lunes, julio 31, 2023

Siempre es ahora

"Siempre es 'ahora'; nos regimos por palabras como 'pasado' o 'futuro', pero esa medida de tiempo en verdad no existe". 

Este fragmento, un copete tomado de una entrevista a una actriz llamada Brenda Santiago, estuvo circulando en estos días por varios muros de Facebook. Debo decir que al principio la idea me pareció magnífica. No importa cuándo, cada vez es inevitablemente ahora. Esto es cierto. Por más que ahora también debería decir, precisamente en este punto, que lo primero que pensé... 

Stop. Porque ahí está: ya apareció el pasado, representado a través de ese pretérito verbal que señala algo que fue antes de ahora. Claro que también es cierto esto otro: que ese pretérito aparece en el tiempo presente, ahora. Sin embargo, ¿ahora cuándo? Quiero decir: ¿cuánto dura el ahora

Lo curioso, entonces, es que si bien hablar de pasados o futuros sería ingresar en una abstracción imaginaria, con recuerdos que se desdibujan y un porvenir que todavía no es ni ha sido jamás, el presente tiende a tampoco existir. 

La demostración es bastante sencilla y tiene que ver con esa pregunta que se deslizó (de nuevo el tiempo pretérito) unas líneas más arriba (y allí sigue estando, todavía): ¿cuánto dura el presente? ¿Cinco segundos? Pudiera ser, pero en el segundo cuatro, los tres segundos anteriores ya son pasado. ¿Un segundo, entonces? En la segunda mitad de ese segundo, la primera mitad ya es pasado. Etcétera. No importa cuán pequeño sea el segmento que propongamos, siempre podremos dividir ese segmento de tiempo ad infinitum, en una serie tendiente a cero. 

Vale decir que no existen el pasado ni el futuro, que se resuelven en el recuerdo o la expectativa que tenemos siempre en el presente del ahora; pero tampoco existe el presente, que se disuelve en sí mismo. No obstante, nosotros mismos nos disolvemos en eso que al parecer no tiene entidad, que es el tiempo que nos atraviesa. 

Acaso el presente sea el punto inefable en el cual el futuro se convierte en pasado. Esa cuarta perpendicular que atraviesa un mismo punto a noventa grados. El largo, el ancho, la altura... y el tiempo, esa cuarta dimensión que nos toca sin que podamos verla. En otras palabras, quizás el tiempo no pasa, sino que somos nosotros los que pasamos.

martes, julio 18, 2023

El barco de Teseo

Menciona Plutarco, en sus "Vidas paralelas", el curioso caso del barco de Teseo, aquella nave de treinta remos, que los atenienses conservaron con cuidado y dedicación a lo largo de los años, quitando cada una de las maderas gastadas para ir poniendo en su lugar maderas nuevas, hasta que del barco original no quedó ninguna, dando tema a los filósofos para que discutiesen durante siglos y en vano, si de llegar a alguna conclusión se trataba, defendiendo unos la idea de que pese a todo seguía siendo aquella la misma nave en que había navegado Teseo, y otros que en realidad ya no lo era.

En verdad el caso en cuestión de curioso no tiene nada, aunque la pregunta continúe teniendo su interés, precisamente porque no tiene una respuesta definitiva. Todo será cuestión de creer o de reventar, como suele decirse. O de darle la preminencia a la sustancia o a la estructura. Nosotros mismos cambiamos nuestras células de manera permanente, algunas con mayor velocidad, otras más lentamente, pero a pesar de ello hay una estructura, una identidad, que parece permanecer incólume. O quizás no tanto.

Yo recuerdo haber leído en algún libro una relación entre el barco de Teseo y la identidad del ser humano, cuyo cuerpo envejece y se regenera a un mismo tiempo, que construye sus memorias sobre lo que va olvidando, un poco porque así lo elige a cada paso y otro poco porque los recuerdos son como agua que se escurre entre nuestros dedos. ¿Quién será esa persona, a quien ya no reconocemos, que aparece a nuestro lado en esa vieja fotografía desde la cual nos sonríe el niño que alguna vez fuimos?

