierra sus puertas y desaparece, continuando su marcha hacia pisos superiores. De este lado, del lado en el cual he quedado varado, no hay nada. Solamente una escalera descendente, que gira hacia un recodo, y que adivino interminable. Intuyo que no tiene sentido esperar por otro ascensor. Que por alguna razón no habrá ningún otro: el que me tocaba a mí ya ha partido. Pero no me atrevo a aventurarme en el giro de la escalera, en el misterio de sus peldaños, que adivino que no conducen a ninguna parte. En ese momento me despierto, pero no logro sacar de mi cabeza ese misterio, esa imagen, esa sensación de estar extraviado en un espacio sin salidas ni sentido.


Otro sueño. Y otro despertar repentino, que también lo deja inconcluso. Estoy en lo que parece ser el patio de un colegio. Hay mesas con bebidas y cosas para comer. Y hay un espectáculo que se ofrece para los presentes. Comienza a sonar música y un tenor, Cristian Taleb, se dispone a cantar. Reconozco las notas que preanuncian el tema principal de la película Aladino. Junto a él hay una jovencita, intuyo que una estudiante de algún curso superior, pero sé que ella no va a cantar. Me apena que nadie cante las líneas de la canción que corresponden a la voz femenina. Me distraigo mirando por los ventanales que ocupan todo una de los laterales del salón. Es de noche. Curiosamente, aunque estamos a nivel de la calle, veo los edificios, allá afuera, como si estuviésemos en un mirador elevado. Los bloques de acero y cristal son imponentes. Modernos y enormes edificios vidriados, con luces que se encienden y se apagan en su interior. Tengo una curiosa sensación: por un lado imagino que detrás de cada una de esas luces hay una historia, una persona trabajando, estudiando, haciendo algo... Pero al mismo tiempo tengo la idea de que esas luces se encienden y apagan con una voluntad propia. Ahora mismo, en aquel enorme edificio que está enfrente, todo un enorme conjunto de ventanas enciendan y apagan con una sincronía perfecta, ofreciendo un fascinante espectáculo. De pronto veo unos enormes chispazos en la base de uno de esos edificios. Digo en voz alta, no sé a quién, mientras señalo: "Ahí. Un cortocircuito. Vamos a tener un apagón".

Apenas terminó de resonar esta última palabra, todo se apagó. En una resolución dramáticamente teatral, todo fue de repente oscuridad y silencio, y mis ojos abiertos, en medio de la noche, acostado en la cama, como si mi propio sueño hubiese dependido de aquella energía que acababa de interrumpirse de repente del otro lado, en el marco de aquellas imaginaciones, en el mundo de lo onírico.

miércoles, agosto 07, 2024

Me voy quedando

Estuve pensando mucho en el Cuchi Leguizamón, y en particular en una anécdota que él contaba en relación a una zamba, que tituló Me voy quedando. Contaba el Cuchi que cuando escribió aquella zamba, cuyo título completo fue Me voy quedando ciego, lo hizo porque había comenzado a perder la vista, afectado por unas cataratas que más tarde, después de una operación exitosa, pasarían a la historia como un episodio menor. Más tarde el Cuchi recuperó su vista y siguió viendo y viviendo como si nada hubiese sucedido. Pero quedó la zamba, y la anécdota que el Cuchi contaba a su respecto. Lo que solía contar el Cuchi era que aquella zamba había nacido como una zamba triste. Porque ante la angustia de una eventual ceguera, él había querido depositar allí su pena, en la zamba, y que fuese la zamba la que anduviese triste por el mundo, y no él.

Hermosa metáfora en relación al sentido del arte. Pero lo cierto es que al parecer también yo me voy quedando. Todos nos vamos quedando, en cierto sentido, pero en este caso me refiero a la vista; y ya sé que no llegará el punto de la ceguera, pues en caso de ser necesario me operaré también yo antes, como lo hizo el Cuchi. Pero habiendo ido al oculista, por las razones ya explicitadas, hoy me vine a dar cuenta de que siempre el chequeo de cuáles serán los anteojos más adecuados para el paciente de turno se hace frente a un cartel lleno de letras, como si en la escritura estuviese el secreto de todo lo que hay que ver en esta vida. Me pregunto, simplemente, y ese es el sentido de estas líneas, por qué no se hará ese famoso chequeo contemplando el paciente una flor, un cielo estrellado, un ocaso, o la belleza de la mujer amada. Sé que hay una respuesta razonable para esta pregunta. Pero no quiero perder de vista la verdad que también aparece, acaso algo velada, en el trasfondo de estos dos párrafos.

Escribir, para qué.

- Un escritor tiene que escribir.
- Un escritor tiene que ser leído, cariño.

Leo este diálogo en las redes, tomado al parecer de una película, y de inmediato tiendo a tomar posición. Mejor dicho: a revisar cuál podría llegar a ser mi posición al respecto. Como siempre, descubro que tiende a estar dividida. Que supongo que todo depende de quién escriba pero, sobre todo, de qué sea lo que se escribe. Pienso, para comenzar, que no es posible ser leído sin antes haber escrito. Punto a favor de la primera posición. Pero si nadie lee, no hay quien pueda atestiguar; es el árbol que cae en medio de un bosque desierto, incapaz de producir un ruido que sea escuchado por alguien. El tema del testimonio es siempre crucial. Punto a favor de quien retruca.

Pero no es lo mismo escribir una novela, un artículo, una reseña, un cuento, un poema. Hay escritos que requieren necesariamente de un otro que sea lector. A veces es por una cuestión narcisística, la necesidad de contar con un espejo que refleje algo de lo que somos, que devuelva de algún modo el sentido de lo que se ha intentado expresar. En otras ocasiones hay un destinatario, incluso cuando el propio autor acaso lo desconozca. Pero otras veces se escribe por simple pulsión, por placer, para exorcisar demonios, para encontrar resonancias, para terminar de comprender una idea, para sentir que se ha creado algo digno de ser leído, incluso cuando solamente el propio escritor llegue a hacerlo. 

En estos casos, el escritor se disocia: es quien crea, por una parte, y por la otra es quien lee. Las dos posiciones resultan entonces válidas. El escritor escribe y se lee. Y en ambas acciones suceden cosas. Aunque para que esto sea cierto el lector-de-aquello-que-él-mismo-ha-escrito debe ser un lector de verdad, comprometido, detallista, crítico, sagaz. Esto es lo que suele fallar en la mayoría de los casos.

domingo, agosto 04, 2024

Un título, para seguir pensando (mientras tanto)


Es probable que haya poemas que merezcan ser recordados por un verso en particular, o películas cuyo arte más profundo esté concentrado en un diálogo puntual, en una escena, en unos pocos fotogramas irrepetibles, del mismo modo en que una sinfonía puede concentrar su identidad en apenas cuatro notas iniciales, o un cuadro centrarse en la enigmática sonrisa con la que fue retratada la modelo. Por supuesto, ni La Gioconda de Leonardo es solamente una sonrisa, ni la Quinta Sinfonía de Beethoven se resuelve en aquel ta-ta-ta-táaan en el cual, según lo sugiriera el propio compositor, puede escucharse el llamado del destino golpeando a la puerta. 

Todo lo dicho viene a cuento de una película de Krysztof Zanussi, estrenada en el año 2000, que probablemente no hubiese merecido esta mención de no haber sido por su título, de una potencia tan inusitada que no importa que la película acaso no le termine de hacer justicia, porque ese solo elemento es suficiente para que merezca ser recordada y tenida en cuenta: "La vida como una enfermedad mortal contagiada por vía sexual".

