martes, abril 01, 2008

Teología...

¡Cuánto disfruto cuando alguno de mis alumnos en la facultad, a veces queriendo, y otras tantas veces sin querer, y acaso sin siquiera saberlo, me enseña algo. Recién, por ejemplo, sin necesidad de ir más lejos, una alumna que cita un fragmento, apenas un pedacito, de una literatura de esas escritas por Eduardo Galeano. Entonces yo, obsesivo como soy, enseguida Google (magnífica herramienta, con todo y sus limitaciones), y la literatura en cuestión completa, que por lo demás era bien breve.

Pero además, debajo de esa literatura, otra más, más hermosa incluso que la anterior. Y como el entusiasmo es la fuerza que lleva adelante este cuaderno virtual de anotaciones, no me puedo resistir a multiplicar esas palabras, copiándolas aquí:

Fe de erratas: donde el Antiguo Testamento dice lo que dice, debe decir lo que quizá me ha confesado su principal protagonista.

Lástima que Adán fuera tan bruto. Lástima que Eva fuera tan sorda. Y lástima que yo no supe hacerme entender.

Adán y Eva eran los primeros seres humanos que de mi mano nacían, y reconozco que tenían ciertos defectos de estructura, armado y terminación. Ellos no estaban preparados para escuchar, ni para pensar. Y yo... bueno, quizá yo no estaba preparado para hablar. Antes de Adán y Eva, nunca había hablado con nadie. Yo había pronunciado bellas frases, como "Hágase la luz", pero siempre en soledad. Así que aquella tarde, cuando me encontré con Adán y Eva a la hora de la brisa, no fui muy elocuente. Me faltaba práctica.

Lo primero que sentí fue asombro. Ellos acababan de robar la fruta del árbol prohibido, en el centro del Paraíso. Adán había puesto cara de general que viene de entregar la espada y Eva miraba al suelo, como contando hormigas. Pero los dos estaban increíblemente jóvenes y bellos y radiantes. Me sorprendieron. Yo los había hecho; pero yo no sabía que el barro podía ser luminoso.

Después, lo reconozco, sentí envidia. Como nadie puede darme órdenes, ignoro la dignidad de la desobediencia. Tampoco puedo conocer la osadía del amor, que exige dos. Entonces, vinieron los equívocos. Ellos entendieron caída donde yo hablé de vuelo. Creyeron que un pecado merece castigo si es original. Dije que peca quien desama: entendieron que peca quien ama. Donde anuncié pradera de fiesta, entendieron valle de lágrimas. Dije que el dolor era la sal que daba gustito a la aventura humana: entendieron que yo los estaba condenando al otorgarles la gloria de ser mortales y loquitos. Entendieron todo al revés. Y se lo creyeron.


(Eduardo Galeano, "El libro de los abrazos")