domingo, mayo 31, 2020

Despertar del sueño 200531

Con los ojos cerrados, apenas despierto, todavía dormido,
escucho tus pasos y espero, ligeramente ansioso,
con la modesta felicidad de las cosas simples,
el momento en que te acerques despacio,
corras apenas las mantas y te deslices,
tu cuerpo desnudo, suave y tibio,
acurrucado otra vez junto al mío.

Con los ojos todavía cerrados, dormido, apenas despierto,
estoy atento a los sonidos, familiares y extraños,
pisadas de un perro, me doy cuenta
de que no estoy seguro de adónde estoy,
ni de quién soy, ni qué veré si abro los ojos ahora.
Intuyo que algo no está bien. Estás demorando demasiado
en regresar a la cama, pero no atino a moverme.

De repente siento el miedo, mis pies están fríos
y hay demasiado silencio, me abruma
mi desconcierto, estos segundos eternos en que
no logro recordar adónde me he quedado dormido.
¿Estaré en casa de mis padres? ¿O en cuál otra?
¿Qué edad tengo? ¿Por qué demorás tanto
en llegar a la cama, para aliviar este espanto?

Nadie lo sabe, pero cada mañana, al despertar
me siento más débil, me cuesta más recordar
o intuir qué cosas han sido reales y cuáles no.
Alguien ha muerto hace poco, me digo.
Quizás por eso me resisto todavía
a despertar del todo, para no tener que
hacerme cargo de mi propia mortalidad
y de las irremediables ausencias.

Me haría tanto bien sentir tu cuerpo tibio
acurrucado ahora mismo junto al mío.
¿Por qué demorás tanto?


lunes, mayo 18, 2020

Diario de cuarentena

Hoy recibí un correo electrónico en el cual me invitaban a participar de un "diálogo virtual" (tal fue la expresión que decidió usar el autor del referido correo) sobre tecnología y... En realidad -lo compruebo una vez más ahora mismo- el texto del mail prosigue diciendo: "...sociedad en tiempos de pandemia". Pero de alguna manera me empeciné en leer, sin darme cuenta del equívoco y de manera sistemática, una vez y otra, "soledad". Me digo que no puede ser casual. Que evidentemente se trata de un signo de los tiempos que nos toca vivir. La soledad, la tecnología que de un modo u otro la disimula, pero sin erradicarla, y la flacidez con que hemos resignado nuestras libertades individuales, acobardados por la tan temida pandemia, que se hace visible en las tristes máscaras detrás de las cuales hoy ocultamos nuestros rostros.

En efecto, las libertades individuales han sido las víctimas más notables de esta pandemia que se manifiesta, como una circunstancia inédita, a nivel mundial. Con una cantidad de víctimas abrumadora, según nos dicen los medios, y al mismo tiempo escasa, si la comparamos con otras tragedias peores, consecuencia directa del obrar de otros seres humanos. Y lo notable es cómo el miedo nos ha llevado a renunciar a dichas libertades, prácticamente sin resistencia. Entre tanto, nos conducen a vivir a las pantallas. Y nosotros vamos, mansos, incautos, casi se diría felices.

Es precisamente en una pantalla donde leo que alguien, parafraseando a Borges, y quizás también un poco a Kafka, escribe lo que se me antoja una especie de graffiti electrónico, que yo mismo vuelco en mi muro -otra pantalla- traducido a mis propias palabras:

"Otario comprende, justo antes de morir, que desde el principio ha sido condenado, que le han permitido el balcón, el zoom y netflix, sencillamente porque ya lo daban por muerto. El guardián, casi con desdén, cierra la puerta."

lunes, mayo 11, 2020

Despertar del sueño 200509

Viajábamos en el colectivo, junto con mi madre. Era de noche y nos dirigíamos rumbo al oeste. Faltaba poco para llegar, pero de todos modos me quedé dormido. Evidentemente también ella, porque al volver a abrir los ojos ya nos habíamos pasado. Era de noche. En la calle no se veía un alma. Nos levantamos de manera apresurada de nuestros asientos. Por la ventanilla alcancé a ver un restaurante cerrado, en una esquina, justo cuando el vehículo abandonaba una avenida para adentrarse en una calle lateral.

- En la parada, por favor -le indiqué al chofer.

Obedientemente, a los pocos metros el colectivo se detuvo. Descendió primero un hombre, le cedí el paso a una mujer, y finalmente bajamos mi madre y yo. Miré alrededor: no había nadie. El hombre y la mujer habían desaparecido. También el colectivo. Estábamos en medio de un descampado.

