viernes, octubre 23, 2020

Sueño 201023

Intento recordar más detalles, pero es inútil. El sueño escapa a gran velocidad. Retengo todavía, sin embargo, un par de imágenes del jardín de los estatuas. Y en especial mi sensación de angustia, al notar la velocidad con la que estaba oscureciendo. De pronto los detalles de las imponentes figuras de piedra dejaron de verse con claridad. Tuve una incierta sensación de peligro. Incierta pero al mismo tiempo definitiva. Recuerdo un cupido, visto a través del hueco que dejaban libre las torneadas piernas de otra escultura que se encontraba por delante. Recuerdo también un último atisbo del sol, escondiéndose detrás de una robusta balaustrada. Pensé entonces que la imagen era magnífica para tomar una fotografía. Sé que de haber tenido una cámara en ese momento me hubiese detenido todavía un poco más allí, como para poder recordar mejor ese instante más tarde, para rescatar al menos ese fugaz segundo de la incesante secuencia de las posteriores imágenes que sepultarían aquella visión en un inevitable olvido. Será quizás por eso mismo que ahora lo escribo; sin demasiados detalles, pues los detalles escapan ya de mi frágil memoria. Pero convirtiendo al menos el sueño en relato; en recuerdo de sueño relatado, que de seguro difiere en menor o en mayor medida del sueño que realmente fue. Pero así sucede siempre, con todas las cosas.

Como muy a mi pesar no tenía con qué sacar una fotografía, me limité a observar. Pero las sombras avanzaban veloces. De nuevo la sensación de peligro. Recuerdo la imagen de la doncella extendiendo su mano pétrea y delicada, curiosamente iluminada, como si las sombras avanzaran de un modo caprichoso, borrando primero el contorno general de la estatua, luego los detalles de su rostro, pero no así las manos, gentiles y blancas. Recuerdo haber corrido hacia ellas como si hubiesen sido capaces de rescatarme de algo, y tras haberlas tocado, y después de haberle agradecido a aquella figura, incluso sin saber exactamente cuál era el sentido de mi agradecimiento, continué con mi atropellada carrera  por el amplio pasillo exterior que me conduciría a un refugio antes de que la oscuridad, cada vez más cerrada, me impidiese ver nada en absoluto. Al llegar, un sirviente salió a mi encuentro para informarme que mi cuarto estaba listo. Me recordó que debido a la pandemia no le era permitido acercarse más a mí. Y añadió que por las mismas razones no podría utilizar el baño de mi habitación. Aunque si lo deseaba podría asearme en la habitación de enfrente, identificada como 6-B, que permanecía reservada a nombre de Serain, aunque en ese caso no se trataba de mí, sino de mi padre y/o de mi hija.

Es curioso. Según mi reloj apenas he dormido un par de horas y sin embargo ya no siento la necesidad de seguir descansando. Escribo lo poco que recuerdo de mi sueño, antes de que se me escape por completo. De fondo suena una sonata para violín y teclado de Bach, que puse en el reproductor antes de acostarme y continúa. Salvo que todavía esté soñando, claro está; pero sé que estoy despierto. También sé que el pianista que escucho es Keith Jarrett, pero me pregunto quién será quien toca el violín, pues no he reparado en ese detalle. Supongo que no importa. Miro hacia la ventana. Noto que está amaneciendo. Tomo una fotografía con mi celular, para retener el momento, incluso a sabiendas de que no servirá de mucho. Apenas para poder recordar algo de todo esto más tarde. Para rescatar un instante de la incesante corriente que nos arrastra al inevitable olvido.

Sala (una, de las tantas posibles)

Y sí. Finalmente llega, como llegan todas las cosas. Fatalmente, podría también haber escrito. En rigor de verdad uno escribe "finalmente" cuando se trata de algo deseado, o resignadamente ante lo que al menos no resulta tan temido. Y "fatalmente" es la opción cuando se trata de narrar lo inenarrable o de aludir a lo ineludible.

