viernes, diciembre 28, 2007

Respeto por la música



"Por su difusión de la música clásica y su profundo respeto por la música popular."

Así reza el agradecimiento impreso, justo arriba de mi nombre y debajo de una línea que en letra más destacada anuncia: "A personas que -sin saberlo- nos ayudaron".

Lo que tengo en mis manos es la partitura orquestal de la música para el ballet Kuarahy, compuesta en 1991 por Lito Vitale, uno de los músicos populares más talentosos de la Argentina, coreografiada por Julio López para ser bailada por Julio Bocca y Eleonora Cassano. Quien retoma ahora el proyecto, dieciséis años más tarde, es Donvi, el padre del compositor, y explica que la cuestión "se basa en un hecho real: la existencia de músicos populares que graban músicas propias de carácter sinfónico realizadas -en su mayoría- utilizando samples, es decir, muestras tomadas de instrumentos reales". Donvi reconoce que estos samples no son asimilables a una orquesta de verdad, y se pregunta cómo sonaría esa misma música con instrumentos reales. Así nace este trabajo de transcripción y reorquestación, que fue realizado por Javier Mareco y que derivó en la referida partitura y el citado agradecimiento, que en definitiva nos sigue pareciendo tan generoso como inmerecido.

Pero lo que llama la atención es que hayamos llegado a un punto en el cual parezca razonable que se deba agradecer a alguien dedicado al fin y al cabo a la promoción cultural el respeto por la música. Y lo más grave del caso es que en definitiva se comprende el exacto punto en el cual tal agradecimiento parece justificarse. Es verdad que no todo lo que suele ser llamado música resulta respetable, pero esto no es una cuestión que tenga que ver con los géneros, y ni siquiera con ciertos valores de cuestionable validez universal, tales como la originalidad o la complejidad en la elaboración, y por supuesto que mucho menos con los niveles de consumo propios de la industria cultural. Lo que Donvi ha querido identificar como respeto no es en realidad otra cosa que el convencimiento de que el concepto de la música no tiene que ver con esos valores sino con algo más profundo, llamado poiesis o poética, que es el poder intrínseco de cualquier forma de arte de conmover, de conmocionar, de aportarle algo trascendente a quien se atreva a exponerse a él.

No será respetable, entonces, el mero producto de la referida industria cultural, que se ubica en las antípodas de la poética, pues nace con el único objetivo de venderse y luego desaparecer en su propia fugacidad. Pero está claro que ni siquiera así las cosas resultan tan sencillas de catalogar, pues planteado de este modo queda en el arbitrio de cada persona, de cada sensibilidad, la determinación de qué cosa pueda ser llamada arte. Y aquí radica el nudo de la cuestión: acaso el único rol posible de la crítica musical, literaria o plástica, y de la educación estética en general, sea no la determinación dogmática de qué cosa deba ser llamada arte, sino la enseñanza que lleve al descubrimiento de esa conmoción interna que debe permitirle a cada sensibilidad particular, única e irrepetible, la diferenciación entre aquello que verdaderamente conmueve y lo que meramente gusta, de manera superficial.

Lo que Donvi llama respeto, no es entonces otra cosa que la ausencia de un prejuicio que lleve a dictaminar de antemano qué cosas merecen entrar en los sacrosantos recintos del arte admitido como tal por el canon dogmático de turno, y qué cosas quedan, por el contrario, afuera, como parias en el desierto, desautorizadas por no atenerse a ciertos moldes o valores prefijados.

Y si vamos a preguntarnos entonces por el modo en que tales valores cobran forma y peso, en esto nos puede ayudar la lectura del ensayo de Pierre Bordieu titulado "La metamorfosis de los gustos", donde se describe entre otras cosas la manera en que una élite cultural, que se define a sí misma por sus consumos culturales diferenciados (pues se trata en definitiva de un consumo, idéntico al de la industria cultural), delimita con ello ciertos valores simbólicos que determinan que sea bien visto destacar ciertas expresiones estéticas en detrimento de otras. Así, por ejemplo, el consumo de una especie de música diferenciada, llámese culta o académica, puede diferenciar de una manera clasista a quien se ubique dentro de un grupo de élite. Aunque lo mismo sucede con las así llamadas músicas de culto, con algunas tribus urbanas o con la idea misma de estar a la moda que caracteriza a muchos grupos sociales.

Pero aquí viene un problema: porque al mismo tiempo que es preciso defender el bien simbólico cultural con uñas y dientes, puesto que define la propia identidad, cuando los procesos de alfabetización y/o difusión hacen que en estos consumos de élite se masifiquen se hace necesario avanzar sobre algún manifestación estética alternativa. Así es como se pasaría, por ejemplo, de Mozart, Brahms o Vivaldi a un Pierre Boulez o a Karlheinz Stokhausen. O en palabras de Bourdieu: "Para decirlo de manera más simple todos los bienes ofrecidos tienden a perder parte de su rareza relativa y de su valor distintivo a medida que crece el número de consumidores dispuestos a apropiárselos. La divulgación devalúa; los bienes desclasados ya no confieren “clase”; los bienes que pertenecían a los happy few se vuelven comunes."

