sábado, julio 08, 2023

Sueño 230708

Hacía mucho que no soñaba. O mejor dicho: que no soñaba fuerte, de manera inquietante, con permanencia de las imágenes y las sensaciones. Anoche todo eso regresó. No fue agradable, porque el sueño terminó adoptando la forma de una pesadilla, pero sí fue aleccionador. Recuerdo muy bien las sensaciones, emocionales y también físicas. Recuerdo, por ejemplo, el fresco de la noche sobre la piel, mientras observaba el cielo y las luces de la ciudad desde aquel balcón en forma de ele que daba a la Avenida Rivadavia y al mismo tiempo a la calle Emilio Mitre. Pasó mucho tiempo desde la última vez que estuve allí. Recuerdo también haberme tirado sobre el piso de baldosas cerámicas, que debía estar frío, pero que conservaba sin embargo el calor del sol recibido durante el día. En una curiosa dualidad, en mi sueño yo era Germán, el hijo, pero al mismo tiempo era el padre. No del modo en que todavía hoy lo sigo siendo, sino en un extraño repliegue de tiempos pasados, pues el hijo era el niño que había vivido en el departamento con ese balcón, en tanto el padre era el joven padre de una niña que hace rato se convirtió en mujer.

Luego recuerdo otra sensación, que solamente podría describir de un modo abstracto o por demás incierto. Me sale decir que era algo así como una repentina prevalencia de la maldad. Una sensación que, debo reconocerlo, no me resultó ajena. Quizás fue esa familiaridad lo más espantoso del sueño. Germán estaba enojado. Sin ninguna causa aparente, por cierto. Era un enojo repentino, absurdo, encaprichado, que afectaba por igual al hijo y al padre. O mejor dicho: al adolescente tanto como al joven adulto. Ese enojo crecía a medida que yo tomaba conciencia de su sinsentido, tanto como de que no parecía estar mis manos detenerlo. No recuerdo los detalles. Pero en un momento comencé a hacer fuerza, intentando dividirme, a la manera de un doppelgänger, buscando extirpar eso malo de mí depositándolo en un otro. Algo así como separar en dos corporalidades diferentes a Dr. Jekyll y Mr. Hyde. La imagen que tenía era la de un cuerpo -el mío propio- que yo intentaba dividir en dos. Algo que claramente no podría hacerse, pero que ahora comprendo como una potente metáfora onírica. 

Me desperté con sed, con un oído zumbando de manera horrenda (todavía zumba, al momento de escribir estas líneas), con dolor de cabeza, pero sin ningún enojo. No pude dejar de pensar, no obstante, y no sin una carga importante de culpa, en los tiempos en que sí, esos otros yo que supe ser solían ser tomados por enojos parecidos al de mi sueño, derivando en actitudes que todavía hoy me acongojan. Y de pronto me di cuenta, como si ello no hubiese sido evidente desde siempre, que esos demonios, que ese poder negativo, no es algo que me distinga especialmente. Que yo no fui ni de lejos, en definitiva, la única persona capaz de enojarse así, sin un sentido aparente, sin una aparente posibilidad de control. Revisé mentalmente mi entorno, mientras tomaba agua de la canilla del baño, y entendí que todos padecimos en algún momento la invasión de esos extraños demonios que nos llevan a convertirnos en sujetos desagradables, horribles, vergonzantes. Entendí que el ser humano, más allá de todas su civilización, su psicoanálisis y su cultura, es todavía un animal primitivo, que cada tanto cae doblegado por lo animal, por lo Hyde que se oculta en él. Hay gradaciones, como en todo, por supuesto.

Siempre tengo presente un antiguo estudiante que tuve, que solía ser agradable, buen compañero, atento con todos, hasta que un buen día su nombre apareció en los diarios, como el del asesino que había acabado a martillazos con la vida de su pareja. Ese día comprendí la existencia de ese demonio que puede convertir a cualquier persona en un asesino si no le oponemos la debida resistencia. Pero Stevenson describió muy bien las inútiles resistencias de Jeckyll para convertirse en su opuesto, ese que paradójicamente era también su más auténtico yo mismo. No nos engañemos: lo que Stevenson describió no fue un personaje individual, sino en general lo precario de la cultura humana enfrentada a su naturaleza salvaje.

Hace mucho que no me enojo. Enojarse hoy me parece una tontería. Me gusta descubrir mi costado más amable, con toda la carga significante que tiene esta palabra. Pero aún me pesa lo otro, la historia personal, sin ningún crimen que confesar, pero a la moral eso no le alcanza. De todos modos, hoy me sorprendió esta revelación, la de haberme sentido durante mucho tiempo diferente, con un pasado particularmente penoso por falto de un adecuado control, cuando todo a mi alrededor me muestra, todos los días, que lo salvaje está dentro de tantísimas personas, si acaso no de todas ellas. Nota al margen, todavía me zumban los oídos. Creo ya no estar soñando. Aunque no hay manera de estar seguro.

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