viernes, agosto 04, 2023

Subte A

Se subieron al subte -línea A- en la estación de Once, haciéndose notar al instante con sus risas, demasiado sonoras para mi gusto, que presumo es el gusto promedio de lo socialmente aceptable. Sumemos algún comentario fuera de tono: cartón completo. Yo venía distraído, aunque hasta ahí nomás. Ya se sabe, las cosas en la ciudad hace rato no están bien, y no es prudente desatender lo que sucede alrededor. Quizás por eso reparé en el comentario, hecho entre risas y también en voz alta, como si en el vagón no hubiese más pasajeros que ellos: "...se habrá pensado que iba a robarle. Está bien que uno la cara la tiene, pero tampoco es para tanto".

Las risas daban a entender que la anécdota no tenía para ellos un sentido particularmente ofensivo. Por puro instinto toqué mi campera, a la altura del bolsillo en el cual reposaba, fuera de la vista, mi celular. La cara, para ser sincero, el muchacho la tenía. Tatuajes, arito y dientes estropeados incluidos. Desprolijo y con una cuota de sudoración que excedía lo recomendable. Eso sí: sonreía. Siguieron hablando en voz alta, ahora sobre mujeres, aunque en medio de eso surgió la palabra "guitarra", lo cual llamó mi atención. "Este cambia de jermu como de guitarra", fue el comentario, en concreto, que uno de ellos le hizo a otro, mientras cabeceaba señalando al portador del rostro sospechoso.

Me alejé un poco, hacia la mitad del pasillo, nada más porque vi que había un espacio libre. Quiero decir, no es que intentara alejarme de los tres bullangueros, aunque es cierto que la incomodidad suele tener razones de las cuales la conciencia no se hace cargo. Algunos minutos después me sorprendí al darme cuenta de que el muchacho que más gritaba, el del rostro sospechoso, los tatuajes y los dientes maltrechos, había sacado, Dios sabe de dónde, una guitarra que hasta ese momento yo no había visto. Y se puso a cantar, con la voz rota, pero con actitud y talento. 

Era una canción romántica, de esas que yo no me detendría a escuchar si sonaran en la radio, de modo que no podría identificarla. Pero había algo de fascinante en el modo en que este muchacho la cantaba, con su voz rota, acompañado por su también maltrecho instrumento. "Ustedes van a saber disculpar; tengo que cambiarle las cuerdas y no hubo forma", se justificó. 

Un sacudón producido por un cambio de vías me hizo notar que mi estación estaba próxima. Volví a acercarme a la puerta, lo que me puso al lado de uno de los dos compañeros del cantante, que disfrutaba del espectáculo. Podría haber permanecido callado, pero algo me impulsó a decirle: "Canta muy bien tu amigo". El tipo sonrió, contento. Se presentó como Antonio, preguntó mi nombre, y me dijo que el cantor se llamaba Javier. Parece que cuando le ponemos nombre a las personas hay una distancia que se reduce. Por lo general no llegamos a saber mucho de los demás. Pero a menudo ni siquiera que tienen un nombre, lo mismo que nosotros. 

No hubo tiempo para mucho más. El subte entró raudo a la estación en la que debía bajarme, pero mientras reducía la velocidad todavía pude decirle a Antonio unas palabras más: 

- Te digo algo. Por lo general somos medio pelotudos, y juzgamos de más. Por eso, decile por favor de mi parte a tu amigo, a Javier, que lo felicito, que es un muy buen cantante.

Antonio sonrió otra vez, agradeció y me deseó que tuviese un buen día. Después me di cuenta de que podría haberle ofrecido un billete, a cambio del espectáculo, pero ya el subte volvía a cerrar sus puertas y comenzaba a alejarse, llevándose consigo el canto y las historias de Javier, Antonio y tantas gentes anónimas, con sus historias desconocidas, con sus nombres secretos. Me quedé pensando que cantar o tocar la guitarra no nos hace necesariamente buenas personas. Pero en un punto incierto quizá nos revela algo del otro.

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