Lo cierto es que ya no recuerdo cuál era el título de aquel libro leído, lo cual me pone en la incómoda imposibilidad de no poder releerlo. No recuerdo el nombre de su autor (¿sería Umberto Eco?... ¿José Saramago?...). Y sobre todo no recuerdo si quien lo leyó sería legítimamente la misma persona que escribe ahora estas líneas. Pero entonces me pregunto qué sentido tiene, por ejemplo, sostener una culpa por algo sucedido en el pasado, por algo que hizo ese uno que hoy ya es otro. O qué pasó con los sueños, con las promesas, con las esperanzas, con los amores de antaño, con los enojos, si somos, como aquel barco de Teseo, lo mismo que el propio Teseo y lo mismo que usted que está leyendo estas palabras ahora, siempre los mismos y siempre otros diferentes a un mismo tiempo, al punto de que ya no sepamos nada de nosotros, excepto que somos esto: un devenir.

Y de repente recuerdo esto que sigue, apenas una frase leída en el muro de una red social, que me impactó lo suficiente como para rescatarla del mar de palabras e imágenes que es internet, ese símil de la biblioteca infinita que imaginara Borges, en la cual la mayor parte de los libros no tendría ningún sentido: "Hoy me acordé de algo, pero no estoy seguro de haberlo vivido". Una frase que sin duda encierra más sabiduría que muchas bibliotecas que, quién sabe, acaso ya no recuerdo haber leído.

lunes, julio 17, 2023

Sueño 230716

Anoche soñé que estaba en un lugar que tenía una enorme pantalla en el techo, algo así como un televisor gigantesco suspendido en lo alto, aunque acaso estuviese en una pared, o cubriendo todo lo que alcanzaba a verse. Lo cierto es que era una pantalla de altísima definición, donde podían verse unas presentaciones fotográficas y unas animaciones en video que asombraban por su calidad extraordinaria. Más real que la realidad misma, podría decirse, y la expresión tendría su porción de justicia. Una música de corte electrónico, con un beat bien marcado y excitante, acompañaba las evoluciones de aquellas imágenes. Todo muy high end, ultra high definition. Todo muy cool. Yo miraba, aquí y allá, fascinado por los colores, la música, las luces, las formas en movimiento. En un momento saqué mi celular y grabé un poco de todo aquello que veía a mi alrededor. Un gesto contemporáneo de lo más común, cuando uno desea testimoniar algo. Después me desperté. Sentí de inmediato el regusto de una frustración marcada por la intuición de la imposibilidad. Vos dormías a mi lado. Debo haberme movido, o tal vez dije algo, todavía en medio de mi propia somnolencia, porque me preguntaste si estaba bien, si pasaba algo. Quise contarte los detalles de lo que acababa de soñar, para compartirlos, o para que no se desvanecieran. Pero dudé un instante, y enseguida noté que ya dormías de nuevo. Desvelado, me estiré para agarrar mi celular, para ver qué hora era. Debo haber tocado algo sin querer, porque comenzó a reproducirse un archivo, y entonces lo escuché. Aunque pareciera imposible, había quedado grabada una parte de la música de mi sueño. Era apenas un segundo de sonido, justo al final del audio, antes de que se cortara el archivo abruptamente. Pero intuí con felicidad que esa señal revelaba que podía haber algo más. Un puente entre el mundo de los sueños y el de la vigilia. Una dimensión hipnagógica, permeable, que conecta y comunica un mundo con el otro, el más allá con el más acá; quizás incluso la vida y la muerte. Entonces sí, quise despertarte, para que vieras lo que yo veía en mis sueños. Comprendí que esa sería la intimidad más absoluta que pudiese haber entre vos y yo. Quise hablarte, decirte, mostrarte las imágenes y los colores, las formas en movimiento, pero tenía que hacerlo sin despertarme, para que no se desvaneciera lo que veía, lo que escuchaba. Por supuesto, la idea de grabar todo aquello, para después llevarlo de un reino al otro, parecía ser de lo más razonable. Por supuesto, al final no pudo ser. Muchas veces me despierto en sueños, o sueño que me despierto, cuando en realidad sigo soñando. La incertidumbre, cuando eso me sucede, puede proseguir durante varias horas, después del despertar definitivo. La duda, que ya planteara Calderón de la Barca, al pensar el frenesí de la vida misma no más que como una ilusión, una sombra, una ficción. Que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.

miércoles, julio 12, 2023

Kundera, la música y los aplausos

Leo que murió Milan Kundera. Sin dudas uno de mis escritores favoritos. Alguien publica en sus redes sociales este fragmento, tomado de su obra "Los testamentos traicionados": 