- Tenemos que tomar el 132 para volver -dijo mi madre.
- El 132 no pasa por acá -respondí, un tanto malhumorado; y de inmediato agregué: - Lo que necesitamos es saber adónde estamos.

En ese momento desperté. Y sucedieron tres cosas. La primera: comprendí que se había tratado de un sueño. La segunda: acaso no lo comprendí del todo, pues quise volverme a dormir de inmediato, para regresar al sueño y resolver el adónde estábamos y el cómo regresaríamos a casa. La tercera... Me dí cuenta del sinsentido: no había ningún problema para resolver. Entonces me dije que probablemente lo mismo suceda en la vida. Que nos preocupemos en vano por problemas que ya no es necesario resolver.

Juanjo Ramírez Mascaró on Twitter: "Y las torres Kio se habían ...

lunes, mayo 04, 2020

Sueño 200504

Es de noche. Estoy de vacaciones en alguna parte, en alguna pequeña ciudad que no identifico. Camino buscando algo, aunque sin buscar nada en particular. Cuando llego a una costanera me doy cuenta de que eso era precisamente lo que deseaba encontrar. Así son a veces las búsquedas, en los sueños tanto como en la vida real. Avanzo hacia una suerte de explanada, tapizada con un piso de ladrillos, cubierto a estas horas por un par de centímetros de agua. Me digo que debe ser por la marea alta, que tal vez de día ese mismo lugar esté seco, pero lleno de gente. Me gusta más así, bañado pero desierto. Una idea me entusiasma de pronto: me vienen ganas de bailar, o de correr. Comienzo un ligero trote. Hay alguien que me ha estado acompañando todo este tiempo; quizás un amigo. No me doy cuenta de quién sea. Aunque intuyo que en realidad estoy solo; que he llegado a inventarme que estoy con alguien, porque a veces la soledad es así, un espacio para desdoblarse. Una vez alguien me dijo que en los sueños todos los personajes que aparecen somos en realidad nosotros mismos, ni más ni menos.

Corro, entonces, sobre el agua, que curiosamente no llega a salpicarme. No es una carrera rápida; más bien se trata de un trote animado, incluso hasta feliz. El agua está calma. De alguna manera adivino que no es agua salada, sino dulce. No es el mar, entonces, sino un lago, o un río. De repente una voz, que suena autoritaria desde unos altoparlantes que no alcanzaré a ubicar, me dice que está prohibido estar en el agua y me ordena salir. El agua apenas me tapa los pies, y de hecho ni siquiera me moja, algo que debería extrañarme, aunque extrañamente me parezca natural, de manera que no veo razón para obedecer. La voz insiste, esta vez con un tono más amenazante, y yo la insulto mentalmente, aunque también es posible -e incluso probable- que en realidad vocifere una expresión cualquiera, algo así como "¡vení a sacarme, la reputísima madre que te parió!" Sigo corriendo, desafiante, hasta que el agua amenaza con llegarme a las rodillas. Imagino que la explanada se ha terminado, o que la marea alta sigue con su rutina de la creciente nocturna, ajena a lo que hagan los moradores en la costa. Paso entonces del otro lado de un pequeño murallón que divide el mundo de lo mojado y de lo seco. Quisiera hacerle saber al idiota del altoparlante que si salgo del agua es porque yo quiero, no porque alguien me diga que debo hacerlo. Y luego sigo trotando.

La costanera es breve. Termina en una especie de rotonda que, al seguirla, obliga al viandante a regresar sobre sus propios pasos. Eso es lo que hago. Descanso antes un rato, sin embargo, recostándome contra un alambrado. La persona que me acompaña, esa que tal vez en realidad no esté allí, me pregunta entonces por qué no obedecí a la voz del altoparlante. Sé perfectamente de lo que habla, pero me empecino en hacer de cuenta que no lo sé. Una y otra vez le respondo eso: que no tengo idea de qué habla. El poste de la alambrada en el que estoy apoyado de pronto se mueve. Tal vez me confié demasiado al recostarme; finalmente no es más que una madera clavada en la arena; es imposible que tenga una base firme. Acomodo el poste lo mejor que puedo, para que siga en su lugar y nadie me acuse de destruir propiedad privada, y luego sigo caminando. Un hombre gordo sale a mi encuentro. No parece peligroso, pero su actitud es agresiva. Me increpa por algo que al parecer cree que hice tiempo atrás. Le explico que de seguro me confunde con otra persona, que yo solo estoy de paso, corriendo un poco; que es la primera vez que estoy en ese lugar y que ni siquiera sé con exactitud de qué lugar se trata. Para sacarme al gordo de encima le pego un sopapo y le vuelan los lentes. Aunque es probable que también ese gordo sea un producto de mi propia imaginación, porque son mis propios lentes los que se han caído. Veo venir entonces de nuevo a mi amigo imaginario, que llega a la carrera, y me pregunta qué pasó. Le digo de mis anteojos. Creo que se queda a buscarlos, mientras yo sigo caminando. La verdad es que no necesito mis lentes para ver, al menos allí, en ese sueño, en esa noche.

