domingo, agosto 20, 2023

...pero no de las niñeces

Leo en un artículo: 'Infancia' no tiene plural en castellano. Como no lo tienen 'niñez', 'adolescencia', 'adultez' o 'vejez'. Pero eso no detiene a quienes castigan nuestros oídos con 'niñeces', 'infancias', 'niñes', 'jóvenas' y otras sandeces (porque 'sandez' sí tiene plural). ¿Qué tal 'pobrezas'? Porque esa condición se viene multiplicando entre nuestros niños, comprometiendo su futuro y el del país.

Todo lo leído es verdad. Si vamos al caso, a mí "Día de la niñez" me gusta. O "Día de la infancia". En singular y aludiendo a todos los que transitan ese momento de la vida. Es correcto desde el punto de vista del idioma y al mismo tiempo evita que alguna niña pueda sentirse eventualmente excluida. Pero al final resulta que el debate se sigue dando en el terreno de lo terminológico, mientras muchos (niños/niñas/niñes, elija el término que prefiera) siguen pasando hambre o penurias.

El artículo en cuestión después sigue protestando contra esto y aquello, destacando que "la jerga inclusiva suma adeptos entre quienes necesitan hacer de cuenta que hacen algo". Duro, pero cierto. Pero entonces dejo de lado el eje del tema y pienso, una vez más, que no deja de ser notable el hecho de que últimamente todos la jugamos de un modo u otro de indignados. 

Y no solo nos indignamos, sino que necesitamos compartir nuestras indignaciones con los demás, necesitamos contrastarlas con el discurso de los otros. Así es como nos indignamos contra los que se indignan por cosas que a nosotros no nos indignarían en absoluto, pero también contra aquellos otros que no se indignan por aquello que para nosotros resulta claramente indignante.

La energía se nos va, de esta manera, en el campo de combate de los discursos y las indignaciones cruzadas. Me hago cargo: soy parte de lo mismo.(1) De lo contrario, no estaría escribiendo todo esto. 


(1) Dejo constancia de ello pues es probable que no falte el idiota que pretenda indignarse con las cosas que a veces pienso y escribo.

Día de la niñez

Será verdad que alguna vez fui un niño
Tengo algunos recuerdos vagos
Como si fuesen partes de un sueño
Después observo mis manos
Y no las reconozco mías.

Recuerdo haber sido torpe
Tímido, solitario, algo imbécil quizás
Como todo niño, supongo, soñador
Asustadizo, recuerdo haber tenido
Autitos de juguete y la vida por delante.

Pero no, no son sino recuerdos
Apenas fragmentos de aquel sueño
En el que también estaban ellos
Mamá, Papá, las abuelas y la certeza
De un futuro generoso, inacabable.

Qué pasó, qué nos pasó, adónde se fueron
Los años, adónde quedaron
Anteojito y Antifaz, mi perra Greta
El Capitán Piluso, Pocheluz y Narifría, la ilusión
De llegar a ser un gran hombre algún día.

No, no van a engañarme
Todo eso fue apenas un sueño
Yo nací hace una hora, como cada mañana
Y vengo soñando desde siempre
Desde antes de que exista el mundo.



sábado, agosto 19, 2023

El escarabajo de Wittgenstein

Esta mañana leí algo que me trajo a la memoria la famosa metáfora del escarabajo que proponía Ludwig Wittgenstein (1889-1951). La idea es algo extraña, pero bastante ilustrativa. Se trata de imaginar que en el momento de nacer cada quien recibe una caja, que es absolutamente personal e intransferible. Todas las personas tienen su propia caja, pero nadie puede ver lo que hay en las cajas ajenas. Solamente tenemos acceso al contenido de nuestra propia caja.