La música popular no puede pertenecer, por definición, a la distinguida clase de los happy few, pues tal cosa supondría una contradictio in terminis. Por ende, en ciertos círculos canónicos no se la respeta. Pero no se trata en definitiva de arte, ni de estética, y ni siquiera de crítica musical, sino simplemente de consumos simbólicos. La música, el arte, la poiesis, todo eso se ubica en otra parte. Y sería bueno que lo recordásemos más a menudo, incluso cuando ello suponga ir en contra de lo que indican los dogmatismos.

miércoles, diciembre 19, 2007

Lo bueno, si breve...

La verborragia es un síntoma característico de nuestros tiempos. Que coincide, curiosamente, con el auge de un nuevo género literario: el microrelato. Hablamos de cuentos sumamente cortos, que por su extensión pueden ser leídos durante un viaje en colectivo y en ocasiones también en un viaje en ascensor. El desafío es poner en la menor cantidad de palabras posibles una situación, de tal modo que ni una sola de esas palabras pueda ser eliminada sin poner en riesgo la coherencia total del relato.

¿A qué se debe este auge del microrelato? ¿Será una reacción a la vacía verborragia? ¿O será que cada vez hay menos tiempo para escucharnos, lo cual exige entrenarnos en un todo-lo-que-se-diga-debe-ser-breve-muy-breve, pues-no-hay-tiempo-para-detenernos-a-prestar-atención?

Una amiga propuso días atrás en su blog escribir pequeños cuentos, extremadamente breves, de no más de diez palabras. Le advertí que no me atendría a semejante límite, pero de todos modos escribí allí algunas cosas, como por ejemplo:

"De repente la vio, entre la multitud, y un rapto de lucidez supo que ella era el amor de su vida, la única, la predestinada. Quiso acercarse, dispuesto a decírselo, cuando el tren llegó a la estación y ella bajó. El empujó, pateó, imploró, pero en medio del gentío no pudo alcanzarla. Jamás volvió a verla."

O este:
"Hay un aciago día en el cual se empieza a dejar de creer. Alguien le dijo entonces que con fe todo se soluciona. Pero aunque quiso, él no pudo creerle."

O este otro:
"Desperté sabiendo de algún modo que escribiría la gran novela de mi vida. Heme aquí, poniendo el punto final a estas líneas."

Parafraseando otras lecturas, también arriesgué:

"Wan-Chu soñó que era una mariposa. Al despertar, no supo si era Wan-Chu, que había soñado ser una mariposa, o una mariposa que ahora soñaba ser Wan-Chu."

Pero todavía me faltaba cumplir a rajatabla la regla de las diez palabras, cuando me topé con este texto de un tal L. Houston:

After a short rain
We stepped into the garden
Growing together.

Son 11 palabras, pero en esta traducción posible da justo 10:

Tras una breve lluvia
salimos al jardín
a crecer juntos.

También me acordé de este texto de André Guide, citado por Sábato:

Cette amplification, que l'on confond si souvent avec le bien écrire, je la supporte de moins en moins... Quelle nécessité de faire un article ou un livre? "Cette amplification, que l'on confond si souvent avec le bien écrire, je la supporte de moins en moins... Quelle nécessité de faire un article ou un livre? Où trois lignes suffisent je n'en mettrai pas une de plus.

Que traducido dice más o menos así: "Esta tendencia a amplificar, que se suele confundir a menudo con el buen escribir, cada vez la tolero menos... ¿Qué necesidad hay de escribir un artículo o un libro?... Donde tres líneas alcancen, no pondré una palabra de más."

Curiosa cita para quien, tal es mi caso, suele ser verborrágico. Siempre necesito muchas palabras para decir varias veces lo mismo, de diferentes maneras. Sólo para sentir, al fin y al cabo, que no he logrado decir nada. O casi nada.

viernes, diciembre 14, 2007

Das Tier ist müde

Una vez leí un cuento...
Curiosa manera de comenzar un relato, remitirse a otro relato, pero así son las cosas a veces, la propia historia concurriendo en historias ajenas, a veces reales, otras veces imaginarias, que ni siquiera será fácil en ocasiones distinguir entre unas y otras, entre propias y ajenas, entre verdaderas y ficticias.

A veces puede incluso suceder que una historia sea absolutamente ficticia, y a pesar de ello sostener una metáfora auténtica. Pero no diremos si tal será o no el caso aquí, y volvamos al hilo inicial de este párrafo ahora mismo, a fin de mantener una mínima coherencia, que siempre resulta razonablemente exigible por parte del eventual lector.