Regreso. Vuelvo sobre mis pasos en mi caminata nocturna, y me pregunto si el vigilante de la voz del altoparlante me reconocerá al verme de nuevo. Ahora me llama la atención una confitería que está abierta y llena de gente. La voz del altoparlante está allí. Pero su función ahora es otra: ofrece café por tres dólares a los comensales. Lo veo. Es un tipo desgarbado, con barba desprolija, de aspecto descuidado, que intenta en vano hacerse el simpático. Cada quien trabaja de lo que puede, me digo. Y con un único trabajo no alcanza. Me siento un momento. "Disfruten de un regio café por tres dólares, que son apenas unos ciento cuarenta pesos", dice el flaco del altoparlante, haciendo mal la conversión. Pero sí, tres dólares suena como si fuese menos, pienso. Alguien toca melodías con un saxofón. Suena agradable. Un mozo ofrece porciones de un budín marmolado a quienes han decidido aprovechar la oferta del café. Yo no he pedido nada, pero de todos modos me dejan dos porciones. Pruebo el budín y es realmente sabroso. La música del saxofón de repente se detiene. Hay cierto tumulto a lo lejos. Me paro y salgo de allí, para ver qué sucede. Me doy cuenta de que me llevo lo que queda del budín, al mismo tiempo que me pregunto si alguien notará que no he pagado nada, pero sin preocuparme demasiado por el asunto.

Veo un tumulto varios metros más allá. Hay policías dentro de un banco, en el sector de los cajeros de autoservicio. Hay una persona tirada, otra que es retenida, gente que comenta. Dos mujeres intercambian opiniones y de pronto una de ellas se molesta visiblemente con algo que ha dicho la otra, y se retira con un ademán ofensivo que deja impávida a su oponente. Yo le digo a la mujer, aunque en realidad creo que se lo digo al mundo, que estamos todos realmente muy locos, y sin remedio.

Sigo caminando... sin rumbo, ciertamente. Me doy cuenta de este detalle en ese instante. Desde que logro recordar vengo andado sin rumbo. No sé adonde estoy, ni quién soy, ni qué busco. Escucho otra vez el saxofón. La melodía viene ahora de otro banco, donde no hay gente, porque allí no ha pasado nada malo. Han dejado los sectores de los cajeros automáticos abiertos por las noches, y el saxofonista parece haber decidido refugiarse allí para seguir su recital, ahora para sí solo. Entro al edificio. Me dejo guiar por el sonido, porque el banco tiene escaleras y muchos recovecos. Finalmente encuentro al músico y en silencio le hago señas, preguntándole si puedo quedarme a escucharlo. El detiene la pieza y me explica algo de lo que va a tocar a continuación, que no entiendo ni me interesa. Pero a cambio le digo: Iba a preguntarte si podía quedarme acá para pasar la noche. Pero entonces me dí cuenta de que esa pregunta sólo estaría bien planteada si la noche fuese algo a superar. Si llegar hasta el día fuese la meta o el objetivo. Pero no es así. El día y la noche son parte de lo mismo.

Solamente quiero descansar y disfrutar un rato de la música, pienso; porque esto último ya no lo digo, sino que nada más lo pienso. También me cruza por la mente la misteriosa continuidad que existe entre la noche y el día, y la noche siguiente, y el día que sigue, y así. Una continuidad que acaso copie la que existe entre la vida y los sueños. Y justo antes de despertarme pienso que la vida entera no es, en definitiva, otra cosa que una sucesión de momentos.