El film, que comienza con un episodio de la vida de San Bernardo de Claraval (1090-1153), narra los últimos días de un médico vencido por el cáncer y sus reflexiones en relación al sentido de la vida, de la muerte y la especulación sobre una eventual trascendencia. En paralelo vemos el desarrollo de la relación de dos jóvenes que acompañan al protagonista en sus últimas horas. La película podría haber tenido cualquier otro título. Y haber sido una película más, entre tantas. Pero su título la pone en un lugar irrepetible.

Leamos, otra vez: La vida como una enfermedad mortal contagiada por vía sexual. Nacer nos condena a la vida, al mismo tiempo que nos condena a la muerte. Sin vida, la muerte no existiría. La cópula, eje de tantos desvelos, de tantos conflictos, de tantas censuras, de tantas represiones morales, de tantas fantasías, de tantos desvelos, de tantos malentendidos, vinculada tan de cerca con el amor, con los desamores, con el HIV, la sífilis y otros males, con la persecución de ese instante de éxtasis llamado orgasmo, la petit morte, como le dicen en Francia, la pequeña muerte que nos lleva a olvidar por un momento nuestra mortalidad. Una pequeña muerte. O un breve instante de inmortalidad, que no es otra cosa que el pasajero olvido de nuestra limitada condición humana, que eventualmente deriva a veces en un nacimiento. Vale decir, en la futura muerte de un otro que vivirá a partir de ese inasible momento que le conseguimos sustraer a la inmortalidad.

martes, julio 30, 2024

"A la mañana siguiente, yo desperté y él no lo hizo".

Es curioso, porque recuerdo haber leído apenas un verso de este poema alguna vez, en alguna parte. Tal vez haya sido durante algún viaje en tren, o en colectivo, mirando por encima del hombro de alguien. O tal vez sólo crea recordarlo. Lo cierto es que aquel verso decía: "A la mañana siguiente, yo desperté y él no lo hizo". Por alguna razón ese verso me impactó y, en lugar de seguir intentando leer a hurtadillas el resto, para ver de qué se trataba, me quedé con eso y comencé a imaginar posibilidades. ¿Se trataba acaso de un verso luctuoso, emanado del doliente que sobrevive de dos en una pareja? ¿O se trataba, por el contrario, de un verso de regocijo, enunciado por quien disfruta del resultado de un acto de venganza que ha llevado a la muerte del enemigo? Es cierto que también podría haber sido algo dicho por quien logró sobrellevar mejor una resaca feroz luego de alguna noche de juerga, pero esto lo estoy pensando ahora. Pero en aquel momento solo se me ocurrieron las dos primeras posibilidades que he referido, claramente contrapuestas, ciertamente finales. El sentido del no despertar fue para mí claro, en cuanto a lo definitivo. El contexto sin dudas es fundamental para la comprensión, y su ausencia abre las puertas de innumerables posibilidades. Para el desarrollo de la fantasía, pero también para el error y el malentendido.

Mucho tiempo después volví a encontrarme con el poema en cuestión. Esta vez fue en las redes sociales y al principio me costó reconocerlo, porque precisamente aquel verso que yo recordaba había sido mal traducido. Ahí me enteré de que se trataba de un poema de Philip Larkin (1922-1985), un escritor y crítico de jazz británico, y que el título de aquel escrito era The Mowler (La podadora). Y por supuesto, todo esto me llevó a leer el poema entero. Que es precioso, pero además pone de relieve la ya referida importancia del contexto. Me pregunto qué otros poemas, qué otras historias, podrían haberse escrito a partir de ese único verso, en contextos diferentes. Quedará la pregunta abierta.

La podadora

La podadora se atascó, dos veces; al arrodillarme, hallé
un puercoespín enganchado entre las aspas,
muerto. Sucedió en los pastos altos.

Lo había visto antes; incluso, una vez, lo había alimentado.
Ahora había destrozado su discreto mundo
irreparablemente. Enterrarlo no ayudó:

A la mañana siguiente, yo desperté y él no lo hizo.
El primer día después de una muerte, la nueva ausencia
es siempre lo mismo; debemos ser cuidadosos

Unos con otros, debemos tratarnos bien
mientras todavía haya tiempo.

Sueño 240730

Iba manejando por la autopista cuando caí en la cuenta de que yo era el único que iba en el sentido correcto. Por supuesto, consideré la posibilidad de haberme equivocado, pero recordaba perfectamente cuál había sido la subida que había tomado y tenía la seguridad de que había sido la correcta. Pensé cuánto más sencillo sería estar con la motocicleta en esa circunstancia, en vez del automóvil. Entonces me encuentro con el casco en la mano, pero no atino a frenar para colocármelo; solo consigo bajar la velocidad y con mucho cuidado, sin sostener el manillar, logro que la moto permanezca en pie y siga su rumbo. Finalmente puedo ponerme el casco, aunque no abrocharlo. Siento mucho calor; también un poco de frío. Entro en algo que parece una rotonda; me equivoco y me veo obligado a dar marcha atrás, hasta que con bastante esfuerzo logro retomar el camino correcto. No controlo bien el radio de giro del vehículo, que en algún momento ha vuelto a ser un auto. Consigo llegar hasta el taller donde repararán mi coche, un Fiat 600 (jamás tuve uno), pero ha sido modificado y resulta que esa carrocería ya no se consigue. "Aunque puede que sí, nosotros lo arreglamos". "Fijate este golpe de acá adelante también, por favor". "Eso es cosa de nada", responde el mecánico y le ordena a su ayudante que vaya pidiendo turno para cambiar también los frenos. "Así te lo llevás completo", dice; y yo me pregunto cómo voy a hacer para pagar todo, pero no digo nada. Salgo de allí, ahora caminando, por supuesto. Me fijo en la hora: son las 20:20. A las ocho tenía que estar tomando examen en la facultad, me doy cuenta ahora. Hago cálculos rápidos. No hay modo de llegar antes de las ocho y cuarenta y cinco, por lo menos, y no tengo manera de avisar a nadie. No tiene sentido: cuando llegue ya todos se habrán ido. Me siento un idiota. Más tarde le reprocharé a alguien que no me haya hecho notar que mi reloj estaba mal, cosa evidente si consideraba que a las 20:20 ya debía ser de noche, y cuando yo vi aquella hora aun era pleno día. Pero eso sucederá más tarde, luego de haber estado en la casa de vaya dios a saber quién, en una reunión llena de gente extraña. De eso solo recuerdo que yo sabía que debía hacer tiempo, porque al final era muy temprano. Sin embargo, después de un rato, cuando recordé preguntar la hora, resulta que ya se me estaba haciendo tarde de nuevo. Iba a tener que apurarme, si quería llegar. Pero por más que le insistía a mi mamá y a mi hija, diciéndoles que ya debía irme, ellas me decían que sí, que sí, que claro, mientras seguían con sus cosas. Al salir a la calle volví a dudar de si el tiempo realmente me alcanzaría para llegar a mi clase. Miré mi celular, porque mi reloj había quedado en el taller, pero resulta que la pantalla marcaba cualquier hora. En ese momento me di cuenta de que no tenía la menor idea de adónde estaba, ni qué colectivo podía tomar para regresar a algún sitio conocido, así que me puse a caminar sin rumbo. Eventualmente debo haberme quedado dormido.

lunes, julio 29, 2024

Acaso haya una verdad por cada sabio

He cometido muchos errores
a lo largo de los años, por supuesto
que he cometido muchos errores,
como cualquiera que haya sido arrojado
al camino de la vida sin un manual de uso,
sin un libro de instrucciones
o peor: con un sinfín de pretendidos sabiondos
señalando a coro aquello que debe hacerse
y todo lo que definitivamente no,
sin jamás ponerse de acuerdo entre ellos,
cada quien con un consejo que desmiente el ajeno. 