"En los conciertos de jazz se aplaude. Aplaudir quiere decir: te he escuchado atentamente y ahora te manifiesto mi estima. La llamada música rock cambia la situación. Hecho importante: en los conciertos de rock no se aplaude. Sería casi un sacrilegio aplaudir y dar así a entender la distancia crítica entre el que toca y el que escucha; en ellos, no se está para juzgar y apreciar, sino para entregarse a la música, para gritar junto con los músicos, para confundirse con ellos; en ellos, se busca la identificación, no el placer; la efusión, no la felicidad. En ellos uno se extasía: el ritmo se marca con fuerza y regularidad, los motivos melódicos son cortos e incesantemente repetidos, no hay contrastes dinámicos, todo es fortísimo, el canto prefiere los registros más agudos y recuerda el grito".

Me quedo pensando en lo que sucede en la música clásica, donde el aplauso ha sido formalizado. El entendido sabe dónde y cuándo se debe aplaudir, y mira con un malicioso desdén o incluso chista a quien, por ignorancia de las reglas o por dejarse llevar, aplaude donde las normas dicen que no se debe. En un concierto, al finalizar el primer Allegro, por ejemplo. En cambio, en una ópera no parece ilícito aplaudir al finalizar el aria famosa de soprano o de tenor. Doble moral, que le dicen. Cosa curiosa, muchas veces es ese mismo entendido que antes chistó al aplaudidor impertinente quien, en su afán por demostrar que sabe que, ahora sí, la obra ha terminado y debe aplaudirse, se anticipa y asesina el mágico silencio que hubiese debido quedar suspendido durante unos segundos luego de la última nota, del último acorde de la obra, ese que todavía pertenece a la música y le da alma.

A mí me gusta escuchar. Por eso me doy cuenta de que a veces la música reclama el aplauso, y otras veces el silencio. En ocasiones es difícil compartir un espacio musical con otras personas, porque cada uno escucha desde su propia perspectiva, desde su propia sensibilidad, aun desde sus propios prejuicios. También están quienes, curiosamente, no escuchan. Han ido a un concierto, a un recital, pero la música no parece llegar más allá de sus oídos. A veces, el hecho de compartir un espacio y tiempo musical con otro, tiene un encanto que resignifica la experiencia. Otras veces la cosa no fluye, y uno se descubre deseando haberse quedado en casa, escuchando música en la comodidad de un buen disco y equipo de audio. Cuando la cosa no fluye, puede ser por falta de ánimo, por impericia del artista, y a veces por culpa de esos que no escuchan, ya sea que pontifiquen en vano o que no sepan cuándo la música reclama silencio. La sordera puede tener distintos matices. Algunas pseudomúsicas, como el reggaetón, así lo demuestran.

Sueño 230712

De repente tuve frío. Era razonable: tenía la remera empapada. Me la quité, y a pesar del frío no atiné a ponerme ninguna otra cosa. En la televisión hablaban sobre unas protestas, de gentes que reclamaban por algo que no pude precisar, vaya uno a saber qué cosas acerca de qué libertades, o si acaso ellos mismos conocían las razones de su descontento. Aterido, con el torso desnudo y la remera convertida en un bollo húmedo entre las manos fui hasta el dormitorio, y ahí estabas vos. Me miraste de un modo extraño, como si yo no te reconociera. Y tal vez fuese cierto. Te mostré el bollo, con una actitud que -ahora lo adivino- acaso haya sido propia de un idiota, y dije lo evidente: que mi remera estaba completamente mojada. Y enseguida añadí que por más que lo intentase no lograba recordar ni cuándo ni cómo había llegado a semejante estado. Vos me seguías mirando con esa expresión rara, mientras me decías que claro, que cómo no recordaba el agua, los charcos, las gentes, todo eso. Mientras hablabas, algunas imágenes comenzaron a llegar a mi mente. Intenté esbozar una queja: "Recuerdo algo. ¡Pero todo eso era parte de algo que soñé!", fue lo que dije. Entonces pensé que sí, que de todos modos algunos recuerdos tenía: recordaba el cielo, las nubes, el sol... Pero al mismo tiempo comprendí que no sabía cuándo había sido la última vez que había visto aquellas cosas, ni cómo ni cuándo había llegado a ese lugar en el cual estaba. De pronto me sorprendí pensando en mi padre. Me estremeció un escalofrío y me dije que debía escribir todo esto; lo que estoy escribiendo ahora. Me dispuse a hacerlo y mientras intentaba hilvanar las primeras palabras de un poema -que terminó no siendo- sobre un imaginario papel, luché por permanecer despierto, pues noté que un repentino sopor parecía vencerme. Como un remate que tanto podría tener como no tener algún sentido, el ruido de algo que cayó inesperadamente al suelo me terminó de arrancar de mi sueño. 

