miércoles, agosto 30, 2006

La muerte de Mimì: La ficción de una ficción

Acabo de asistir al ensayo general de La Bohème, la ópera de Puccini, que Juventus Lyrica ofrece en el Teatro Avenida para su Temporada 2006. El motivo: mi hija participa, con sus ocho años, en el coro durante el segundo acto, en el cual actúa persiguiendo a Parpignol. El orgullo paterno se encuentra satisfecho. Satisfechos también los sentidos y el espíritu, con una buena actuación de la orquesta y los cantantes solistas. Con respecto a la obra, me hubiese gustado que Puccini compusiera una obertura; es evidente que se trata de un problema de percepción mío, pero sentí en este punto un vacío. También me confunde un poco esa idea pucciniana de que los distintos personajes canten todos al mismo tiempo, pero cada uno de ellos centrado en sus propios pensamientos, monólogos o diálogos, como si ninguno escuchara al otro. Aunque reconozco que la resolución musical de Puccini es impecable.

Para quien no conozca la historia (lo cual es lícito), y en muy resumidas cuentas, se trata de un grupo de amigos, todos ellos artistas bohemios, que representan el ideal romántico de quien de algún modo es pobre por convicción, alegres y satisfechos consigo mismos por sostener la dignidad de hacer del arte un modo de vida, manteniéndose alejados de la idiosincrasia burguesa. Los dos personajes femeninos, Musetta y Mimì, sostienen sendas historias de amor desde sus personalidades disímiles: la primera es una mujer libertina, aunque de buen corazón, en tanto la segunda es un ángel, condenada desde el inicio por una enfermedad que a la larga se revelará mortal. La última escena, precisamente, muestra a Mimì desfalleciente, justo después de haberse reencontrado con Rodolfo, su verdadero amor, para morir en silencio, rodeada por sus amigos y su desesperado amante, que es el último en comprender el drama que acaba de tener lugar.

Esta última escena me hizo emocionar hasta las lágrimas. Mérito de Puccini, y de los protagonistas. Pero definitivamente no del director de escena. Oscar Barney Finn, reconocido por su labor como director de cine, decidió montar una ficción dentro de otra ficción: dispuso la escenografía como si se tratara de un set de filmación. Se ve con claridad que los decorados son sólo eso: decorados. Que la nieve es falsa, arrojada por dos ayudantes de utilería desde lo alto de una estructura metálica. Se ven los reflectores, los utileros que arman la escena a la vista de todos entre acto y acto, las paredes desnudas del fondo del teatro, habitualmente cubiertas por piadosos telones de fantasía que representan ser algo diferente de lo que en realidad son; vale decir, algo más que simples telas o cartones pintados. Se trata de un producto típico de la posmodernidad, o como quiera que llamemos a la corriente estética propia de nuestros tiempos. No hay ocultamientos. La matriz del espectáculo es un espectáculo en sí mismo. Es la muerte de la ilusión, el advenimiento de la realidad con toda su fuerza.

Todo esto está bien, en el sentido de coincidir con una estética fin de siècle XX que hoy ya es de inicio de nuevo milenio. Pero no está bien en el sentido de lo narrativo. Por supuesto, todos sabemos, cuando vamos al cine, al teatro o a la ópera, que eso que vemos sobre el escenario o en la pantalla no es una realidad, sino una representación. Que quienes actúan no son los verdaderos personajes, sino actores que los representan. Pero el mérito de un buen actor reside, precisamente, en hacernos olvidar esa distancia. Con nuestra aceptación, el actor nos convence de que es verdad que sufre, o que se alegra, y nosotros sufrimos o nos alegramos con él. Catarsis, es el nombre que recibe desde la psicología esta mecánica, y es un concepto que heredamos de los antiguos griegos. Pero Barney Finn quiere arrancarnos de esta ilusión, haciéndonos notar que es mentira que Mimì se muere. Nos muestra que se trata solamente de una actriz, representando un personaje. ¿Y cómo sería posible emocionarse de la misma manera frente a la muerte de una enamorada en el climax mismo de un drama romántico, que ante la representación de una filmación que a su vez pretende representar la muerte narrada? ¿Para qué poner distancia allí donde se espera que las distancias se anulen? ¿Para qué declarar que es una simple ilusión aquello que para tener sentido tiene que resultar creíble?