Por supuesto que me he equivocado.
Mucho más que otros, más lúcidos, más perspicaces,
pero también menos que otros tantos.
He cometido mis crímenes, pero no he matado a nadie.
Y he sido víctima, también. Como todos.
Me han hablado de dios, ese que es uno y verdadero.
Pero me han dicho que es Jesús, que es Jehová, que es Allah,
que es Vishnú, Shivá, Aten, Zeus, Plutón, Alfa y Omega.
Acaso haya un dios y una verdad por cada sabio.
Una por cada crápula; una por cada ignorante.
Una por cada desquiciado. 

En cualquier caso
sé que he cometido errores,
muchos, innumerables, todos ellos inocentes,
y pido perdón por cada uno de ellos
en este acto, pido perdón, humildemente,
aunque no sirva de nada.
Aunque tal vez sí sirva de algo,
después de todo; porque es más fácil andar
sin las piedras que cargaban los bolsillos,
descartadas a un costado del camino
en ese gesto que nos reconcilia.

Sueño 240728

Recién presté atención al lugar en el cual estaba cuando acomodaron a alguien en la cama que se encontraba enfrente. Me fijé en ese alguien. Era un adolescente, apenas más que un niño, aunque también podría haber sido una chica. Me llamó la atención su rostro. Más allá de su androginia había algo en ese rostro que no estaba bien, quizás cierta deformidad, o su nariz amoretonada, o quizás una expresión que se ubicaba entre el miedo y la necesidad. Me miró, con timidez pero también con insistencia. Le sostuve la mirada un instante y moví levemente mi mano, esbozando apenas un saludo, pero fue suficiente para que sonriera con algarabía. ¿Cómo había llegado yo hasta ese lugar? A mi lado estaba mi hija, en la misma cama que yo. Y había también alguien más; una madre, probablemente. ¿La de mi hija, acaso? ¿La mía propia? Hago un esfuerzo por recordar los pormenores previos a esta escena. Había una calle, yo iba hacia alguna parte. Quizás estaba por tomar un colectivo. De repente, aunque no sé qué sucedió primero, escuché que alguien me llamaba y noté que en mis manos tenía un bolso que no era el mío. El que llevaba, blanco con un estampado de grises, era de mi hija. Yo había olvidado dárselo, y ella había omitido tomarlo. Pero ¿adónde ha quedado entonces mi mochila, con mis cosas? Me preocupo. Tengo allí dentro mi lector de libros electrónicos, probablemente también mis llaves, y además... 

"¡Germán!" Alguien me llama, y yo escucho ese llamado claramente, aunque tengo mis auriculares colocados. Es más: escucho esa voz como si saliese desde los auriculares mismos. O tal vez desde dentro de mi cabeza. Me doy vuelta, pero vuelvo a estar en aquella cama, y al mismo tiempo cerca de una ronda formada por un montón de chicos. Entiendo que todos tienen algún problema. No podría decir que sean inquietantes, pero hay algo en ellos que no funciona bien. Hacia mi derecha, por ejemplo, hay una chiquilla que juega con unas figuras de cartón, pero tiene miedo de abrir la puerta del armario que tiene frente suyo. Es lógico. Todos alguna vez tuvimos miedo de lo que pudiese ocultarse detrás de una puerta o dentro de un guardarropas durante la noche. Aunque de vez en cuando también jugáramos a escondernos allí dentro. Un poco más allá, otra niña, más pequeña, se esconde adentro de una caja, adentro de la cual apenas cabe. Una de las caras de esa caja es una red, a través de la cual espía lo que sucede afuera. Más allá, otra criatura permanece tapada debajo de una sábana. Se oculta porque tiene miedo, aunque al mismo tiempo parezca lista para asustar a quien se acerque con su improvisado disfraz de fantasma. Varias personas se ocupan de estos niños. Personas adultas... ¿Como yo? ¿Era yo un adulto? ¿Estaba acaso allí por un problema de mi hija? ¿Era en verdad libre de irme de ese lugar cuando yo quisiera, o acaso era esa otra de mis fantasías? Todos los que estabamos allí teníamos un problema. El mío, lo supe en ese instante, era no poder manejar de manera adecuada mi sensibilidad, mi manera de comprender la realidad, de manejar mis ideas y mis sentimientos. No poder distinguir, siquiera, cuándo estoy dormido y cuándo estoy despierto.

jueves, julio 18, 2024

Sueño 240718

Estoy parado en medio de una playa;
Siento la arena bajo mis pies;
O quizás sea un desierto.
No hay nada alrededor;
Nada que me llame a hacer algo.
Sin embargo, me siento angustiado.
Porque, precisamente, no tengo idea
de cuál sea mi propósito aquí,
mi deber ser,
mi responsabilidad,
algo que le dé sentido a mi presencia
en medio de toda esta nada.
De un modo u otro este sueño
se me ha repetido una y mil veces.
Puede ser esta playa, aquel desierto,
o bien una oficina, o un laberinto kafkiano.
Siempre la angustia es la misma.
La ansiedad de no saber qué hacer
     con el vacío,
     con el sinsentido,
     con la incertidumbre.
Pero entonces, justo en el momento en el cual
todo parece comenzar a derrumbarse,
      Despierto.
Confundido, azorado, atribulado,
      Despierto.
En ese instante mi mano roza tu piel,
y percibo el calor de tu presencia,
y de repente todo vuelve a tener sentido.


Al filo de la existencia

Son las nueve y media de la noche. Estoy en la estación de Morón, ferrocarril Sarmiento, Morón descendente, como dicen quienes trabajan allí, lo cual significa que ese tren que se acerca, proveniente desde Castelar, luego seguirá su recorrido rumbo a Haedo, Ramos Mejía, Ciudadela, hasta llegar finalmente a Once, ya dentro de las entrañas de la ciudad de Buenos Aires, aunque yo me habré bajado un poco antes. Y no es que esté pensando en estas cosas mientras espero, pero así es como las cosas son. Así como suceden tantas otras, en este preciso momento, sin que las veamos, sin que tomemos conciencia de ellas: una rata que se arrastra buscando comida, en este mismo momento, un gato que acecha, aquí en Morón o en cualquier otra parte, un bebé que llora, suceden tantas cosas ahora mismo, una botella que cae y se rompe, sin que lo sepamos, se rompe para siempre, en algún lugar del mundo, y hay también alguien que ríe, alguien que reza, alguien que espera, alguien que encuentra. No es que yo esté pensando ahora mismo en todas estas cosas, pero suceden, mientras doy unos pasos al azar sobre el andén, Morón descendente, a unos cuantos metros de la intersección de las vías con la calle Salta, esperando el arribo del tren, que por allí viene, comienza a sonar la señal de alerta, alguien se apura a cruzar, mientras bajan las barreras. Calculo, sin siquiera pensarlo, adónde se detendrán las puertas del último vagón de la formación que se aproxima. Hoy me conviene eso, para quedar en mi estación de destino más cerca de la salida. Otras veces, por el contrario, es el primer vagón el que más conviene. Todo depende de adónde viajemos. Aunque en el fondo siempre prima la incertidumbre: hace algunos años un tren se quedó sin frenos y no pudo detenerse al terminar su recorrido; la mayor parte de las víctimas fatales iban en el primer vagón. Pero en otra ocasión otro tren sin frenos chocó contra una formación que estaba detenida, y ahí quienes llevaron la peor parte fueron quienes estaban en el vagón de cola. La vida es una lotería, supongo. Ahí viene el tren, ya vemos sus luces entrando en la última curva, apenas un par de cuadras, un hombre cruza las vías, con dos bolsas en sus manos, tuerce a último momento su rumbo, se acerca a la punta del andén. Ha visto el tren y sabe que no hará a tiempo de alcanzarlo si intenta rodear la estación para ingresar por la boletería. Sube las bolsas a la altura de sus hombros y las deposita sobre el andén, el tren se acerca, hace fuerza con los brazos para impulsar su cuerpo arriba, adonde lo esperan sus bolsas, el tren toca su bocina, no tiene fuerza suficiente, las luces se acercan, todo parece suceder en cámara lenta, pienso en los metros que me separan de la punta del andén, en la velocidad del tren, en todo lo que puede salir mal, escucho que alguien grita, el tren sigue tocando bocina, ahora de un modo desesperado, las bolsas siguen esperando con paciencia que su dueño logre impulsarse con sus brazos y ponerse a salvo, alguien se acerca para ayudar pero en su titubeo se adivina su temor, un tropiezo, un mal movimiento, y será otro el cuerpo que quede destrozado por la masa de metal que se avecina, y ya está, apenas un par de metros, más gritos, el instante que separa la vida de la muerte, una muerte por demás absurda, carne, sangre, huesos destrozados, y nadie sabe cómo, pero por una diferencia nimia de apenas un par de centímetros ese hombre quedó tendido sobre el andén, librado de una muerte que ya parecía segura. Se paró, tomó sus bolsas y caminó, tambaleándose, por el andén, con una calma que demostraba que no se había percatado, siquiera, de lo que acababa de suceder. Alguien (creo que fui yo) le dijo algo como "pero no podés hacer eso, el tren estuvo a punto de matarte", pero el tipo respondió que no, que él sabía muy bien lo que hacía, que apreciaba mucho su vida y que no iba a arriesgarla así como así, mientras el aliento a alcohol podía escucharse en cada sílaba, arrastrada con esfuerzo. Me quedé pensando en  que ese borracho quizás jamás llegaría a comprender lo cerca que estuvo de desaparecer destrozado por aquel tren, qué espectáculo horrible estuvo a punto de ofrecer a quienes estábamos allí, a metros del cruce de la calle Salta y las vías; pero también en cuántas veces no habremos sido nosotros mismos como ese borracho, totalmente inconscientes de lo que vivimos en algún momento de nuestras torpes existencias, o de lo cerca que estuvimos de procurarnos nuestra propia destrucción, cualquiera que hayan sido las circunstancias, las casualidades o los medios.