sábado, julio 08, 2023

Sueño 230708

Hacía mucho que no soñaba. O mejor dicho: que no soñaba fuerte, de manera inquietante, con permanencia de las imágenes y las sensaciones. Anoche todo eso regresó. No fue agradable, porque el sueño terminó adoptando la forma de una pesadilla, pero sí fue aleccionador. Recuerdo muy bien las sensaciones, emocionales y también físicas. Recuerdo, por ejemplo, el fresco de la noche sobre la piel, mientras observaba el cielo y las luces de la ciudad desde aquel balcón en forma de ele que daba a la Avenida Rivadavia y al mismo tiempo a la calle Emilio Mitre. Pasó mucho tiempo desde la última vez que estuve allí. Recuerdo también haberme tirado sobre el piso de baldosas cerámicas, que debía estar frío, pero que conservaba sin embargo el calor del sol recibido durante el día. En una curiosa dualidad, en mi sueño yo era Germán, el hijo, pero al mismo tiempo era el padre. No del modo en que todavía hoy lo sigo siendo, sino en un extraño repliegue de tiempos pasados, pues el hijo era el niño que había vivido en el departamento con ese balcón, en tanto el padre era el joven padre de una niña que hace rato se convirtió en mujer.

Luego recuerdo otra sensación, que solamente podría describir de un modo abstracto o por demás incierto. Me sale decir que era algo así como una repentina prevalencia de la maldad. Una sensación que, debo reconocerlo, no me resultó ajena. Quizás fue esa familiaridad lo más espantoso del sueño. Germán estaba enojado. Sin ninguna causa aparente, por cierto. Era un enojo repentino, absurdo, encaprichado, que afectaba por igual al hijo y al padre. O mejor dicho: al adolescente tanto como al joven adulto. Ese enojo crecía a medida que yo tomaba conciencia de su sinsentido, tanto como de que no parecía estar mis manos detenerlo. No recuerdo los detalles. Pero en un momento comencé a hacer fuerza, intentando dividirme, a la manera de un doppelgänger, buscando extirpar eso malo de mí depositándolo en un otro. Algo así como separar en dos corporalidades diferentes a Dr. Jekyll y Mr. Hyde. La imagen que tenía era la de un cuerpo -el mío propio- que yo intentaba dividir en dos. Algo que claramente no podría hacerse, pero que ahora comprendo como una potente metáfora onírica. 

Me desperté con sed, con un oído zumbando de manera horrenda (todavía zumba, al momento de escribir estas líneas), con dolor de cabeza, pero sin ningún enojo. No pude dejar de pensar, no obstante, y no sin una carga importante de culpa, en los tiempos en que sí, esos otros yo que supe ser solían ser tomados por enojos parecidos al de mi sueño, derivando en actitudes que todavía hoy me acongojan. Y de pronto me di cuenta, como si ello no hubiese sido evidente desde siempre, que esos demonios, que ese poder negativo, no es algo que me distinga especialmente. Que yo no fui ni de lejos, en definitiva, la única persona capaz de enojarse así, sin un sentido aparente, sin una aparente posibilidad de control. Revisé mentalmente mi entorno, mientras tomaba agua de la canilla del baño, y entendí que todos padecimos en algún momento la invasión de esos extraños demonios que nos llevan a convertirnos en sujetos desagradables, horribles, vergonzantes. Entendí que el ser humano, más allá de todas su civilización, su psicoanálisis y su cultura, es todavía un animal primitivo, que cada tanto cae doblegado por lo animal, por lo Hyde que se oculta en él. Hay gradaciones, como en todo, por supuesto.

Siempre tengo presente un antiguo estudiante que tuve, que solía ser agradable, buen compañero, atento con todos, hasta que un buen día su nombre apareció en los diarios, como el del asesino que había acabado a martillazos con la vida de su pareja. Ese día comprendí la existencia de ese demonio que puede convertir a cualquier persona en un asesino si no le oponemos la debida resistencia. Pero Stevenson describió muy bien las inútiles resistencias de Jeckyll para convertirse en su opuesto, ese que paradójicamente era también su más auténtico yo mismo. No nos engañemos: lo que Stevenson describió no fue un personaje individual, sino en general lo precario de la cultura humana enfrentada a su naturaleza salvaje.