La crítica, en definitiva, no es para Barney Finn. Al fin y al cabo él se ha limitado a ser coherente con una estética contextual que supera sus propias intenciones. La crítica es al contexto. Es un señalamiento que apunta a mostrar cómo las líneas entre lo real y lo ilusorio están entrando paulatinamente en crisis. Donde antes las fronteras estaban claras, y lo real era real, y la ilusión ilusoria, hoy nada parece estar delimitado con tanta precisión. Todo parece desvanecerse en el aire. Y nadie parece afligirse demasiado por ello. Es razonable, supongo. En realidad resulta mucho más sencillo soportar las atrocidades del mundo (e imagine aquí el lector las que prefiera, que el catálogo es generoso), si en el fondo de nuestro fuero más íntimo somos capaces de convencernos de que ellas no merecen más atención de nuestra parte que una simple y mera ficción.

jueves, agosto 24, 2006

Insectos

¿Nunca te preguntaste por qué motivo hay insectos que durante las noches, en presencia de una hoguera encendida, no dudan en lanzarse enloquecidos hacia el abrazo de las llamas? ¿Qué es lo que los atrae del fuego? ¿No saben acaso que si se acercan demasiado pueden morir calcinados? Sin embargo, vuelan hacia esa mágica luz, como si ese fuera el sentido último de su existencia.

Así somos también, en ocasiones, nosotros los hombres.

lunes, agosto 21, 2006

El deseo de la imagen


Una serie de fotografías del autor esloveno Evgen Bavčar se presentó hace unos días en la FotoGalería del Teatro San Martín. Lo inusual del caso, pues bien o mal fotógrafos hay muchos, que nos ofrecen sus respectivas miradas del mundo a través de sus trabajos, es que este fotógrafo en particular es ciego desde antes de tener en sus manos su primera cámara de fotos.

Dice la información remitida por el Teatro que la vida de Evgen Bavčar (nació en 1946 en un pueblo de la actual Eslovenia, cerca de Trieste) estuvo signada por dos accidentes consecutivos que lo llevaron a perder ambos ojos antes de los doce años. Y que cuatro años después se propuso retratar a la joven de la cual estaba enamorado. Era la primera vez que utilizaba una cámara de fotos, y así es como él mismo cuenta su sensación de aquel momento: “El placer que experimenté entonces surgió del hecho de haber tomado y fijado en una película algo que no me pertenecía. Fue para mí el descubrimiento de que me era posible poseer la imagen de algo que no podía mirar.”

La existencia misma de la obra de este autor nos lleva a cuestionarnos algunas de las relaciones que solemos establecer y dar por sentadas, no sólo entre la vista y su privación, que es la ceguera, sino en general entre aquello que percibimos y las cosas que, por el contrario, nos resultan invisibles a pesar de encontrarse allí, precisamente delante de nuestras narices. Pero no hablamos aquí, en definitiva, sólo de nuestras capacidades y nuestras incapacidades de percepción, sino también de sentir, o imaginar, o concebir determinadas cosas.

Es llamativo ver cómo la mayor parte de las obras de Evgen Bavčar (esas mismas obras que él mismo jamás llegará a ver) parecen emerger de la oscuridad. Es como si de verdad fuesen estas fotos la expresión silenciosa de un deseo por la imagen. Una imagen cuya percepción a él mismo se le niega, y de la cual es sin embargo el creador y responsable.

Evgen Bavčar dice que su fotografía “es un acto mental”. Sin duda él es el autor intelectual de estas imágenes inquietantes. Más inquietantes aun cuando conocemos que estamos viendo algo que no puede ser visto por quien lo ha plasmado. ¿Coincidirá el resultado de estas imágenes con lo imaginado por el fotógrafo? ¿Cómo será la imagen desplegada no en el papel, sino en la mente del artista? La información proporcionada por la gente de prensa del Teatro San Martín nos dice que Bavčar trabaja con exposiciones muy largas, que se ayuda con elementos portátiles de iluminación que le permiten destacar algunos elementos; que requiere de cierta asistencia para producir sus trabajos, pero que se ocupa él mismo de detalles como las distancias (que mide con sus manos) o la selección de sus objetivos, que muchas veces realiza en función de lo que escucha...

Lo que nadie nos dice (lo que nadie nos puede decir) es cuál es la exacta relación que se establece entre la oscuridad en la cual viven los ojos del fotógrafo y las formas y las luces que se ofrecen a los ojos del público. Un público que, en todo caso, y esto es muy importante decirlo, vive la mayor parte del tiempo envuelto en su propia oscuridad.