Una vez leí un cuento. El protagonista de la historia era un vampiro, que durante siglos había vivido, obligado por la naturaleza de los de su especie, sumido en las profundidades de la noche oscura, alimentándose de sus víctimas, al fin y al cabo siempre inocentes, pero del mismo modo necesarias, bebiendo su sangre en silencio, y luego escondiéndose del espanto de la luz diurna, y debe entenderse que esta palabra, espanto, no debe ser tomada aquí como un calificativo estético, como quien dice que es espantosa de una enorme rata, que así y todo habrá a quien tal bestia no le resulte desagradable, sino que responde al hecho de que para los vampiros, tristemente para ellos, por fortuna para los hombres, que de este modo encuentran reparo a la acechanza de aquéllos, la exposición a la luz del día resulta mortal. Curiosa debilidad tratándose aquí de quienes, de otro modo, alimentándose de sangre humana y permaneciendo ocultos en la oscuridad y a buen resguardo de estacas clavadas en el corazón, resultan prácticamente inmortales.

El cuento en cuestión, si mal no recuerdo, pues lo leí hace tanto tiempo que de repente esa época me parece inmemorial, se titulaba “El monstruo está cansado” . Y tal era el nudo central del relato: el vampiro, harto ya de su propia naturaleza, harto acaso ya de estar harto, como bien cantara alguna vez un catalán, cansado de la eternidad en las sombras, de su soledad, del sabor de la sangre repetida en su boca, y de ese apetito constante que noche tras noche le devoraba el alma, que hasta los monstruos y los vampiros tienen una, un buen día (se trata obviamente de un decir, que nos referimos en realidad a una noche) reflexiona sobre su presente y su pasado, revisa su historia, cuestiona su porvenir, mira a través de los enormes ventanales de su castillo el cielo estrellado, y así transcurren las horas, hasta que en un determinado momento cierta indecible inquietud le hace notar que allá lejos, en el horizonte, el cielo parece haber comenzado a clarear.

El vampiro entonces duda, aunque su turbación apenas dura un instante. Con todo, este detalle no deja de ser destacable, pues los seres que en cierto modo pueden considerarse inmortales, incluso cuando semejante condición dependa de menudencias tales como no exponerse a la luz del día o evitar que una estaca de madera sea clavada en su corazón, poseen el don de no vacilar demasiado, lo cual no deja de ser a su vez curioso, siendo que precisamente ellos podrían tomarse todo el tiempo del mundo para reflexionar antes de dar un paso en falso, que después de todo, y a diferencia de lo que sucede con los mortales, tiempo es lo que les sobra. Tal vez sea una cualidad que enseñe el paso de los siglos. O acaso sea que los inmortales, por su propia condición, nunca dan pasos en falso. La cuestión es que el vampiro duda, cierto es que sólo un instante, y luego permanece tranquilo, viendo cómo el horizonte aclara de a poco, ahora ya de manera evidente, observando casi con curiosidad el modo en que las sombras se van disipando con lentitud. Luego se dirige al portal del castillo, lo abre de par en par, y comienza a caminar, sin prisa ninguna, de cara al sol naciente, que ya comienza a hacerse sentir. Por vez primera, en interminables centurias, una extraña calidez acaricia la pálida piel de su rostro.

Allí termina el cuento en cuestión. No estoy seguro de cual haya sido la razón por la cual me vino a la mente, algunas noches atrás, para quedarse desde entonces dando vueltas por mi cabeza. Acaso haya sido debido al título, por aquello de andar cansado, que así es como me siento yo de un tiempo a esta parte, y así es como ando desde entonces por la vida. O acaso haya sido debido a estas sombras, que desde hace un tiempo se han venido a instalar en mi alma, sin que sea capaz de recordar ni cuándo ni cómo las cosas comenzaron a ser del modo en que hoy son. O tal vez sea por culpa de este apetito insaciable, o de esta soledad, o simplemente porque hace ya tanto tiempo que mi rostro no siente la caricia de la luz del sol.

jueves, diciembre 06, 2007

El valor de un fragmento

Navego por internet, la red de redes, ese lugar que no es en sí un lugar, sino una colección de lugares, y al mismo tiempo todos ellos un no lugar al fin y al cabo, donde resulta posible encontrar cualquier cosa, desde lo más revelador a lo más intrascendente, que como siempre sucede es el enorme pajar dentro del cual se ocultan aquellas preciadas agujas. Navego por un rato sin buscar nada en particular, saltando de un vínculo a otro, cuando de repente me detengo en un poema.

Leo los primeros cuatro versos, que dicen así:

Me pesarán tus ojos
de aquí hasta la muerte.
La culpa ha sido mía:
yo no debí mirarlos.


Y llegado a este punto me detengo y me pregunto si convendrá seguir leyendo. Es tal el impacto de esas pocas, escuetas palabras, que me parece que cualquier cosa que venga después no podrá sino opacarlas. Me digo que a veces el mayor desafío para un artista es saber dónde colocar el punto final a sus obras, ese punto final que tantas veces debió haber aparecido antes, y no después.

Igual me tomo el trabajo de salvar el vínculo en cuestión, por si más tarde decido leer el resto. La tentación, se sabe, suele ser fuerte.