Aquí estamos, finalmente. Con este inexpresable y molesto sentimiento a cuestas, o tal vez sea todo un cúmulo de sentimientos, de emociones, de confusiones, de fugacidades, de un entrañable amor por esas dos, tres, cuatro personas que representan mucho más que estas pobres palabras. Y las ausencias, que se avizoran por un instante como una presencia invisible. De repente todo se confunde. ¿Estás acá? Y yo mismo ¿en dónde estoy, realmente? ¿Existe un aquí y un ahora, o acaso todo no sea más que el infantil producto de una ilusión ingenua?

Y sin embargo aquí estoy, a pesar de todo. Porque pensar, sentir, reflexionar, escribir, incluso cuando sea apenas un gesto definitivamente vano, es una forma de estar vivo, de crecer todavía, empecinadamente. De persistir, mientras la noche, callada y silenciosa, se convierte de una curiosa manera en algo así como un oasis. Al menos hasta que amanezca.

jueves, octubre 22, 2020

Antesalas

Yo no sé cuándo fue que comencé a perder la cuenta. La cuenta de las estrellas que hay en el cielo durante la noche. Por alguna razón me vino a la mente esta frase, pero en realidad hablo de la cuenta de los días. De los días, de las noches y de los años. Aunque algún oculto motivo tendrá, seguramente, esa comparación con las estrellas. Un motivo oculto incluso para mí; debería verlo en análisis. Si no fuera porque, por alguna razón que también se me escapa, he decidido tomarme un tiempo de mi analista. Un tiempo, he escrito. Me estoy desviando del tema, aunque evidentemente no tanto. 

Uno, dos, tres... Retomo el tema de las cuentas. Cuando uno es chico tiene muy presente estas cosas. Al paso del tiempo me refiero. Faltan tantos días, tantas horas, tantos minutos para que sea la Navidad, para que lleguen los Reyes, para tu cumpleaños. Es la oportunidad, la excusa perfecta para ser por unas cuantas horas algo así como el centro del mundo. Pero después te das cuenta. Inevitablemente, más temprano que tarde, llega la decepción. Ese ser algo así como un centro del mundo se extingue por completo al día siguiente, al cabo de unas pocas horas. Entonces resulta que los Reyes Magos no existen. Y que sus representantes en la tierra no son inmortales, como creías. Tampoco vos --me hablo a mí mismo. Que la Navidad es una fecha dispuesta de un modo arbitrario, sin nada que la sostenga. Que el paso del tiempo, en definitiva, tiene sus contradicciones y sus sombras. Esas sombras que son las que determinan que a la larga los Reyes Magos desaparezcan. O que un día descubramos que en cierto recodo del camino hemos dejado de crecer para comenzar a envejecer. A desaparecer también nosotros. Incluso con el temor a cuestas de nunca haber realmente sido.

Cuatro, cinco, seis... Crecer, no obstante, seguimos creciendo. Tal vez reflexionar sobre estos asuntos sea en definitiva una buena muestra de ello. O de todo lo que aun nos falta. Pero entonces, de nuevo, se me presenta la triste pregunta de para qué --o para quién-- escribe uno todas estas cosas. La pregunta no es triste; acaso sí la falta de una respuesta clara y definitiva. Para qué este vano intento por poner imprecisas emociones en letras, en palabras. Para que las lea quién. Tal vez sea una forma de llevar adelante un análisis introspectivo. Dicen que la palabra cura, o al menos libera. O acaso una vez más uno esté inconscientemente --secretamente-- intentando darse a conocer. Lo cual viene a ser casi lo mismo que intentar llamar la atención de alguien. Uno escribe como quien manifiesta: Hola, acá estoy, esto que dice, esto que habla... Soy yo. Do you hear me? Do you see me?

Siete, nueve, once... Al fin y al cabo no es tan diferente de cuando uno de chico esperaba a los Reyes (pero esa magia no existe, mi querido yo; aunque sí existan otras), o esperaba ser el centro de la atención de alguien porque estabas a punto de cumplir años. O porque tenías miedo. Y un buen día te sucede que si no te lo recuerdan, ni siquiera te das cuenta de que estás a punto de cumplir años otra vez, de nuevo. O te asalta la sorpresa cuando, si te preguntan cuántos son los que cumplís, de repente comprendés que para responder tendrías que detenerte a sacar la cuenta.