martes, junio 25, 2024

Sueño 240625

Nos habían advertido que todo iba a ser una cuestión de tiempo. Como si tal cosa no fuese una verdad invariable, aplicable a cada situación de la vida, siempre. De todos modos habían sido muchas las jornadas de espera en aquel hospital. Demasiadas, quizás. Cuando por fin llegó el momento de irnos —los que quedábamos, se entiende— ella se adelantó para ir a buscar el auto al estacionamiento. Yo me quedé un rato más en la habitación, sorprendentemente vacía, para esperar a mi hija, que llegó al rato, acompañada por su pareja. Es verdad que los personajes y las historias en los sueños a menudo se confunden y entretejen: digo que se trataba de mi hija, y así era, pero en algún momento me pareció estar hablando con mi hermana, que nada tiene que ver en esta historia. Aunque decir 'nada' siempre es arriesgado. La cuestión es que comenzamos a caminar hacia la zona del estacionamiento, para encontrarnos todos allí y regresar juntos. Regresar adónde es otro de los detalles que quedan sumidos en un incierto gris de fondo. Cada quien a sus asuntos, digamos. 

Hablábamos de cualquier cosa cuando dimos vuelta en una esquina, siguiendo la traza del pavimento, y entonces nos dimos cuenta: el estacionamiento era enorme y se extendía más allá de lo que podíamos alcanzar a ver. Como teníamos nuestros teléfonos celulares en la mano, decidimos llamar para coordinar la manera de encontrarnos, por dónde andás, en qué lugar te esperamos, esa clase de mensajes. Pero nadie respondía a los llamados. En otras circunstancias hubiésemos aguardado, con más o menos paciencia. Pero en aquel contexto algo me llevó a comprender de pronto que ya no sería posible concretar ese llamado, aquel encuentro previsto pero repentinamente imposibilitado, por haberse instalado una distancia insalvable, indecible, en aquel estacionamiento infinito, súbitamente parecido a un limbo. Me angustió la idea de un tiempo convertido de golpe en un nunca jamás.

Y entonces la inquietud, la repentina incertidumbre que me llevó a despertar, fue la duda de no saber realmente quién se había extraviado. Si ella al momento de ir a buscar aquel auto, si los que estábamos ahí esperando, por haber cometido la imprudencia de habernos demorado más de la cuenta, o aquel a quien habíamos estado acompañando hasta entonces en aquel hospital, o en algún otro. O acaso todos nosotros, cada uno a su manera. Tampoco supe, o no quise saber, qué significaba exactamente la idea de extraviarse, tan parecida a un vacío, a un adiós definitivo a la vida misma.

domingo, junio 16, 2024

Freud dixit

Pero si Dios fuese bueno y perfecto,
tal como algunos insisten que es,
por qué razón haría sufrir a su creatura
con toda clase de males,
con una infelicidad constante,
con la muerte allí, amenazante

como una disolución fatal
al final de su camino.
Será acaso que a Dios le faltó bondad,
o quizás le faltó poder, o voluntad,
tal vez un poco más de interés,
en qué habrá estado pensando.

De pronto creo en un Dios
en permanente cambio,
que se rompe en mil pedazos,
que se fragmenta y muta,
una vez y otra y otra más.
Acaso eso sea Dios: una entidad incierta,
cambiante, como nosotros mismos,
que cambiamos a cada instante
en este devenir hacia la nada.
Tal vez todo sea el fruto de un error:
la creación divina; estas ideas al respecto.
Pero como dijo una vez un sabio:
de error en error, así es como llegamos
a aproximarnos a la verdad.

Aquí y ahora

Blablabla... bla, bla, bla,
bla bla bla, y en definitiva
nada de todo eso es importante.
Pero qué es entonces aquello
que de verdad importa.
Es difícil precisarlo pero
acaso sea el aquí, el ahora,
esta lluvia que cae sobre la piel,
este aire que infla los pulmones,
esta música que suena
y en el momento de sonar
existe, se renueva y se extingue
para finalmente ser solo recuerdo,
como todo, en definitiva,
como nosotros mismos,
o este breve ocaso,
o este amanecer
que nos encuentra juntos.

lunes, mayo 20, 2024

Sueño 240520

Me desperté soñando el misterio de la muerte.
La idea de que ese misterio deriva de la
ausencia de cualquier testimonio posible,
pues quienes se quedan son testigos
de lo que ocurre de este lado, solamente.
Digo esto suponiendo que haya un otro lado,
algo que en definitiva no sabemos.
Si no lo hubiese, tampoco habría modo
de testimoniar el pasaje, ni siquiera
cuando seamos quien se va.

Me desperté soñando en dios.
En un dios creador, algo perverso.
Con la perversión suficiente como para
crearnos y darnos además todo esto,
este milagro, pero al precio de
hacernos luego desaparecer en la nada.
Me laten los versos de Peter Handke:
"¿Cómo es posible que yo, el que yo soy,
no fuese antes de existir;
y que un día yo, el que yo soy,
ya no vaya a ser más éste que soy?"

Me pregunto si en verdad habrá
un dios creador; por qué nos pesa
esta necesidad de que existan cosas tales
como una creación o un otro lado.
Imagino entonces otra posibilidad:
que el dios creador haya existido
en algún otro momento, en otro tiempo,
y que después se haya marchado,
por voluntad propia u otras causas,
quedando este universo solo, abandonado,
a la deriva, funcionando por pura inercia
en medio de una divina orfandad.

Me desperté sintiendo la piel
de mi compañera contra mi piel,
embriagado por el misterio
de una poesía y un sentimiento
que no consigo poner en palabras.
Abrumado por el deseo de no morir,
solo para poder seguir sintiendo
la misma embriaguez noche tras noche,
amanecer tras amanecer.
Sentí la piel, la respiración, cada sutil curva
en la yema de mis dedos, en mis labios,
en la punta de mi lengua; sentí la necesidad
de sentir sus manos recorriéndome.

