jueves, marzo 31, 2011

Si Bertolt Brecht...

Releo a Eduardo Galeano, El siglo del viento, y un fragmento que puntualmente habla de Bertolt Brecht, refugiado en Hollywood durante la guerra, en el año 1942. Y dice así:

"Hollywood fabrica películas para convertir en dulce sueñera la espantosa vigilia de la humanidad en trance de aniquilación. Bertolt Brecht, desterrado de la Alemania de Hitler, está empleado en esta industria de sonmíferos. El fundador de un teatro que quiere abrir bien abiertos los ojos de la gente, se gana la vida en los estudios de la United Artist. El es uno más entre los muchos escritores que trabajan para Hollywood con horario de oficina, compitiendo por escribir la mayor cantidad de tonterías por jornada."

Detengo mi lectura de repente en este punto, porque un cosquilleo me cruza la espalda y alcanza mi nuca. Es que la escena me resulta familiar. Tristemente familiar, salvando las obvias distancias: ni yo soy Bertolt Brecht, ni estoy trabajando en Hollywood. Dicho lo cual sigo leyendo, y así termina el cuento:
"Un día de estos, Brecht compra un pequeño Dios de la Suerte, al precio de cuarenta centavos, en una tienda china. Lo ubica en su escritorio, bien a la vista. A Brecht le han dicho que el Dios de la Suerte se relame cada vez que lo obligan a tomar veneno."

Me digo entonces que tengo que conseguir con urgencia uno de esos dioses de la suerte, prodigiosa metáfora. También me animo con la idea de que, salvando de nuevo las distancias, bien podría Bertolt Brecht haber trabajado allí donde yo malvendo las horas de mi vida diariamente, haciendo algo parecido a lo que a mí me ha tocado en suerte hacer. Si Brecht, siendo quien era, lo pudo resistir, ¿por qué no habría de poder resistirlo también yo?

martes, marzo 29, 2011

Revelación

La gente por lo general no sabe que tarde o temprano se va a morir.

Por supuesto, alcanza con que uno haga una declaración como ésta para que de inmediato se desate la polémica: ¿cómo podría alguien dudar de su propia mortalidad? ¿Acaso no es el hombre la única especie en el mundo biológico con pleno conocimiento de su propia finitud? ¿Habrá alguien dispuesto a desmentir que fuera de un cierto marco que podemos convenir en llamar de-expectativa-razonable-de-vida la muerte es algo inevitable? Todo lo que se quiera; pero no es lo mismo poder decir ya sé que no soy inmortal, que más tarde o más temprano voy a morir, que tener plena conciencia de ello.

Conciencia de nuestra fragilidad, de nuestra caducidad, eso es algo que en definitiva nos falta. De lo contrario -y esta es la fuerza de la evidencia- no viviríamos del modo en que vivimos.

¿Qué harías si de repente supieras que no hay un mañana?...

Es verdad, podemos jurar que sí lo habrá, y seguramente estaremos en lo cierto. Hasta que un día nos equivocaremos.

domingo, marzo 27, 2011

El peso de un poema

Hemos perdido aun este crepúsculo.
Nadie nos vio esta tarde con las manos unidas
mientras la noche azul caía sobre el mundo.
Desde hace varios días tengo dando vueltas en mi cabeza esta primera estrofa del Poema 10 de Pablo Neruda. Desde hace varios días esta primera estrofa me espanta más de lo habitual.

Por supuesto, lo que me espanta no es el poema, sino la certeza de la pérdida. La pérdida de un crepúsculo, de una noche, un día, una semana, un mes, una vida, de repente tan breve, tan fugaz, y nuestro propio dejarnos estar ante lo inevitable.

Y además, claro está, el peso de esos otros dos versos...
¿Por qué se me vendrá todo el amor de golpe
cuando me siento triste, y te siento lejana?

viernes, marzo 25, 2011

Déjate llevar por el niño que fuiste

El Libro de los consejos en realidad no existe. Jamás ha sido escrito, y por lo tanto mucho menos ha sido jamás editado. Y si nos atrevemos a ponerlo así, en blanco sobre negro y de un modo tan tajante, es porque su propio autor de tal modo lo ha revelado.

Pero aquí nos enfrentamos al primer dilema: ¿puede hablarse de un autor en un caso como el que nos ocupa? ¿Puede ser alguien autor de algo que no se ha llegado a escribir?

El segundo dilema es que nos atrevamos nosotros a poner en duda la palabra del autor en cuestión, el de ese libro que según él nunca ha sido. Y aunque es verdad que lo hacemos un poco con la rebeldía de quien pretende divertirse contradiciendo la evidencia, no menos cierto es que la evidencia tantas veces ha sido refutada como falsa. Además, el propio José no ha sido ajeno a esta clase de actitudes.