Quince, dieciocho, veinte... Y de nuevo estás a minutos de que llegue el día, y entonces te ponés a escribir, porque encontrás que es la mejor de las opciones. Es eso, o perderte en una película, o hacer las dos cosas al mismo tiempo. Estás intentando escaparte, aunque ello sea imposible. Estás pretendiendo olvidarte. Caer en el olvido es algo inevitable. Olvidarte mientras todavía sos presente, en cambio es algo que uno busca, algo que se persigue, para disipar la angustia. Pero no sé si realmente quiero olvidarme, en el momento de estar escribiendo todo esto. Es probable que escribir, incluso cuando se haga sin un objetivo claro, sin un plan trazado, es también un modo de crecer. Hola, acá estoy, soy esto que habla y que dice que...

Cuarenta, cuarenta y ocho... Faltan minutos, cada vez falta menos. Mirás a tu alrededor y allí están las inevitables ausencias. Algunas ausencias que no pueden repararse, principalmente. Y hay también presencias tácitas, tan bienvenidas, pero que por alguna razón escapan a la posibilidad del abrazo, al amparo de perderse por un rato o para siempre en los brazos o el regazo de un otro que contenga, que aguante, que resista, que nos mienta, si es necesario, diciendo que todo está bien, que estamos en casa, que estamos a salvo. Pero las ausencias... Porque hay un momento en que ya no importa si son tantos o tantos. Si cincuenta y tres o cincuenta y seis. Pero en definitiva uno dice que no importa, y se convence a sí mismo de que no importa, porque en el fondo sí importa. Porque si esto sucede es precisamente porque hay un momento en que la balanza comienza a inclinarse peligrosamente, y el platillo de los días ya vividos definitivamente pesa más que el de esos otros días que uno, con la mejor expectativa, espera que resten por vivir. 

¿Para quién uno escribe todas estas cosas? 

Sinceramente no tengo la menor idea.

viernes, octubre 16, 2020

Sueño 201012

Los muros pesados, de un gris manchado y profundo, ornamentados con silenciosas molduras y dibujos, denotaban el paso de un tiempo acumulado incalculable. "Esta es la ciudad vieja ▬recuerdo que dijo alguien▬. El gobierno quiso alguna vez modernizarla, pero los residentes se opusieron a cualquier cambio y entonces quedó todo así, como el testimonio de otra época."

El vehículo se movía lentamente por las calles de tierra, y yo observaba con atención desde mi ventanilla. En cada parcela había apenas una o dos construcciones, todas con similares paredes, del mismo gris antiguo y manchado, pesadas y cerradas ▬sospechosamente cerradas▬ y mudas; imperturbables. Inmóviles. Pero no con la lógica inmovilidad de cualquier edificación, sino con la que le podría corresponder a un misterio insondable. No pude sino preguntarme cómo serían aquellas casas muros adentro. Cómo sería vivir allí, o cómo sería el interior del almacén del pueblo, clausurado probablemente a la curiosidad de cualquier visitante. Tuve el repentino deseo de que el autobús se detuviese para poder bajar, pero eso no sucedió. La marcha continuó, siempre lenta y silenciosa.

Me pregunté también cómo se habrían formado aquellos piletones fantásticos que observaba por doquier, pues el pueblo se había establecido en derredor de unas extrañas formaciones termales. Supuse que tal vez hubiesen estado allí desde siempre, desde infinitamente antes de que el primer habitante de aquella ciudad vieja hubiese decidido levantar el primer muro de la primera casa.

Las termas; las famosas termas... ¿Por qué todas las puertas y ventanas permanecían tan empecinadamente cerradas y en silencio? El agua brillaba con una hipnótica fosforescencia de color esmeralda y permitía apreciar un irregular fondo rocoso, que se adivinaba cálido y acogedor. La arboleda tupida, también gris y callada, no se atrevía a dejar caer una hoja en el agua. De algún modo supe que ese sustrato acuoso, acaso se diría mágico, impediría que una persona se sumergiese en él, como si fuese un mar muerto, aunque en este caso bulliciosamente vivo, aun en medio del profundo silencio y de la notoria ausencia de cualquier señal de vida visible.