Pues bien: adentro de nuestra caja hay una especie de escarabajo. Podríamos suponer que las cajas de otras personas también contienen lo mismo, pero no hay manera de estar seguros. Entonces, decimos a viva voz, para que todos nos escuchen: "Adentro de mi caja hay un escarabajo". Resulta que muchos afirman tener en sus cajas eso mismo, un escarabajo. Pero las descripciones son ambiguas. Si nos dejamos llevar por las mismas, podría tratarse de otra clase de insecto, o de objetos parecidos a un escarabajo. Incluso esa gente podría estar intentando engañarnos, y no haber nada dentro de esas cajas. No hay modo de saberlo.

Así las cosas, a lo sumo podríamos tal vez ponernos de acuerdo para ir por la vida diciendo que todos tenemos una caja personal que contiene un escarabajo. Pero en tal caso esta palabra tendrá un sentido particular. Significará, en realidad, "el contenido de la caja de cada persona". Sea lo que sea, en concreto, ese contenido.

Para entender adónde apunta Wittgenstein con esto, pensemos en qué sucede si cambiamos ese escarabajo ideal por las palabras dolor, amor, justicia, belleza, esperanza. La única manera de anclar estos términos a un sentido concreto es a través de nuestra propia experiencia, por más que luego convengamos, tal como lo hicimos antes con escarabajo, darles un sentido común, acordado con los demás, para más o menos entender qué queremos decir con cada una de esas palabras. Pero será siempre eso: un más o menos. Porque no hay forma de saber exactamente lo que siente o experimenta una persona sino siendo esa persona.

Entonces, estas palabras remiten a un mismo tiempo tanto a algo que no puede conocer nadie más que uno mismo, como a una idea socialmente aceptada en cuanto a un sentido convencional. De esta manera, el lenguaje siempre es una construcción colectiva, un arte social. Podríamos preguntarnos si la conciencia que tenemos en relación a ese escarabajo, ese dolor, ese amor, etcétera, no dependerá en alguna medida del hecho de que exista la palabra que nombra esas realidades, a la manera de un acto social que es comprensible en tanto resulta comunicable.

Estas ideas en torno de Wittgenstein me llevan a una reflexión de Willard van Orman Quine. En un ensayo de 1968 titulado La relatividad ontológica, Quine imagina un grupo de nativos que, al ver pasar un conejo, lo señalan y exclaman: gavagai. Al repetirse este hecho varias veces, el extranjero que asiste a la escena y desconoce el idioma del lugar concluye, con cierta lógica, que probablemente gavagai significa conejo. Esto parece razonable, pero Quine se detiene en lo impreciso de la asociación, porque gavagai también podría significar animal, comida, mascota, plaga, peludo o suave. De manera que, incluso aunque confirmáramos que efectivamente gavagai refiere a conejo, no podríamos decir que esta sea una traducción fiable. Nos falta el contexto de inserción de la palabra en un contexto más amplio. 

Así, como si estuviésemos en una aldea donde todos hablan un idioma desconocido para nosotros, escuchamos hablar de amor, de dolor, de deseos, de voluntades, y de tantas otras cosas. Pero en realidad comprendemos poco y nada. Porque solamente conocemos de primera mano cómo es el escarabajo de nuestra caja, y confiamos, bastante ingenuamente, que lo que hay dentro de las cajas de las demás personas, esas que también llaman escarabajo a sus contenidos, sea más o menos igual a lo que nosotros pensamos.

viernes, agosto 18, 2023

Notas sobre el divismo y el supuesto buen gusto

Leo en "Música de mierda", tal el provocativo título de un libro escrito por Carl Wilson, que en un estudio publicado en el Journal of Consumer Research en el año 1998 se observa, a grandes rasgos, que "mientras los encuestados de clase baja consideran que lo que les gusta sabe bien, los de clase alta opinan que sus preferencias demuestran buen gusto". 