Pero vamos a los hechos: tenemos un título, un autor, podemos dar cuenta de dos o tres citas textuales... ¿Qué más se necesita para que tengamos un libro de pleno derecho? El mismo autor de este libro, que según él no es, ha mencionado en las páginas de otra obra suya el concepto de quien temerariamente sugirió que un libro, para ser tal, debiera poder sostenerse apoyado de canto. ¿Habrá de ser realmente semejante detalle algo crucial? Pues en caso de que lo fuera, arreglemos la cuestión añadiendo la cantidad necesaria de páginas en blanco hasta lograr ese volumen. ¿Quién ha dicho que todas las hojas de un libro deban necesariamente estar llenas de palabras o de imágenes?

Luego, como perdidas o encontradas en medio de todas esas páginas en blanco, metáforas de la vida misma o invitaciones a que cada lector complete con sus propios pensamientos una obra claramente abierta, irían los consejos en cuestión, de los cuales podemos dejar constancia, según ya hemos dicho, de por lo menos tres.

"Mientras no alcances la verdad no podrás corregirla.
Pero si no la corriges no la alcanzarás.
Mientras tanto no te resignes."
"Si puedes mirar, ve. Si puedes ver, repara."
"Déjate llevar por el niño que fuiste."

Sinceramente, ¿se necesita algo más para tener un libro? ¿Serán necesarias más palabras, acaso sólo de relleno, para justificar el valor de lo que ya ha sido dicho en tan pocas?


lunes, marzo 21, 2011

Hace una década también soñaba cosas

Repasando algunos papeles viejos, me encuentro con una reflexión escrita hará unos diez años atrás. La vuelco aquí, porque todavía tiene vigencia, y sin cambiarle una coma, para que quede constancia del paso del tiempo:

La mente humana tiene varios lugares oscuros, por no
decir deficiencias. O al menos, de acuerdo a mi muy
modesta opinión, yo en el lugar del Creador hubiese
dispuesto algunas cosas de un modo un tanto diferente.

Por ejemplo: me parece algo horrible que una persona,
digamos A, pueda soñar una situación determinada de la
que también toma parte otra persona, digamos B, no
sólo sin que B sueñe simultáneamente ese mismo evento,
sino sin que pueda tomar conocimiento de haber
participado en el sueño en cuestión.

Porque por lo demás creo que resulta inevitable que
ese sueño modifique el modo en que A se relaciona con
B (sin que B lo sepa). Y no es que A no sepa que el
mundo onírico y el mundo real son cosas diferentes,
pero si se considera una visión fenomenológica del
asunto, es claro que no resulta sencillo abstraerse de
las sensaciones imbricadas en el sueño del caso.

Como diría el mismísimo René Descartes, para no
ponerme tampoco tan fenoménico: es verdad que en una
situación onírica las cosas soñadas no son reales (?),
pero el miedo que siente el soñador en una pesadilla,
la alegría que siente quien sueña que algo le sale
bien, la tranquilidad o la pasión o la incertidumbre
que producen determinados sueños, todas estas
sensaciones sí son reales, desde el momento en que
residen en el alma de quien ha soñado.

Y entonces el despertar, y el desvanecimiento de toda
fantasía, pero he aquí el dilema: lo onírico se
desvanece, pero estas sensaciones, que sí son reales,
no tienen entonces hacia dónde correr.



miércoles, marzo 09, 2011

Bolsa de trabajo

En un contexto mundial en el cual la falta de posibilidades para conseguir trabajo se ha convertido en un mal endémico incluso en las naciones más desarrolladas, resulta paradójicamente inquietante leer algunas noticias que dan cuenta, al fin y al cabo, de ciertas alternativas laborales.

En Libia, por ejemplo, el régimen de Muammar Khadafi sigue masacrando civiles, convencido de que tal es el precio a pagar por mantenerse en el poder algún tiempo más. Y para acallar a quienes reclaman mejores condiciones de vida, decidió abrir una nueva fuente de empleo: para no quedarse corto con la tropa, inició una campaña de alistamiento cuyo foco fue puesto en los inmigrantes africanos, tanto o más desfavorecidos que sus hermanos libios, pero más ajenos que ellos a eventuales pruritos patrióticos.

"Iban buscando inmigrantes negros, y muchos aceptaron porque la paga ofrecida era alta: 500 dólares al día", relató un hombre nacido en Ghana, que cuando había trabajo en Trípoli vivía como obrero de la construcción. "No sé cuántos se alistaron, pero fueron muchos. Les hacían una prueba para comprobar que sabían usar armas de fuego y los mandaban a combatir a los rebeldes de Bengasi."

Un somalí que hasta no hace mucho también trabajaba en la construcción en la capital libia, dijo que entre sus compatriotas el dinero ofrecido para combatir a los rebeldes había sido mayor, hasta 800 dólares diarios. "Es que nosotros tenemos experiencia, sabemos luchar mejor", explicó.

La acotación tiene su razón de ser, porque el ofrecimiento laboral suponía cumplir con alguna calificación básica: era necesario saber disparar, por ejemplo. Y estar dispuesto a hacerlo tomando a los rebeldes como blanco.

En el mismo diario electrónico, otra noticia: El narcotráfico seduce a las indígenas mexicanas, dice el título. La nota explica que las jornaleras ganan la mitad que los hombres, que ya de por sí reciben poco y nada, por lo cual el campo ya no es una alternativa laboral para ellas. En cambio, sí lo es trabajar para quienes se vinculan con el crimen organizado. No nos apuremos a condenarlas: después de todo, no es menos crimen la exclusión y la miseria que las empuja a buscar alternativas para sobrevivir.