Otras fotografías de Evgen Bavčar:
http://www.galerieart.cz/bavcar01.jpg
http://www.galerieart.cz/bavcar02.jpg
http://www.galerieart.cz/bavcar03.jpg
http://www.galerieart.cz/bavcar04.jpg
http://www.galerieart.cz/bavcar05.jpg

viernes, agosto 18, 2006

Diarios personales, blogs, inocencias perdidas



Marco Denevi escribió una vez un breve texto, que lleva por título "La Invención de la Escritura". Por alguna razón hoy se me ocurre transcribirlo aquí:



El Paraíso era eterno. Adán y Eva, pues, no vivían en el Tiempo sino en la Eternidad, donde no hay un Antes, un Ahora ni un Después.

Hasta que Adán, acaso de puro aburrido, inventó la escritura. Y Eva aprendió a leer y escribir. Entonces (lo cual es un error de léxico, porque en la Eternidad tampoco hay un Entonces) se le ocurrió la idea, tan femenina, de llevar un diario íntimo.

Eva escribía: "Adán come una manzana verde con tres pintas coloradas. Yo cazo una mariposa azul que tiene en las alas unos círculos amarillos". Conjugaba los verbos en tiempo presente, porque en la Eternidad no hay Pasado.

Leía en voz alta lo que había escrito y Adán volvía a ver mentalmente aquella manzana con las tres pintas rojas, Eva recordaba la mariposa azul con redondeles de oro.

Hubo así una Eternidad ya fija en las letras del alfabeto inventado por Adán, una segunda Eternidad de manzanas sin comer y mariposas sin cazar, y entre ambas un instante fugaz en el que Eva escribía.

Entretanto, Adán y Eva habían empezado a envejecer y la Eternidad del Paraíso se disolvía lentamente en la niebla del Tiempo.
Hoy vuelvo a leer este texto y me digo que tiene mucho que ver con las dos primeras anotaciones realizadas más abajo en este blog. La verdad es que no sabría explicar bien cómo, ni por qué. Pero la relación existe. Tal vez tenga que ver con el hecho de que las palabras jamás son inocentes. O con que un blog (que por lo general se articula a partir de las palabras) no es finalmente sino una de las formas posibles de llevar adelante un diario personal. O con la evidencia de que el tiempo pasa demasiado rápido, para todos. Y el paraíso... eso lo hemos perdido hace rato.

martes, agosto 08, 2006

Una imagen del espanto


Los pies que se ven en esta foto son los de una persona muerta. No es difícil adivinar que no ha fallecido de muerte natural. Son pies fatigados por los caminos. Podríamos arriesgar distintas posibilidades, pero en realidad no nos interesa si son los pies de un hombre o de una mujer. Podrian ser incluso los pies de un soldado (que no parecen serlo) y la situación sería básicamente la misma. Queremos decir que no nos interesa conocer cuál era el nombre de esta persona, ni su nacionalidad, ni dónde le acertaron los disparos que pusieron fin a su vida.

La mancha en la pared es sangre humana. Sangre todavía fresca. Una sangre que se adivina repetida en un sinnúmero de horrores que lejos están todavía de terminar. Hay una historia cuyos detalles desconocemos detrás de esta mancha. Una historia que también está fresca en el presente de la fotografía. Desconocemos esos detalles tanto como el nombre, la nacionalidad o el estatus de la persona a la cual pertenecían estos pies que ahora aparecen en primer plano. Podríamos imaginar diferentes posibilidades, pero en nada cambiarían las cosas.

La niña de la foto está viva. La sangre que mancha sus rodillas no es la suya. Se trata seguramente de la misma sangre que ha manchado la pared. No conocemos su nombre, ni cuál sería su relación con la persona cuyo cadáver yace tirado junto a ella. Tampoco su nacionalidad. O si ha sido bautizada en alguna religión. ¿Interesan estos datos, acaso? ¿Cambian en algo la escena o el horror? El horror es el grito silencioso de esta criatura, que sigue viva pero que jamás podrá recuperar su inocencia. Que sigue viva pero que ya ha conocido el espanto de ver de cerca lo peor de que es capaz la humanidad. Un espanto inimaginable para nosotros, porque el fotógrafo -que también es humano, después de todo- no pudo terminar de representarlo en su trabajo. No es su culpa: hay tareas que resultan inabarcables.

Pero el horror no está en el cadaver. No está tampoco en la mancha de sangre en la pared, y ni siquiera en la historia que presumimos acaba de tener lugar, poco antes de que el lente de la cámara alcanzara a fijar su trágica toma. El horror vive en el rostro de esta niña. En sus ojos desencajados, incrédulos, que imploran por una explicación o un consuelo que no llegará jamás. En su boca abierta, emitiendo un grito de espanto que durará para siempre. Un grito tanto más espantoso, habida cuenta de la sensación que surge de la misma foto, de que en todo el planeta no parece quedar nadie dispuesto a escucharlo.

