miércoles, noviembre 28, 2007

t1: Filosofías urbanas

Hay un punto, en la Ciudad de Buenos Aires, en el cual la Av. Juan B. Justo toma altura para pasar en forma de puente sobre la Av. Córdoba y las vías del ferrocarril San Martín. Precisamente en ese lugar, una mano anónima se ha tomado el trabajo de pintar, justo en el borde del puente, y con grandes letras, que se ofrecen para ser leídas a quien viene manejando para pasar justo por debajo, la siguiente leyenda: “Somos el resultado de lo que pensamos.”

Es importante reparar en lo siguiente: haya sido por una decisión meditada por el autor de la curiosa frase en cuestión, o por una mera casualidad que hizo que las palabras fuesen esas y no otras, se ha evitado caer en la simplificación burda. Esto es, la frase no asegura que seamos lo que pensamos, sino el resultado de lo que pensamos. Y la diferencia no es precisamente sutil, sino fundamental. Yo puedo pensar que soy un pájaro, que no por eso lo seré, ni podré volar por los cielos si no es con ayuda de un artilugio tecnológico. Pero bastará con que lo piense para que el resultado de lo que de hecho soy se haya modificado.

Llegados a este punto uno advierte un detalle: la frase en cuestión no está en singular, sino en plural. ¿Tendrá este nosotros alguna relevancia específica, o será el mero producto de una manera de decir? En otras palabras, y aun cuando pueda sonar extraño, la pregunta es: ¿quién es nosotros? Aunque a poco de ponerlo en estos términos resulta más que evidente que la pregunta tiende, inevitablemente, a volver al singular: ¿quién soy yo? ¿Soy un individuo autónomo? ¿O solamente puedo pensarme en relación con los demás? Ya volveremos sobre esta cuestión, más pronto que tarde. Pero ahora regresemos a la declaración que, desde el borde de un puente, dio pie a estas reflexiones: Somos el resultado de lo que pensamos.

Se trata de una declaración subversiva, sin ninguna duda. Lo que ella viene a subvertir es, de hecho, la convicción tacita de que vivimos en un mundo estable y sólido. La convicción de que somos dueños de nuestra propia verdad. Ya todos hemos escuchado hablar a estas alturas de Sigmund Freud y de su teoría del inconsciente; pero el sentido común (ya lo señaló René Descartes tantos años antes: el sentido común es el más común de los sentidos, tanto que todos creemos tener suficiente) insiste en pretender que nadie puede conocernos mejor de lo que nosotros mismos nos conocemos.

Tal vez debiéramos volver a preguntarnos por la diferencia que media entre los conceptos de saber y creer. Y de más está decir que solemos creer tener esa respuesta. La cuestión es en qué medida ella se ajusta a la realidad de las cosas. ¿Sabemos quiénes somos? ¿O solamente pretendemos y/o creemos saberlo?

He aquí una respuesta posible: El creer está relacionado con el deseo, antes que con lo que uno se explica de manera racional. Por ejemplo, se cree en Dios, mientras que se saben cosas de las matemáticas, de física cuántica o de historia. Si cometiéramos la imprudencia de pretender ponerlo en términos psicoanalíticos, acaso diríamos que el creer tiene una relación directa con el deseo inconsciente del sujeto, en tanto el saber tiene una vinculación más íntima con el yo conciente. Claro que lo racional también está atravesado, queramos admitirlo o no, por el deseo, cuya verdad se nos escapa permanentemente, lo cual complica sobremanera las cosas. Dicho en otras palabras: no se trata de ver para creer, sino de creer para ver.

Curiosa coincidencia haber llegado hasta este punto, tratándose de inscripciones urbanas; pues precisamente esta última frase (creer para ver) puede leerse en un graffiti plantado en una pared sobre la misma Av. Juan B. Justo, a unas treinta cuadras de distancia de su cruce con Av. Córdoba. Somos el resultado de lo que pensamos. De lo que deseamos y de lo que creemos, en definitiva. La cuestión ni siquiera parece ubicarse tan distante del famoso cogito cartesiano. Cogito ergo sum: Pienso, de lo cual puedo deducir que existo. Siento, por lo tanto existo. Creo, y por eso sé que existo. Hay que creer para ver.

Hay momentos en los cuales la ciudad parece amenazar con convertirse en el esbozo de un tratado de filosofía.

domingo, noviembre 04, 2007

Si yo hubiese nacido poeta...