Hace mucho que no me enojo. Enojarse hoy me parece una tontería. Me gusta descubrir mi costado más amable, con toda la carga significante que tiene esta palabra. Pero aún me pesa lo otro, la historia personal, sin ningún crimen que confesar, pero a la moral eso no le alcanza. De todos modos, hoy me sorprendió esta revelación, la de haberme sentido durante mucho tiempo diferente, con un pasado particularmente penoso por falto de un adecuado control, cuando todo a mi alrededor me muestra, todos los días, que lo salvaje está dentro de tantísimas personas, si acaso no de todas ellas. Nota al margen, todavía me zumban los oídos. Creo ya no estar soñando. Aunque no hay manera de estar seguro.

jueves, julio 06, 2023

Nos saludamos en la nube

Leo que un colega docente señala en su muro de Facebook que esta red social ya no se limita a alertarnos sobre los cumpleaños de nuestros contactos, sino que además ahora ofrece saludos ya preformateados: "Feliz cumpleaños, xxxxx", por ejemplo, y a continuación una serie de emojis festivos. Luego vaticina el paso que muy probablemente seguirá: la posibilidad de automatizar los saludos en cuestión, para asegurarnos de que se enviarán incluso si un día nosotros olvidamos entrar en la red social. Las salutaciones podrían programarse, por supuesto, a partir de criterios básicos de catalogación, tales como tipo de relación, grado de confianza, de afecto, etcétera.

Se me ocurre, entonces, ir un paso más allá en la predicción. Tras la programación automática de los saludos cumpleañeros los muros presumiblemente se llenarán de salutaciones que, por supuesto, será necesario agradecer. ¿Y qué mejor que hacerlo mediante una programación automática, conectada a un generador de textos del estilo GPT? Pasados algunos años, los cumpleañeros irán muriendo, naturalmente, al igual que los amables saludadores. Pero las máquinas se seguirán enviando mensajes, saludando y agradeciendo. Y quién sabe si a partir de esos diálogos artificiales, absurdos, no nacerán imprevistas relaciones con simulaciones de amor, reproches, esperanzas, celos, que llevarán nuestros nombres, aunque nos resultarán ajenas.

miércoles, julio 05, 2023

Sobrevida

Hace unos días falleció el hermano de una amiga, compañera de la cátedra en la cual doy clases desde hace muchos años. Esta compañera -flamante jubilada- fue de hecho mi docente en la asignatura. La despedida debió hacerla a la distancia, pues ella está radicada en Buenos Aires y el deceso tuvo lugar en Colombia. Quiso la casualidad que aquel hombre tuviese el mismo nombre que yo, aunque de este detalle yo me enteraría recién días más tarde.

Ayer mi compañera publicó en sus redes sociales un agradecimiento a todos los que de un modo u otro le habíamos acercado nuestro afecto y condolencias por esa muerte. El texto dice así: 

"Con todo mi amor y emociones encontradas doy gracias a todos los amigos y conocidos que nos saludaron por nuestro duelo por Germán".

Yo no había visto esta publicación. Y por la tarde recibí un mensaje algo extraño en mi celular. Era otra antigua amiga y compañera de la misma cátedra, que hoy está en Italia, del otro lado del mundo. El mensaje decía, de manera por demás escueta: "Hola. ¿Estás?". Yo estaba, así que respondí con un "hola, acá estoy". Entonces, del otro lado me enviaron un mensaje, esta vez con voz grabada, que decía algo sobre "el mensaje que publicó Ángela" y la angustia desde hace varias horas de intentar saber si...

Yo no entendía de qué publicación se trataba así que, mientras la grabación seguía avanzando, fui a ver el Facebook de Ángela, y ahí estaba. Estaba mi nombre, asociado a la palabra duelo. Que se entienda: no el nombre del hermano de mi compañera, sino el mío, que es el mismo, pero no. Sentí un frío que recorrió mi espalda, ese frío que te dice que sos muchísimo más frágil de lo que estás dispuesto a reconocer. Que te dice que, en efecto, un día no vas a estar más, carpe diem, todo eso. Creo que por un instante me sentí un fantasma. 

Después me reí. Me reí ante el equívoco, quiero decir. Pero debo reconocer que fue una de esas risas nerviosas, forzadas, como de idiota, que tapan algo que en definitiva es muy parecido al espanto.