Anhelé el leve desenfreno de un orgasmo
que viniese a confirmar mi existencia.
Entonces, ella se levantó; o quizás
fue el momento en que desperté.
Y me quedé sintiendo cómo
las sábanas se enfriaban lentamente,
sin atreverme a mover un músculo,
mientras escribía estas palabras en mi mente
solo para no olvidar mi sueño,
esa tibieza, esa necesidad de un espasmo
que llegase para revelarme que sí,
que la muerte existe,
pero que la vida y la poesía
continúan después de ella. 

Me desperté pensando que una vez
Nietzche dijo que fue el hombre, en su orgullo,
quien creó a dios, a su imagen y semejanza.
Y si acaso no habrá sido un divino orgullo
el que impulsó a dios a crear a los hombres,
solo para que estos lo adoraran.
Orgulloso dios, poderoso, pero capaz
de desentenderse y dejar a la buena de dios,
justamente, olvidadas de dios, a sus pobres criaturas,
que siguieron naciendo y muriendo,
insistiendo algunos en adorar, otros dudando,
otros escribiendo poesía, o amando,
todos intentando dar respuesta,
del mejor modo posible,
a los misterios de la vida y la muerte.

martes, abril 16, 2024

Sueño 240415

"No es posible estar sino vivos",
soñé que escribía en una pared.
Y era el primer verso de un poema
que continuaba, pero ya no recuerdo.
Arriesgo, sin embargo, un par de líneas,
como si recordara, aunque no sea cierto. 

No es posible estar sino vivos.
Por eso no tiene sentido temer la muerte,
dado que no es posible estar muerto.
Quien muere simplemente deja de estar.
Hay un antes y un después, que es la nada.
Cómo podría angustiarnos lo que no existe.

Es curioso:
durante toda una eternidad
no hemos sido.
Un nacimiento nos puso en el mundo
por un lapso de tiempo tan breve;
después, retornamos a la nada,
tal como había sido antes.
Aunque es apenas un modo de decir:
quien no existe no tiene chance
de retornar a lugar alguno.

Entonces todos nuestros afanes,
nuestras grandes preocupaciones,
nuestros sueños y proyectos
se disolverán en la nada
y todo será como si jamás hubiese sido. 

Ahora estoy despierto.
Vivo y despierto, según creo.
Delante de mí observo el mismo muro
que hace un rato me pareció haber soñado.
Pero en él no hay nada escrito.


domingo, marzo 24, 2024

24 de Marzo: Nunca más.

Cuando las voces claman que fueron 30.000
lo que en realidad están diciendo es que
el horror resulta incontable. 

Cuando alguien porfía afirmando que no
que de ninguna manera fueron tantos
y centra su atención en las cifras
en vez de condenar el espanto
lo que en realidad está diciendo
es que para algunas gentes la vida
carece de dignidad y valor. 

Verdad. Memoria. Justicia.
Nunca más.



lunes, marzo 04, 2024

Babel, títulos leídos a medias y la imposibilidad de la promesa


El artículo está ilustrado con una imagen de Babel. Escribo esto y me pregunto cómo es que resulta posible reconocer en una imagen, en apenas un golpe de vista, una ciudad que probablemente jamás haya existido más allá de lo legendario. Observo la imagen de Babel y alcanzo a leer la parte final del título, que dice: "... o la imposibilidad de la promesa". No llego a ver/leer las primeras palabras. El golpe de vista me lleva a quedarme con ese final. Hago clic en el enlace y comprendo que he llegado a la reseña de un libro. La reseña ha sido escrita por una colega y seguro que su lectura será de interés. Pero me niego a leerla todavía, porque Babel y la imposibilidad de una promesa parecen generar ideas propias en mi cabeza, que no quiero que se mezclen (todavía) con otras.

La multiplicación de los lenguajes, promovida por Dios para que los hombres ya no pudiesen comprenderse entre sí, fue equivalente, en la leyenda de Babel, a la anulación de todo lenguaje. Los hombres perdieron la capacidad de intercambiar ideas y eso les impidió seguir adelante con la construcción de la mítica torre, que se pretendía erigir tal alta como para alcanzar los cielos. Cómo no dudar de la historia, si después se inventarían los traductores digitales, los aviones y las naves espaciales. O Dios cambió de idea y dejó de molestarle la posibilidad de que el hombre llegase a las alturas, o solo necesitaba tiempo para ocultarse, como cuando contábamos hasta veinte al jugar a las escondidas, o todo no fue más que un bonito cuento para que el bicho humano se quedase piola y humilde en el valle de lágrimas que le tocó en suerte. Allí todavía estamos, después de todo.

Lo cierto es que me quedo pensando en la imposibilidad de la promesa. En el hecho de que toda promesa dependa de la palabra, y ante la ausencia de esta última (léase la idea de "ausencia" como abarcativa de un vaciamiento, de una depreciación, de una deformación en serie, etcétera), la primera se torna inviable. Por otra parte, toda promesa presupone un tiempo futuro, en el cual dicha promesa debería cumplirse. Al disolverse la promesa, también ese porvenir queda disuelto en un mar de incertidumbre.

De repente recuerdo un disco: Adiós Sui Generis. En cierto pasaje de aquel registro en vivo, que marcó la despedida del dúo que integraban Charly García y Nito Mestre, allá por septiembre de 1975, el público chifla, no se sabe por qué. Entonces alguien se acerca al micrófono y dice (promete, a futuro): "Bueno, no se quejen chicos... Ya vendrán tiempos mejores". Casi cincuenta años más tarde, los tiempos mejores prometidos parecen no haber llegado. Y el tiempo se acaba. Sorpresa: hemos sido estafados. Crisis de la palabra, crisis de la promesa, crisis de la esperanza. Porque parece demasiado ingenuo seguir esperando. En cuanto a la posibilidad de creer, creamos. Uno siempre cree en algo. Pero ya no más en las promesas: los Reyes Magos eran los padres. 

En realidad las promesas son posibles. El problema es que también son inviables. La promesa ya no supone ningún tipo de garantía, y todos lo sabemos. ¿En qué podría fundamentarse la promesa cuando  la palabra con la cual se formula está en crisis? ¿Cómo colocar un contenido allí, en ese representante inconsistente, caprichoso, que tanto podría querer decir una cosa como otra, según quién y cuándo la interprete? Las pruebas están a la vista de quien desee verlas: hablar de democracia, de justicia, de libertad, de amor, supone recurrir a contenedores lingüísticos que, en definitiva, podrían contener prácticamente cualquier cosa. Por lo tanto, ya no son capaces de contener nada. Cuando cualquier sentido resulta válido, resulta un sinsentido pretender que haya un sentido real para las cosas.

"¡Viva la libertad, carajo!", vocifera un energúmeno cualquiera, blandiendo una motosierra en el aire, emulando a Jedediah Sawyer, el personaje de aquella famosa película clase B titulada The Texas Chain Saw Massacre. La escena, tragicómica, es coreada por miles de fanáticos. Fanáticos que votan. "One lunatic, one vote", digamos. O sea, no es la primera vez que suceden estas cosas. Basta con pensar en  los discursos y las promesas que llevaron al triunfo del nacionalsocialismo en la Alemania de 1932, por solo poner un ejemplo posible. El énfasis no está puesto en lo que se dice, sino en cómo. No en la razón de la palabra, sino en la emoción con la cual se carga. Mayormente, una emoción representada por un enojo o una indignación desbordantes. ¿Qué significan, en estos contextos, palabras como libertad o democracia? El huevo de la serpiente surge también ahí, en el borramiento del sentido de las palabras. La claridad aparente de unos es la oscuridad auténtica de los otros, de esos que no se dan cuenta de su equivocación, etcétera. No es un mal que no existiera en otras épocas, es verdad. Pero el asunto se ha potenciado notablemente en nuestro tiempo. 