Dice el artículo que en las zonas indígenas de México sobreviven seis millones de mujeres en medio del analfabetismo, la falta de salud, la desnutrición propia y la de sus hijos, la discriminación, la explotación y el abandono. Las que tienen suerte reciben 30 dólares semanales, que les pagan por realizar labores rurales en jornadas de hasta 12 horas. "Por eso aumenta el número de mujeres del sector rural que pasan a engrosar las filas del narcotráfico, porque la droga es mejor negocio que el maíz", denuncia la Central de Organizaciones Campesinas y Populares.

Indígenas mexicanas narcos. Inmigrantes africanos metidos a mercenarios. Por no hablar de las legiones de niños, niñas y mujeres que en tantos lugares del mundo venden sus cuerpos por monedas o un plato de comida. Alternativas de trabajo no faltan, evidentemente. El que no trabaja es porque no quiere.


lunes, marzo 07, 2011

La pregunta sin respuesta

"Si alguien quiere que lo reconozcan, basta que diga quién es", parece que dijo una vez Albert Camus.

"En la generalidad de los casos, lo más lejos que llega quien tal aventura osa proponerse es decir el nombre que le pusieron en el registro civil", parece que le respondió Saramago.

¿Qué podría yo añadir a este diálogo?

Acaso cada una de las palabras que han venido a parar a este sitio. Todas ellas, sin excepción, intentan decir un poco quién soy; incluso cuando todas ellas sean, invariablemente, más pregunta que aseveración.

¿Quién soy?... No lo sé.

De pronto se me ocurre que tal vez nunca llegue a saberlo.


viernes, marzo 04, 2011

Matemáticas

"Contar los días con los dedos y encontrar las manos llenas", leo una y otra vez en la contratapa del libro, y ni siquiera importa cuál libro, pues lo que vale aquí es la frase en sí misma.

En mi intento por encontrarle más coherencia al asunto, desde hace un rato largo vengo repitiendo el simple gesto descripto con mi propia mano, primero cerrada, y luego haciendo la cuenta con los dedos, uno, dos, tres, cuatro, cinco... Hasta que la mano queda abierta, y entonces miro, cierro, y recomienzo: uno, dos, tres...

¿Son días los que estoy contando? Realmente no lo sé. Simplemente cuento. ¿Y qué encuentro tras haber contado? La palma de mi mano. ¿Llena?... ¿Vacía?... Tampoco lo sé, porque desconozco qué es lo que estoy buscando. Podría ser que estuviese llena de incertidumbres, o vacía de certezas, o al revés, y esto sólo por poner un ejemplo, porque seguramente lo que estoy contando son en realidad otras cosas, es raro esto de que se pueda contar sin saber qué se cuenta, aquí, en esta mano ora abierta, ora cerrada, ora contando, parecen de repente unirse el álgebra y la poesía.

A menudo me parece que la mano está vacía. Cuento y no aparece nada en ella. La mano se me hace llena de vacío, llena de preguntas, vacía de respuestas. Sé que no es así, que en realidad hay allí muchas cosas. Pero el saber y el sentir a veces no se llevan todo lo bien que deberían. Entonces me pregunto si acaso se puede ser tan imbécil, tan inútil, tan estúpido. Y enseguida me corrijo, porque en realidad la pregunta es esta otra: ¿Cómo se puede ser tan estúpido?

En mi defensa diré que esta última pregunta tiene un doble sentido, porque puede entenderse como un "ser tan estúpido para haber estado viviendo todos estos días para contarlos luego y encontrar la mano vacía, por no haber quedado allí nada"; pero también podría significar "tan estúpido como para haber vivido todos estos días, contarlos, luego mirar la palma y no lograr ver nada; es decir no lograr ver todo lo mucho que en realidad hay allí".

Podría pensarse que la conclusión es penosa, pues tanto sea una u otra la opción que se elija seguiré siendo estúpido. Pero la diferencia es menos sutil de lo que parece, por aquello de que lo esencial no siempre puede ser aprehendido por los ojos. Y una cosa es no ver por no haber y otra no ver porque los ojos no han aprendido. De aquí que uno tenga la obligación de aprender a ver siempre un poco más. Especialmente allí donde a veces parece haber poco y nada.

Escribo esto último y de pronto vienen a mi mente las famosas sombras chinas, ese extraño arte milenario que al decir de Roman Gubern en realidad se originó en la isla de Java, en el cual las manos, que nada tienen, demuestran que sin embargo tienen tanto por decir.

Vuelvo a mirar mis manos. Veo que han cambiado, y han cambiado mucho a lo largo del tiempo. Pero siguen siendo mis manos, por extraño que parezca. Me pregunto entonces, una vez más, qué tan vacías están. O qué tan llenas. Me gustaría saberlo, sinceramente, para no sentirme tan triste en estos días en que me da por contar, sólo para terminar notando que las cuentas no me dan claras.