La idea me pareció de lo más interesante y la relacioné de inmediato con algo que me sucedió hace unos días. La anécdota es mínima: en un comentario a una de las tantas publicaciones en redes sociales sobre la visita de la soprano rusa Anna Netrebko al Teatro Colón de Buenos Aires, reaccioné a la palabra "diva" escribiendo: "Ah, el divismo... Ese gesto tan kitsch y demodé"

Me llamó la atención recibir como respuesta varios emoticones enojados (Ah, el emoticón... Esa manera tan contemporánea de replicar sin decir nada...). Y me pregunté a quién, más que a la propia Netrebko, podía molestar mi comentario. La aguda observación de Wilson me da la respuesta: quien adora a la diva siente que participa de algún modo de su exclusivo divismo; por eso siente que, al atacar alguien a la estrella, está atacando su propia posición dentro del exclusivo marco del "buen gusto".

Los consumos culturales funcionan de esta manera. Son una forma de identificación simbólica, que determina los círculos sociales a los cuales alguien quiere o no pertenecer. En el caso del divismo, no hay duda respecto de su carácter kitsch, pues el mismo se define por una pretenciosidad ligada al deseo de sustentar una apariencia. 

Pero entonces tal vez haya algo de auténtico en lo que "sabe bien", por oposición a ese supuesto "buen gusto" que, ya desde su misma definición, plantea una categorización del orden de lo elitista. En la idea de un buen o mal gusto hay una intermediación marcada por la presencia de un otro que es tomado como referente. El arte, liberado de toda apariencia, definitivamente se ubica en otra parte.

Para un cuaderno de apuntes sociales

 Quizás podríamos definir el amor, sencillamente, como ese profundo sentimiento que uno tiene hacia aquella persona que nos hace sentir dignos de ser amados. A veces -tristes veces- sucede que alguien busca sentir ese merecimiento, sin lograrlo. Esa forma del desencuentro es una experiencia penosa, pues socava el valor que buscamos en nosotros mismos a través de la mirada del otro. No amamos al otro, tanto como a su mirada benevolente, esa que nos categoriza como valiosos. Sin embargo, también amamos. Es decir, le devolvemos al otro su mirada benefactora, piadosa, que salva, en nuestra propia generosa mirada, esperando la reciprocidad. Porque, lo sepamos o no, esa es la condición para que el tácito contrato subsista a lo largo del tiempo. Cuando la devolución no tiene lugar, por el motivo que fuera, el amor se convierte en angustia. 

Pero el amor no es más que un caso, quizás el más especial, el más evidente. Hablamos no sólo del amor de pareja, sino también del amor parental, de la amistad profunda, de la admiración mutua. Del mismo modo, podemos afirmar que las cosas que nos gustan suelen ser aquellas que nos hacen sentir identificados con las personas con las que deseamos mezclamos y confundirnos. Esas personas a las que también les gusta lo mismo que a nosotros. Esto no significa que el amor o el gusto no sean auténticos, o que los sostengamos por mera impostura. El punto es que su raíz es siempre especular, identificatoria en relación s un otro, metonímica. 

Adoptamos y defendemos el gusto por algo, cualquier cosa que sea, como un elemento que sirve de catalizador identitario. Por eso cuando alguien ataca lo que nos gusta, sentimos que nos está atascando a nosotros. Lo dicho aplica también para las ideas, para los discursos y para las creencias, sean religiosas, económicas o políticas. En un juego de palabras podríamos decir que nos gusta que nos guste lo mismo que a esas personas con quien nos gustaría identificarnos y ser identificados. Por eso usamos nuestros gustos como bandera, como una serie de etiquetas que nos colocan de inmediato dentro de determinados círculos sociales y afuera de otros. 

Lo mismo que con los gustos, las ideas, las creencias, sucede con el amor. Pero de un modo más trascendente: somos eso que el ser amado ve en nosotros. Ahí donde con relativa facilidad podemos desentendernos de la opinión que cualquier persona tenga sobre nosotros, no logramos hacer esto con aquel a quien amamos. Hay un poder en el ser amado que lo hace diferente de los demás. Por supuesto, siempre podemos recurrir a esa herramienta de ingeniería social que es la seducción. Pero aquí los resultados son mucho más determinantes. Cuando todo funciona, en reciprocidad para ambos, se genera una comunión simbólica que, enhorabuena, nos rescata ilusoriamente de la soledad y de la muerte. Eso es el amor.

lunes, agosto 14, 2023

Argentina, 1933

Ayer fue día de elecciones en Argentina. Hoy, en las redes sociales, muchos de mis contactos repiten como un mantra aquella famosa frase de Antonio Gramsci:

"El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos".