"De pronto el viento aúlla y golpea mi ventana cerrada.
El cielo es una red cuajada de peces sombríos.
Aquí vienen a dar todos los vientos, todos.
Se desviste la lluvia.
Pasan huyendo los pájaros.
El viento. El viento.
Yo sólo puedo luchar contra la fuerza de los hombres.
El temporal arremolina hojas oscuras
y suelta todas las barcas que anoche amarraron al cielo..."


(Si yo hubiese nacido poeta, seguramente hoy hubiese podido escribir estos versos de Neruda. Quizás los peces se hubiesen convertido en pájaros sombríos. Y vaya a saber qué cosa hubiese sido la que pasara huyendo... Pero no hay peligro: no soy poeta. Apenas sí otro hombre que intenta calmar su dolor con palabras.)

jueves, noviembre 01, 2007

La última cena


Dice el cable de la agencia EFE:

"Una foto de alta definición de la pintura La última cena de Leonardo da Vinci fue colgada el sábado pasado en la página www.haltadefinizione.com. En sólo cuatro días registró más de tres milllones de visitas. La calidad de la fotografía, de 16.000 millones de pixels, permite a los internautas penetrar hasta las entrañas del fresco y gozar de todos sus detalles.

"La última cena volvió a la vida en 1999 después de una larga restauración que duró 21 años, pero son muy pocos los privilegiados que han podido contemplar el fresco, pintado en una de las paredes de la Sacristía del Bramante, en la Iglesia de Santa María de las Gracias en Milán. El angosto espacio no permite que entren más de 20 personas a la vez, y se necesita reservar con meses de antelación para acceder a él. Por ello, sólo unas 300.000 personas contemplan anualmente La última cena. Además, los visitantes no pueden acercarse a menos de dos metros de distancia del famoso fresco.

"Ahora se presenta la gran oportunidad de observar una de las obras maestras del genial artista renacentista simplemente abriendo esta página de Internet, por iniciativa de la casa editorial De Agostini y la sociedad Hal9000, líder en el sector de fotografía de alta definición. La posibilidad de estar tan cerca de la imagen permite apreciar detalles como un pequeño campanario, de menos de dos centímetros, que se ve desde la ventana detrás de la figura de Jesús. También se pueden ver claramente los objetos presentes en la mesa, desde los vasos con el vino a algunos gajos de naranja en un plato frente a San Mateo. Con un poco de atención se pueden observar los detalles del manto de Judas, el único en el que Leonardo dibujó pequeños bordados dorados. Con el cursor se pueden acariciar las pequeñas grietas de la pintura de Leonardo, causadas por el paso del tiempo y por su intención de realizar un fresco pintado a seco. Esta obra de Leonardo, que sobrevivió milagrosamente al bombardeo de Milán en 1943 (los habitantes de la ciudad apuntalaron el muro con sacos de arena) fue restaurada siete veces, con diferentes técnicas. Leonardo no sabía que por debajo de aquel baptisterio pasaba un río que humedecía la pared sobre la cual había pintado, lo que provocó la pérdida de color apenas diez años después de que hubiera acabado el fresco. Mucho más tarde, la obsesión por fijar los colores supuso el empleo de colas que con el paso del tiempo oscurecieron el original hasta hacerlo casi imperceptible."

Hasta aquí la noticia. Y es inevitable pensar en Walter Benjamin, aquel que escribió que la obra de arte tiene un aura (el aquí y ahora de la obra, decía él) que es intransferible y que no puede ser volcada a ninguna reproducción, por perfecta que sea. Y es inevitable comparar la cantidad de 300.000 personas que contemplan anualmente la obra, contra los tres milllones que la han visto en menos de una semana. Y es inevitable apreciar el nivel de detalle que ofrece Hal9000 (la referencia a la HAL9000 imaginada por Arthur C. Clarke en su novela 2001: A Space Odyssey es tan obvia como preocupante), en comparación con los dos metros de distancia que separarán al espectador de la obra que se tome el trabajo de viajar hasta Milán, esperar varios meses para ingresar a la Sacristía del Bramante, y ver junto con otras diecinueve personas, en un angosto espacio y por un breve lapso lo mismo que vieron las cámaras que registraron lo que hoy nos muestra la pantalla a través de Internet.

Sin embargo, también será prudente preguntarnos qué pasará con todas las personas que a partir de ahora quedarán convencidas de haber visto en detalle La última cena de Leonardo Da Vinci, sin haberla visto en realidad nunca jamás.