Como si fuese el efecto de una pandemia viral, la cuestión es que hablar ha perdido buena parte de su propósito originario, que era el facilitar el que pudiésemos comprendernos. Hablar, seguimos hablando, por supuesto que sí. Pero se trata de una verborragia sin un contenido real, como aquel chimpancé que describía Wassily Kandinsky, capaz de tomar un periódico y hacer la mímica de estar leyendo, pero cuya realidad no va más allá del puro gesto. Porque -ya lo hemos dicho- la palabra ha sido vaciada. Libertad, lámpara, limón, león, caspa, casta, basta... Haga el lector la prueba: basta con repetir una o varias palabras obsesivamente  en voz alta para que se convierta en puro sonido, para que pierda significado. ¿No es acaso eso lo que venimos haciendo desde hace años en nuestras culturas hipercomunicadas, radio, televisión, redes sociales mediante? Cada quien pone dentro del significante que escoja, llámese palabra o meme, lo que se le venga en gana, y pareciera importar muy poco que ese sentido, elegido caprichosamente, coincida o no con el que otros hayan puesto en ese mismo lugar. Un diálogo de sordos, digamos. En este contexto, cada quien podrá seguir con absoluta facilidad y felicidad por el camino de creer aquello que haya deseado creer. Porque en esta Babel rediviva, sin esperanzas ni tiempo, las contradicciones no tienen lugar. 

El asunto del tiempo. Si las promesas están hechas de palabras, y las palabras hoy ya no tienen sustento, el otro desvanecimiento que tiene lugar es el del tiempo. La memoria desaparece, junto con las expectativas. Nuestros esfuerzos y desvelos terminan siendo parecidos a los de Sísifo: nos afanamos por subir una enorme roca por la ladera de una montaña, solo para que ésta se desbarranque al llegar a la cima. Tras lo cual volvemos a repetir nuestro vano trabajo, una y otra vez. El sinsentido cíclico Esto es Babel: un conglomerado de representaciones meméticas, vacías, sin pasado ni futuro. Un montón de personas escupiendo la palabra libertad, por mencionar apenas una entre tantas otras posibles, sin que importe en absoluto su significado. Esta es la lógica del meme: esgrimimos significantes cuyo sentido de ser no es la transmisión de un contenido, de una idea, sino su mera multiplicación viral, ciega y bruta. Y en el fondo nos encanta que así sea. Porque sin promesas, ni memoria, ni futuro, en cierto modo también somos inimputables, del mismo modo que un niño que delega toda su responsabilidad en alguien más.

Otra música está sonando ahora. Somos flores en los tachos de basura, cantaban los Sex Pistols. Cuando no hay un sentido firme en el lenguaje, en las palabras, en lo que se dice, cuando no hay ideas que circulen, sino solamente significantes ligados de manera brutal a emociones desencajadas, desencanto, frustración, no hay expectativa posible de una promesa válida. Tampoco historia, ciertamente, porque la memoria también se transmite a través de palabras. Ni pasado, ni futuro, entonces. Y cuando no hay futuro, ¿cómo podría haber pecado? 

Es como si estuviese escuchando ahora mismo a John Lydon cantando:

God save the lion
His fascist regime
It made you a moron
A potential H-bomb

God save the lion
He ain't no human being
There is no future
In Argentine's dreaming

viernes, febrero 23, 2024

Sueño 240213

 Algunos sueños cuentan historias. Otros traen recuerdos imprevistos del pasado. Los hay también caóticos, divertidos, angustiantes. Hay también sueños eróticos, por supuesto. Y aunque no sean los más habituales, hay sueños que dejan enseñanzas. Quizás de estos últimos haya sido el sueño caótico que tuve anoche, en el cual yo intentaba establecer una comunicación a través de mi celular, pero no acertaba a escribir la secuencia de números necesaria para lograr mi propósito. Recuerdo la sensación de urgencia, el sentimiento de frustración ante la repetición constante del error que me obligaba a recomenzar una y otra vez de nuevo. 

La comunicación era importante: yo debía hablar con mi padre, aunque no tengo en claro acerca de qué. Probablemente tampoco lo tuviese en claro durante el sueño. Y no lograba concentrar la atención en los números; al menos no lo suficiente como para no equivocarme, una y otra vez. Quizás por eso me molestó escuchar una voz a mis espaldas que me decía, mientras por el rabillo del ojo veía al hombre en cuestión (a los dos: al que me hablaba y al que era referido) parado cerca de mí: "Me parece que ese señor necesita ayuda para cruzar la calle". 

¿Tenemos alguna responsabilidad sobre las historias que soñamos? ¿Puede realmente uno decir, con total honestidad, "bueno, al fin y al cabo no interesa lo que haya hecho o dejado de hacer en esa situación, porque no era más que un sueño"? Porque, en definitiva, el que sueña es uno. Y las acciones que uno desarrolla durante el sueño son acciones nuestras, y de nadie más. Cierto es que también la persona que necesitaba cruzar era uno. Y asimismo la persona que me advirtió de su presencia. Lo cierto es que contesté, sin levantar la vista del celular y quizás no de buena manera: "Sí, pero en este momento tengo que lograr comunicarme con mi papá".

Recién en ese momento, justo en el instante previo a que una repentina lucidez me arrancase del sueño, comprendí que quien me había hablado no había sido otro que mi padre. La enseñanza, que llegó junto con una inevitable culpa, fue que a menudo buscamos lejos las cosas que más cerca nuestro están. No ya en los sueños, sino también en la vida real. Intenté consolarme, pensando que tanto peor me hubiese sentido de haber puesto a mi padre en el lugar de la persona que necesitaba ayuda para cruzar la calle. Pero es muy probable que también haya sido, después de todo. Lo confirma el hecho mismo de que se me ocurriera semejante idea.

Más tarde una frase aterrizó en mi cabeza. Creo que no tiene nada que ver con el sueño, aunque sí tiene que ver con el recuerdo de mi padre, y con no tener recuerdos del suyo, más que un segundo nombre en cierto sentido repudiado, por razones que no vienen hoy al caso. Probablemente también tenga que ver con mi hija, con el paso del tiempo y con el por qué uno escribe las cosas que escribe. La frase en cuestión es ésta que sigue: "No somos recuerdo ni memoria: a la larga, todos somos olvido".

jueves, febrero 01, 2024

Dondequiera que estaba ella...

Después de haber cenado juntos
al calor de la noche y la luz de una vela
-porque en medio se cortó la luz-
Después de haber compartido un helado
-capuchino y chocolate: hasta suena divertido-
Después de haber hecho un amor pacífico,
justo después del orgasmo de ella
y dos segundos más tarde el de él...
Los dos se rieron.
Se rieron como chicos que
se asoman con inocencia al mundo.
Se rieron como si se hubiesen descubierto
por primera vez
a pesar de llevar juntos tantos años.
Se rieron como si afuera de ese cuarto
ya no hubiese temores ni pesares.
Se miraron una vez más, largamente,
amparados en el abrazo,
los cuerpos desnudos y amantes.
Y aunque los dos se reían
fue ella quien preguntó:
 ¿Por qué te estás riendo?
El dijo algunas cosas
pero la respuesta era sencilla:
 Porque soy feliz.
Y es que, como alguna vez escribió Mark Twain:
Dondequiera que estaba ella,
allí estaba el Paraíso.

domingo, diciembre 24, 2023

Navidades no solidarias

Hay en las películas violentas, las de guerra o con batallas, una escena que suele repetirse como un lugar común: un personaje desesperado, colocado en una situación extrema, en un gesto de supuesto heroísmo decide salir de su refugio para inmolarse al grito de "van a matarme, hijos de puta, pero voy a arrastrar conmigo al infierno a todos los que pueda". Por supuesto, la frase en cuestión es de pura referencia. Hay variantes de todo tipo, pero que mantienen en definitiva la esencia de la idea.