De monstruos se trata, ciertamente. Se percibe una preocupación sincera, muy parecida al miedo, en un amplio sector de la ciudadanía. Un sector que, al margen de su posicionamiento político, uno de inmediato identifica con cierta capacidad reflexiva que se opone a la fuerza inercial del bruto impulso.

Nadie se atreve a matizar este clima con aquello de que la democracia no es perfecta, pero al menos sí el menos imperfecto de los sistemas políticos. Es que un sistema político capaz de gestar la destrucción de su propia esencia está atravesado por un problema muy grave. Me pregunto qué cosas pensarían los ciudadanos de la Alemania de 1933 cuando en las elecciones de aquel año sembraron el germen de lo que sería el nazismo.


Salgo a la calle. Me da la sensación de que la gente se mira de reojo, con desconfianza. ¿Acaso esa persona con apariencia normal será también partidaria del monstruo? ¿Deberé cuidarme de ahora en más las espaldas cuando esa persona esté cerca? 

El monstruo no es una persona; es bueno tener este concepto en claro. El verdadero monstruo es la sociedad enceguecida, en su conjunto, desintegrada, capaz de entregar su humanidad a cambio de ser vengada en su enojo. Es probable que no todos los votantes de Hitler, hace poco menos de un siglo atrás, hayan sido personas perversas. Muchos lo habrán votado ingenuamente, como un modo de expresar su indignación con un entorno político que les parecería indignante. Sin embargo, no podían imaginar el horror y la degradación que llegarían más tarde.

En Argentina hemos conocido épocas oscuras. Recuerdo los tiempos de la dictadura militar que rigió los destinos del país entre 1976 y 1983. Pero entonces se trataba del poder dictatorial de una minoría que sojuzgaba a una mayoría por medio de las armas. Hoy se trata, por el contrario, de una mayoría encantada con la idea de encumbrar en el poder político a quien promete dar lugar a una terrible anarquía social que se traducirá en el sufrimiento de miles y miles de personas, como si nada de eso fuese realmente importante.