"El hombre es el lobo del hombre", dijo una vez Thomas Hobbes.
"El horror es su patrimonio", añado yo con indignación.

domingo, agosto 06, 2006

Primera anotación para una nueva bitácora

Hubo una época, difícil sería precisar cuán lejana en el tiempo (es que las temporalidades, sometidas al proceso de aceleración que hoy parece afectar todas las cosas, están también ellas sumidas en un profundo estado de crisis), en que muchas damas, y no pocos caballeros, mantenían la romántica costumbre de escribir algo que se conocía como diario personal. En forma periódica, estas personas anotaban en las páginas de aquellos diarios, con prolija letra manuscrita, sus pareceres sobre la vida cotidiana, sus intimidades, sus reflexiones y sus secretos.

“Querido diario...” Con esta fórmula de fantasía se iniciaron infinidad de confesiones, realizadas a interlocutores invisibles y hasta cierto punto inexistentes, pues el diario personal era una expresión íntima y privada, a la cual nadie más que el propio autor debía acceder. ¿Para qué se escribían estos diarios, entonces? ¿Cuál era el objetivo de registrar los temores, las pasiones, las esperanzas, los secretos inconfesables de sus románticos autores? Hoy aquella costumbre nos puede parecer anacrónica, en algunas de sus facetas. Pero decididamente no en todas. De hecho, bien podríamos pensar que en cierto sentido el fenómeno del weblog no es otra cosa que el sucedáneo tecnológico de aquellos diarios personales.

Pero algunas cosas sí han cambiado, según ya ha sido dicho. Por ejemplo: estas anotaciones ya no pretenden ser secretas. Por el contrario, no sólo se ponen a la vista de quien desee acceder a ellas, sino que se alienta su lectura por parte de conocidos y desconocidos. Sin embargo, hoy igual que ayer, el propósito es que las letras, las palabras, las frases, ayer manuscritas sobre papel, hoy cuidadosamente tipeadas ante un monitor, vayan conformando un tejido. El objetivo sigue siendo dejar una marca, acaso fugaz, como las palabras escritas en la arena húmeda, que el agua del mar se llevará para siempre, letras de humo trazadas en el cielo. Y sin embargo es posible que estas palabras, sin dejar de ser por ello fugaces, tengan una expectativa de permanencia mayor que nuestras propias vida.

Tal vez por eso escribimos, blogs, bitácoras, diarios personales. Porque sentimos la necesidad de dejar testimonio de nuestro paso por estas tierras. Y también porque, secretos o no, tenemos la esperanza de que nuestros escritos tarde o temprano funcionen como la proverbial carta lanzada al mar desde una isla desierta en medio del enorme océano.

No existe un para qué o un para quién más claro. Después de todo, tampoco resulta mucho más claro ni evidente el sentido de nuestras fugaces vidas. Pero a pesar de ello presentimos que todo viaje merece ser acompañado por un registro de nuestras impresiones, y es por eso que insistimos, por ejemplo, en llevar una cámara de fotos encima cuando visitamos lugares a los cuales suponemos que no regresaremos pronto. Y quien dice no pronto dice acaso jamás. Nos hacemos fotografiar, sonrientes, como si se tratase de un momento ideal, delante de cada atracción turística cuando salimos de viaje, y el mismo ritual acompaña nuestros aniversarios y ocasiones especiales, intuyendo que después de todo tampoco volveremos a ese momento único, que ya hemos dejado atrás, parte de un pasado que se aleja veloz de nosotros, en el instante mismo de haber escuchado el click que marca el inicio de la existencia de la foto en cuestión. Una fotografía que muy probablemente nos sobrevivirá, hasta que alguien, limpiando un cajón en un futuro incierto, se tope con ella, liberada a su propia suerte, y se pregunte quiénes serían aquellos desconocidos que posaban, allá lejos y hace tiempo, ofreciendo una intrigante sonrisa a la cámara.

Las palabras tienen, con relación a una fotografía, la ventaja del decir. No se ven nuestros rostros detrás de las letras, pero podemos en cambio expresar nuestros miedos, nuestros nombres, nuestros anhelos, nuestros secretos inconfesables, nuestra poesía. El destino final de estas palabras, ya se sabe, será a la larga el mismo que el de aquellas fotos: palabras escritas en la arena o en el viento. Pero estamos en el mundo, en una isla en medio del mar, y la tentación de arrojar una botella al infinito océano, con la esperanza de que algún día el mensaje que contiene llegue a ser compartido por alguien, es razón más que suficiente como para justificar el intento.