Hace unos días alguien me hizo notar que en este gesto desesperado hay algo de placer, y que este placer no se da solamente en las ficciones, sino también en la realidad. "Yo voy a sufrir, pero ya que no puedo evitar esto que va a pasarme, voy a asegurarme de que muchos otros sufran conmigo". Algo así como el famoso "Mal de muchos, consuelo de idiotas... (pero de todos modos voy a procurarme el tal consuelo)".

Ni más ni menos, esto es lo que sucede en la Argentina hoy, cuando una mayoría de la sociedad se prepara para celebrar la Navidad apenas unas semanas después de haber tomado la decisión de impulsar un modelo político en el cual el otro no es más que un estorbo para barrer bajo la mesa. Un individualismo salvaje, una falsa meritocracia, la disolución del vínculo social que nos hace humanos, son las banderas que se alzan junto a las copas navideñas, en un sinsentido absoluto que demuestra la incomprensión tanto del espíritu cristiano como de los efectos de la política elegida y sus ejecutores.

El modelo ya se está haciendo sentir sobre la cabeza de todos. Antes estábamos mal. Ahora, estamos peor. Y en este punto es donde la debilidad humana aflora: "Estoy peor, es cierto, pero ahora podré disfrutar, mientras sufro, viendo que los demás también sufren". Hay además un curioso empoderamiento, similar al que los kapos confinados en los campos de concentración alemanes hacían valer sobre los reclusos que se encontraban por debajo de ellos. Desde el punto de vista de los jerarcas nazis, todos eran la misma escoria, pero el kapo se sentía superior.

En nuestro contexto, el triunfo en un ilusorio debate político se lo llevó una motosierra, violento símbolo de un empoderamiento fálico y destructivo, sin que una mayoría advirtiera que también se encontraba del lado incorrecto: del lado de los dientes que desgarran.

Algo parecido también a lo que muestra la famosa escena de la película de Tarantino "Django Unchained", cuando un esclavo le dice a su amo:

- ¡Mire amo, ese negro tiene un caballo!

- ¿Y tú también quieres un caballo, Stephen?

- ¿Para qué querría yo un caballo? Lo que yo quiero es que ese negro tampoco lo tenga.

Todo esto para decir que no entiendo bien qué se juega en el contexto de estas Navidades, en lo que al espíritu de lo comunitario se refiere. Que supuestamente de eso se tratan estas festividades.


Sueño 231224

Cruzamos la calle por cualquier lado, de manera precipitada. Éramos tres: dos hombres y una mujer. Uno de los hombres era yo. No tiene sentido indagar sobre quiénes eran las otras dos personas, porque en los sueños las identidades son laxas y cada uno puede ser muchos y distintos al mismo tiempo. En definitiva, todos los personajes de nuestros sueños no son más que diferentes expresiones de nosotros mismos. Todos somos uno mismo, ni más ni menos. 

Alguien mencionó un artículo que afirmaba que el cuerpo de un ser humano toleraba hasta un diez por ciento de café en sangre. Alguien más puso en duda este dato. Otro recordó un informe similar, pero relativo al litio (en realidad debió decir iodo), y mencionó el error de un médico, que de no haber sido advertido a tiempo bien pudo causar la muerte de cierto paciente. 

Ese paciente era mi padre, que entonces se puso serio y señaló que tenía algo que decir. Que yo (o ella) ya lo sabía, pero que ahora debía compartirlo con ella (o conmigo). Que ese litio (ese iodo) que le habían aplicado lo estaba carcomiendo por dentro. Que estaba enfermo y condenado. Que allí había comenzado su primera muerte. 

Entonces recordé que mi papá estaba internado. Pero no recordé, por el contrario, que él ya había fallecido tiempo atrás. Por eso me desesperó la idea de que durante todos esos meses él se hubiera quedado solo y abandonado en una cama de hospital, sin que nadie lo visitara o se ocupara de él. Supongo que fue la urgencia lo que me despertó, mientras hiperventilaba. Entonces sí, recordé que ya no. Que papá ya no está con nosotros. Que así es como se mezclan los tiempos y las ideas en los sueños. Y entonces ya no supe si lloraba por aquel padre que había sido olvidado en el sueño, o por aquel otro que ya no está para ser visitado en la vida. O por la evidencia de que al fin y al cabo todos moriremos solos. O por lo frágiles que somos. O por saber que fui el último en tomar la mano todavía tibia de mi padre, y el último en susurrarle un montón de palabras al oído, mientras me preguntaba si era capaz de escucharme, de sentirme, de intuirme, y sin saber que a la mañana siguiente, en esta misma cama en la que anoche soñé que él todavía vivía, iba a despertarme el llamado que me avisaba que, irremediablemente, él ya se había ido.

Más tarde volví a soñar. Soñé que recibía un mensaje de texto en mi celular, de un número desconocido, en el cual mi padre me decía que no me preocupara, que estaba bien, que incluso en ese otro lado de la vida que es la muerte él seguía recordándome.

sábado, diciembre 23, 2023

Sueño 231223: Buena aspirineta con el té se sirve

Una de las tantas cosas buenas que tienen los sueños: uno no necesita saber tocar un instrumento para hacer música. Alcanza con imaginar la música para que la música suene. Suelo pensar que algún día alguien inventará un dispositivo para que se pueda hacer sonar la música que uno imagina en la cabeza, sin necesidad de que pase por las manos, los pies, la boca. Algo así como un gorro repleto de sensores, que se conecte a una computadora, conectada a su vez a un amplificador, y los recitales serían eso: la proyección de una música imaginada, sin la intermediación de ninguna dificultad técnica producida por la eventual impericia del músico en tanto ejecutante. También algún día se inventarán dispositivos que permitan grabar y volver a ver los sueños que uno tiene. Mientras tanto, no queda más remedio que recurrir a esto: al relato mediante palabras de lo poco que se recuerda de lo soñado ya en los momentos posteriores al despertar.

Soñé con un recital. Por alguna razón, lo soñé en blanco y negro. Cuestión meramente estética, supongo. Un poco lo veía en una pantalla, pero después yo estaba ahí, tocando el bajo, a pesar de no tener idea de cómo se toca ese instrumento. También había un pianista, un guitarrista... Aznar, Spinetta y García en su época sana, ponele. Tal vez jugábamos a ser ellos. Tocábamos.  Improvisábamos, en realidad, sin ningún plan previo. La idea era ver cómo lográbamos ensamblar algo de música desde la nada. Y sí: de alguna manera casi mágica, algo salía. Cuando terminamos de tocar, alguien dijo: Hay que ponerle un título a esto. "Buena aspirineta con el té se sirve", propuso entonces alguien, que bien pude ser yo. Todos nos reímos, incluso yo, que en ese momento supe que estaba dormido y soñando, y me reía de veras, acostado en mi cama, mientras aparecía Ricardo Mollo y decía: "A partir de ahora ningún recital estará completo si no se toca "Buena aspirineta". Ahí mi carcajada, irrefrenable, terminó de despertarme, llevándose consigo la música que acababa de soñar. Una pena.