jueves, agosto 10, 2023

Sueño 230808 - Flashback

Cuando salí de la habitación era de noche y estaba otra vez en aquel departamento, el de mi infancia. Tenía ganas de tomar agua, pero primero quise ubicar dónde estaban los integrantes de la familia. Frente a mí, apenas a un par de pasos de distancia, un breve pasillo me conducía hasta la puerta casi cerrada de la habitación de mis padres. Se alcanzaba a ver un ligero resplandor, pero el silencio me hizo suponer que del otro lado todos dormían. Algo curioso: no pensé en mamá y papá. Pensé en hermana, que habría vuelto tarde de algún baile, y supuse que estaría durmiendo ahí con mamá, que habría ido a buscarla. El calendario me desmiente: del otro lado debían estar mamá y papá; pero de todos modos no avancé, sino que fui hacia mi derecha, por el otro pasillo, que conducía a la puerta que daba a la cocina. Supongo que todavía quería tomar un poco de agua. Pero al llegar me llamó la atención la puerta entreabierta, la que daba al balcón. De noche, esa puerta siempre quedaba cerrada. Había algo que no era normal. Me acerqué a mirar, pensando que tal vez encontraría a mamá levantada; pero no. Empujé la puerta, que daba al balcón, a la noche, a la llovizna, casi lluvia, que caía en silencio. Salí, descalzo, vestido apenas con un calzoncillo, y sentí la humedad sobre las cerámicas que, a pesar del nocturno blanco y negro, supe rojas. Rojo ladrillo, rojo inocente. Aquel balcón tenía forma de ele: la parte más larga sobre Avenida Rivadavia, la más corta sobre la calle Emilio Mitre. Por un instante volví a pensar en lo inusual de la puerta abierta e imaginé la posibilidad de un ladrón. Me aventuré, de todos modos, para chequear que no hubiese nadie escondido en el sector del balcón que no podía ver, por estar del otro lado, dando vuelta la esquina. Noté que había olvidado ponerme los lentes, porque de a ratos veía borroso, pero de todos modos continué mi exploración. La luz de la noche ayudaba. No; por suerte no había nadie allí, acechando. Únicamente estaban la noche callada y la lluvia. Pensé en regresar sobre mis pasos, para avisar a mis padres; que ellos vieran si sucedía algo anormal, si había algún problema. Pero en ese momento algo me hizo cambiar de idea. Abrí los brazos debajo del agua que caía desde el cielo, copiando un gesto antiguo, que acaso hice alguna vez, hace ya mucho tiempo, o quizás imagino haber hecho, y me sentí bien. Sentí las gotas cayendo, suaves y cálidas, sobre mi piel. Sentí la planta de mis pies desnudos sobre las cerámicas mojadas, y me sentí bien. Me arrodillé en la cerámica y me dejé resbalar sobre el piso empapado, que me aceptó con cordialidad. Me tiré de panza sobre esas cerámicas, mojadas, cálidas, añoradas, y me sentí feliz. De niño me gustaba jugar a tapar la rejilla de ese balcón, que dejaba ir el agua por las tuberías, trece pisos hacia abajo, con una bolsa o algún trapo. Al rato se formaba una especie de modesta pileta, en la que yo jugaba a resbalar. La noche era cálida y luminosa, aunque lloviera, y yo era de nuevo feliz, sintiendo mi cuerpo, en aquel balcón, como cuando era chico, como cuando no necesitaba usar anteojos y tenía toda la vida por delante, todos esos años que se me hacían tontamente infinitos, ingenuamente inacabables. Disfruté por un instante de aquel regreso, a ese balcón, a esa felicidad simple del juego, a ese sentir el cuerpo niño sobre las baldosas mojadas y cálidas, sabiendo que pertenecían a un tiempo pasado y lejano. Entonces desperté. O por lo menos creí haber despertado. Y sentí tu piel, suave, cálida, contra la mía. Y fui feliz todavía un rato más, por tenerte. Dos modos diferentes y distantes de la felicidad, de la inocencia, de la calma. Creo que lloré un poco antes de volver a quedarme dormido, mientras acariciaba tu espalda desnuda. Uno a veces llora no de tristeza, sino de emoción, de añoranza, de pura fragilidad.

viernes, agosto 04, 2023

Subte A

Se subieron al subte -línea A- en la estación de Once, haciéndose notar al instante con sus risas, demasiado sonoras para mi gusto, que presumo es el gusto promedio de lo socialmente aceptable. Sumemos algún comentario fuera de tono: cartón completo. Yo venía distraído, aunque hasta ahí nomás. Ya se sabe, las cosas en la ciudad hace rato no están bien, y no es prudente desatender lo que sucede alrededor. Quizás por eso reparé en el comentario, hecho entre risas y también en voz alta, como si en el vagón no hubiese más pasajeros que ellos: "...se habrá pensado que iba a robarle. Está bien que uno la cara la tiene, pero tampoco es para tanto".

Las risas daban a entender que la anécdota no tenía para ellos un sentido particularmente ofensivo. Por puro instinto toqué mi campera, a la altura del bolsillo en el cual reposaba, fuera de la vista, mi celular. La cara, para ser sincero, el muchacho la tenía. Tatuajes, arito y dientes estropeados incluidos. Desprolijo y con una cuota de sudoración que excedía lo recomendable. Eso sí: sonreía. Siguieron hablando en voz alta, ahora sobre mujeres, aunque en medio de eso surgió la palabra "guitarra", lo cual llamó mi atención. "Este cambia de jermu como de guitarra", fue el comentario, en concreto, que uno de ellos le hizo a otro, mientras cabeceaba señalando al portador del rostro sospechoso.