Cuarentena - Día 47

La noticia poco y nada tiene que ver con la cuarentena. O acaso tenga mucho que ver. Todo depende de cómo se lo considere. El asunto es que ayer falleció un hombre oriundo de la provincia de Córdoba, que seis meses atrás había ganado quince millones de pesos jugando a la quiniela. Eduardo, tal era su nombre, no murió por coronavirus, sino como consecuencia de un accidente cardiovascular. Las fotos que lo muestran feliz, antes de que el mundo supiera que vendría una pandemia que en muchos lugares del mundo clausuraría la vida tal como la conocíamos, son de data reciente. Aunque al momento de ser tomadas ni el Covid-19 ni los ACV figuraban de seguro entre sus preocupaciones.

Los periódicos se refirieron al difunto como "el hombre que hace apenas medio año creyó haberse consagrado como la persona con más suerte de la Tierra". Tal vez sea una exageración, pero tampoco tanta. En octubre de 2019 Eduardo Martí, convertido repentinamente en millonario por un golpe de suerte, celebraba en Villa Dolores en una fiesta que él mismo organizó junto a unos doscientos invitados, para morir pocos meses más tarde, después de permanecer dos semanas internado en un hospital a causa de un ACV.

03, 10, 11, 20, 25 y 30. Estos fueron los números de la boleta con la que Martí creyó sellar, a sus 58 años, su fortuna. “Este es el primer día de mi nueva vida”, declaró a la prensa al día siguiente de la confirmación del premio. Pueblo chico, no se molestó en ocultarse, como lo hubiese hecho quizás cualquier ciudadano de una gran urbe en similares circunstancias. Luego pidió una licencia sin goce de sueldo en su trabajo. Dijo que utilizaría el dinero para saldar deudas y comprar unos departamentos. Sueños a futuro. Durante la fiesta de celebración del premio se dedicó a bailar y a cantar junto a sus amigos durante toda la noche. Me pregunto cuántos no habrán deseado en ese momento estar en el lugar de Eduardo Martí. Luego, la pandemia habrá postergado sus proyectos. Y más tarde la muerte los clausuró.

El caso de este hombre me llevó a pensar una vez más en Enrique. Quisiera anticipar, en este punto, que jamás le he deseado el mal a nadie. Bueno, al menos a nadie que no lo mereciera. Pero confieso que sí me ha sucedido de sentir alguna que otra envidia. Como seguramente habrán sentido envidia muchos ante los quince millones de pesos de Eduardo Martí.

Lo cierto es que todo esto me llevó a recordar una reunión de fin de año en mi trabajo. Corrían los últimos días de diciembre de 2017 y todos parecían felices; pero yo no lo estaba, pues acababan de despedirme y sabía que en un par de días más me habría quedado sin trabajo. No recuerdo haberme fijado particularmente en Enrique, pero sé que ahí estaba él, divirtiéndose, riendo, y estoy seguro de que de haberme fijado puntualmente en él, hubiese sentido lo mismo que sentí por cada uno de aquellos compañeros de trabajo, que pronto iban a dejar de serlo: una inconfesable envidia. Porque yo quería estar en el lugar de ellos, de Enrique, de Pablo, de Marcelo o de cualquiera de los que al mes siguiente continuarían trabajando en aquel lugar.

Casi un año después de aquello, mientras buscaba trabajo en otra emisora, un conocido en común me preguntó si sabía algo sobre la salud de Enrique. Respondí sinceramente que no había vuelto a tener contacto con él. Así fue como me enteré de que cuatro meses después de mi desvinculación laboral a Enrique le habían detectado un tumor en el estómago bastante complicado, que lo había llevado a una quimioterapia y a una internación en terapia intensiva.

Después de eso no volví a saber nada acerca de la salud de Enrique. Sinceramente deseo que se haya recuperado y que esté pasando esta pandemia, lo mismo que yo, en su casa, junto a quienes sean sus afectos. Pero en cualquier caso la lección que me dejan, tanto Enrique como Eduardo, es que no resulta inteligente desear estar en el lugar de un otro. Porque nunca sabemos si ese lugar sea realmente mejor al que nos ha tocado ocupar a nosotros.

viernes, mayo 01, 2020

Notre vie c'est maintenant

Quiero regresar a ese jardín,
a esa lluvia, a ese momento.
Embrasse moi, alors,
como decía Prévert.
Embrasse moi longtemps,
para que sea posible
ese sueño, estar allí otra vez,
de nuevo, nada más porque sí,
porque vale la pena,
porque la magia es posible
de vez en cuando,
y me consta, porque ahí estás,
y aquí estoy, y aquí estamos,
en aquel jardín, ante esa lluvia,
o mirando este sol, o aquella luna.
Y no lo olvides, que es tal
como Prévert lo advierte:
Notre vie c'est maintenant.