martes, diciembre 19, 2023

Poesía y fake news

Encuentro en las redes esta fotografía, fechada en Polonia en 1946. Hace poco que llegó a su fin la Segunda Guerra Mundial, pero todavía las consecuencias están en carne viva. Destruir lleva poco tiempo. Reconstruir y curar las heridas es siempre un trámite más largo. Hay muchas cosas en esta imagen. Una esperanza que se empecina en negar la realidad, por de pronto. Hay también algo patéticamente humano en esa negación que tiene lugar cuando nos encontramos hundidos hasta el cuello en el barro (no, no es barro, pero nos negamos a aceptarlo). Nos aferramos así a cualquier promesa, por absurda que sea, y esa es la raíz de todos los engaños. Me pregunto quién será el destinatario de la fotografía que se está tomando la señora, en ese acto que es fotografiado a su vez por otro fotógrafo, como en un curioso juego de lentes y de focos. Un lente crea una fantasía, otro la pone en evidencia. Las fake news no son un invento de nuestro tiempo. La ingenuidad, por su parte, tiene su  encanto y su poesía. Pero también conlleva el peligro de lindar con una total falta de lucidez. ¿En dónde se ubica cada quien en en contexto de esa delgada línea gris?

domingo, diciembre 10, 2023

El arte, entre la incomprensión y la intolerancia

Ayer volví a escuchar, después de mucho tiempo, el álbum Jazz from Hell de Frank Zappa. Un disco que compré de oferta hace muchos años, cuando todavía no escuchaba jazz. Lo compré sin saber qué era lo que estaba comprando, y lo conservé con la duda de si su música me había gustado o no. Escuchando de nuevo ese disco me puse a pensar, precisamente, en los diferentes sentidos posibles de la palabra música. En que no siempre es posible encontrar el sentido que encierra una estructura expresiva, musical o de cualquier otro tipo. Lo evidente para unos, puede ser invisible para otros.

Hace unos días se volvió a ofrecer en el Teatro Colón la ópera La ciudad ausente, de Gerardo Gandini, sobre un texto de Ricardo Piglia. Resurgieron los previsibles debates acerca del valor de las expresiones artísticas disrruptivas. Unos que las defienden, otros que las desfenestran. Entiendo a quienes sostienen una decidida preferencia por lo conocido por sobre lo nuevo. Reconocer tiene su encanto. Hay además diferentes líneas de evolución de las formas estéticas y expresivas. Unas llevan adelante una exploración más cercana a la tendencia estética de su época, y otras son más rupturistas, más de choque. Las primeras están destinadas al conjunto de la sociedad de la época; las segundas a un núcleo inevitablemente cerrado. 

Hay quienes se preguntan cómo es posible que compositores como John Cage, Luciano Berio, Mauricio Kagel, Karlheinz Stockhausen, Morton Feldman, Iannis Xenakis y tantos otros sean todavía resistidos. La respuesta es simple: los nombrados mayormente escribían música para los músicos o para los intelectuales, y no para el público en general. El comentario no pretende ser despectivo: Friedrich Nietzche se jactaba de escribir para unos pocos iluminados. Algo de eso hay en la obra de los artistas nombrados, y está muy bien que así sea. Pero no le pidamos al mundo que aprecie sus obras. A mí me tienta explorar cada tanto ese tipo de arte. Lo hago con el convencimiento de que no debo ir a buscar allí lo mismo que puedo encontrar en Bach, en Mozart, en Beethoven. Voy a buscar la ruptura. A sabiendas de que existen también las rupturas aparentes, que no pasan de ser una mera pose. Es solamente una explicación posible: no todo el arte tiene los mismos objetivos, y por tanto tampoco los mismos destinatarios. 

Por poner un ejemplo: hay una distancia enorme, a pesar de tratarse en ambos casos de líneas rupturistas, entre Los Beatles de Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band y Los Beatles de Revolution 9, que de no haber sido incluida en el Álbum Blanco hubiese corrido la misma suerte que Two Virgins y el resto de la música experimental de Lennon-Ono: muchos ni siquiera conocen la existencia de estas obras, alejadas no solamente del canon de la época, sino también de una sensibilidad que las haga comprensibles a un público más amplio.

Pero aquí entramos al nudo de la cuestión: una cosa es que una expresión nos resulte ajena o incluso incomprensible, y otra muy diferente su rechazo a través de la denigración. Llama la atención que gente supuestamente formada declare que La ciudad ausente es música sin sentido, o una muestra cabal de falta de talento, en lugar de limitarse a decir "a mí no me gusta" o "a mí no me llega". Es como si un hispanohablante, al escuchar una conversación en alemán, chino, ruso o yiddish, ante la incomprensión de lo que escucha exclamara indignado: "¡Eso no es un idioma, no tiene ningún sentido!"

Llama la atención, y es además una alarma. Porque en ese gesto simple, aparentemente inocente, anida un germen de totalitarismo que también se ve expresado en otras esferas de lo lo social y lo político. Las pruebas están a la vista. Ya sucedió en otros momentos, tanto aquí como en otros rincones del mundo. El virulento rechazo que sufrió en su momento Astor Piazzolla por supuestamente atentar contra las raíces del tango hoy puede ser vista como una anécdota. El Entartete Kunst de la Alemania nazi es parte de la más oscura historia contemporánea. ¿Hay tanta distancia entre un ejemplo y otro?

"El abuso del sinsentido en el arte constituye la manera más eficaz tanto de presumir talento como de disimular su carencia", escribió alguien en una red social asociada al Teatro Colón, con más elocuencia que argumentos. Y muchos lo aplaudieron. Mi opinión, en cambio, es que cuando algo no se comprende, no hay mejor manera de proteger la propia autoestima que afirmar que aquello que no se ha comprendido carece de sentido. Pero de nuevo: discutir esto en torno de una ópera de Gandini no pasa, al fin y al cabo, de ser algo así como un paso de comedia. Lo severo es que el mismo paso marcial pesa sobre la organización imaginaria y política de nuestra sociedad. Ahí es donde las cosas se complican gravemente.


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jueves, diciembre 07, 2023

Para pensar

Hace poco escribí un breve texto, que titulé "Milei es un meme". Más allá de las consideraciones allí vertidas, relativas a la mecánica por la cual la imagen de este tipo de personajes, no sólo ahora ni en nuestro país, se hace viral (pero antes la caricatura seguía cronológicamente a la persona, ahora es el meme el que anticipa o crea el personaje), hay una pregunta que queda flotando: ¿No será precisamente la realización de lo memeable en tanto tal, vale decir su difusión viral, cruzada con la lógica de un consumo irónico mal interpretado por parte de la sociedad, lo que determina, como una profecía autocumplida, las condiciones que finalmente llevan al poder a este tipo de "representantes"? 

Por supuesto, media en esto una enorme falta de conciencia política por parte de los electores, pero también una incapacidad indudable por parte del sistema político mismo para generar dicha conciencia en el marco sensible e imaginario del cual forma parte. Hay una desconexión evidente entre la realidad y los imaginarios sociales. Y la política, siguiendo sus propias reglas de reproducción, multiplica candidatos y propuestas memeables, como modo de perdurar. Los resultados esperables de esta lógica son evidentes. La pregunta es cómo se podría salir de este círculo vicioso, que hoy es alentado por las tecnologías algorítmicas de ¿comunicación?

De lo que pudo haber sido

Tengo una tristeza blanda
De lo que pudo haber sido y no fue
De lo que fue y ya no volverá a ser
De los sueños que se disuelven
Al despuntar ciertas mañanas
Como un callado grito
Que pone fin a todas las músicas.

El pudo haber sido es idéntico a la nada
No sirve en el amor, no sirve en la vida
La única realidad es el aquí, el ahora
Lo que podamos hacer con lo que hay
Con lo que vamos teniendo
Con lo que siempre va quedando
Hasta que ya no quede nada.

Pero nunca te rindas
Porque a pesar de todos los males
Del instante que se desvanece
Del relámpago que refulge y se apaga
De la negada inmortalidad de los dioses
De la necedad de los egoístas y los violentos
Siempre todavía algo queda.