Me alejé un poco, hacia la mitad del pasillo, nada más porque vi que había un espacio libre. Quiero decir, no es que intentara alejarme de los tres bullangueros, aunque es cierto que la incomodidad suele tener razones de las cuales la conciencia no se hace cargo. Algunos minutos después me sorprendí al darme cuenta de que el muchacho que más gritaba, el del rostro sospechoso, los tatuajes y los dientes maltrechos, había sacado, Dios sabe de dónde, una guitarra que hasta ese momento yo no había visto. Y se puso a cantar, con la voz rota, pero con actitud y talento. 

Era una canción romántica, de esas que yo no me detendría a escuchar si sonaran en la radio, de modo que no podría identificarla. Pero había algo de fascinante en el modo en que este muchacho la cantaba, con su voz rota, acompañado por su también maltrecho instrumento. "Ustedes van a saber disculpar; tengo que cambiarle las cuerdas y no hubo forma", se justificó. 

Un sacudón producido por un cambio de vías me hizo notar que mi estación estaba próxima. Volví a acercarme a la puerta, lo que me puso al lado de uno de los dos compañeros del cantante, que disfrutaba del espectáculo. Podría haber permanecido callado, pero algo me impulsó a decirle: "Canta muy bien tu amigo". El tipo sonrió, contento. Se presentó como Antonio, preguntó mi nombre, y me dijo que el cantor se llamaba Javier. Parece que cuando le ponemos nombre a las personas hay una distancia que se reduce. Por lo general no llegamos a saber mucho de los demás. Pero a menudo ni siquiera que tienen un nombre, lo mismo que nosotros. 

No hubo tiempo para mucho más. El subte entró raudo a la estación en la que debía bajarme, pero mientras reducía la velocidad todavía pude decirle a Antonio unas palabras más: 

- Te digo algo. Por lo general somos medio pelotudos, y juzgamos de más. Por eso, decile por favor de mi parte a tu amigo, a Javier, que lo felicito, que es un muy buen cantante.

Antonio sonrió otra vez, agradeció y me deseó que tuviese un buen día. Después me di cuenta de que podría haberle ofrecido un billete, a cambio del espectáculo, pero ya el subte volvía a cerrar sus puertas y comenzaba a alejarse, llevándose consigo el canto y las historias de Javier, Antonio y tantas gentes anónimas, con sus historias desconocidas, con sus nombres secretos. Me quedé pensando que cantar o tocar la guitarra no nos hace necesariamente buenas personas. Pero en un punto incierto quizá nos revela algo del otro.

miércoles, agosto 02, 2023

Que la verdad no arruine una buena historia

Leo en un muro de Facebook una historia. Vaya uno a saber si verídica o apócrifa. La historia en cuestión era bonita, pero no viene a cuento aquí, porque busco poner el foco en otra cosa. Al final del relato, a modo de cierre, una frase tangencial le ponía un broche de oro al asunto: "Que la verdad no arruine una buena historia". En ese instante retumbó un trueno a lo lejos. Mi instinto me alejó de inmediato de lo narrado para poner el acento en esta frase. En el enfrentamiento entre la verdad y lo verosímil, entre la verdad y la belleza. En decidir en cuál de estas dimensiones es preferible colocar el empeño. Una verdad puede ser increíble, o intrascendente, cuando no desagradable. Algo verosímil puede no ser auténtico. Pero un relato hermoso posee una fuerza que está más allá de esos detalles. Y sacrificar esa belleza puede ser un gesto ingrato. No, no estoy hablando de mentiras. Una mentira es otra cosa. Cuando uno cae en una mentira queda embarrado, en el mejor de los casos. Aquí hablamos de belleza, y donde hay belleza no puede haber cosa mala. O tal vez sí, o quizás allí radique la diferencia con la mentira. Poque incluso si no fuese cierta, una buena historia siempre deja algo positivo. Algo que --digamos todo-- no siempre sucede con las verdades.