Volví a preguntarme cómo sería habitar en aquel lugar. La apariencia era la de un pueblo abandonado desde hacía mucho tiempo atrás. Pero yo intuía la vida detrás de las paredes de esas casas clausuradas, detrás de las pesadas puertas, de las ventanas dormidas con sus postigos cerrados. Imaginé dentro las alfombras descoloridas y los caireles pálidos y los muebles añejos, profusamente trabajados, con el estilo propio de siglos pasados. En aquel lugar el tiempo se había detenido. Lo único que permanecía en movimiento era nuestro vehículo, que se desplazaba lentamente. Y las gentes permanecían dentro de sus casas. ¿Por temor? ¿Debido a un sordo empecinamiento? ¿Porque no deseaban ser vistos por ningún forastero?

Supe que el automóvil no iba a detenerse, por más que lo deseara. Decidí entonces hacer lo posible para recordar mi sueño, con el objetivo de regresar a esas mismas calles en otra ocasión. Quería volver a contemplar otra vez esas casas inmóviles más de cerca, acaso probar suerte en alguno de sus umbrales, delante de alguna de aquellas puertas. Quería regresar también a aquellas fosas de agua esmeralda, a aquellos oscuros árboles milenarios. Deseaba plantearle preguntas al misterio sin palabras. Fue entonces que se me ocurrió la idea de fijar la ubicación de aquel pueblo antiguo y de aquellas termas en el Google Maps de mi celular, para tener más tarde las coordenadas de referencia. La respuesta en la pantalla de mi dispositivo fue abrumadora: "TIEMPO CERO - DISTANCIA INFINITA", fueron las palabras que leí.

Desperté en mi cama, sabiendo que en alguna parte aquellas casas antiguas e inaccesibles continuaban existiendo, y que muros adentro permanecía el misterio y alguna imprecisa forma de vida. Miré la pantalla de mi celular, que extrañamente se hallaba al alcance de mi mano. Consulté el historial del Google Maps, y pude verificar que, por supuesto, estaba vacío. En determinados casos resulta infructuoso confiar la suerte a las nuevas tecnologías.




sábado, octubre 03, 2020

Sueño 201003 - Escenas musicales

Cuando desperté, el concierto todavía estaba allí, sonando dentro de mi cabeza. Y también seguía pensando en la copia del CD que debía hacer para Daniel Barenboim.

El sueño comenzaba, precisamente, con Barenboim recibiendo de pie, junto a un gran piano Steinway de cola, con su tapa abierta, listo para ser tocado, nada menos que a Jacqueline Du Pré. Mucho más joven y alta que él, la violoncellista se hacía presente luciendo un ostensible embarazo. Divertido, Barenboim la recibía con una elocuente frase en inglés: Something is growing on you.

Lo curioso es que el bebé ya había nacido. Muy chiquito, envuelto en una discreta manta blanca, la criatura era colocada prácticamente sobre el teclado del piano. Me llamó la atención que llevasen a un bebé tan pequeño a una sesión de grabación, pero no dejaba de ser razonable: el pequeño estaba muy tranquilo, pues en su casa debía dormirse escuchando música todo el tiempo.

Algo me dijo Barenboim, que yo no llegué a comprender, pues en ese preciso momento Jacqueline se puso a tocar en el piano la obra que íbamos a grabar. Me sorprendió que tocara con particular destreza, y no pude evitar pensar que de desearlo ella bien podría cubrir sin dificultad la parte del piano en registro que llevaríamos a cabo.

Los dos músicos iban a tocar una sonata a dúo de Johannes Brahms. Yo comentaba que a mi entender se trataba de una de las piezas más bellas del romanticismo, y Barenboim afirmó entusiasmado estar por completo de acuerdo conmigo.

En algún momento Jacqueline se levantó y nos dejó a solas a Barenboim y a mí. A nosotros dos y al gato, que vino a sentarse de un repentino salto sobre mis piernas, muy a pesar del reto de su dueño. Le dije a Barenboim que no se preocupara por el animal. El músico entonces se desentendió y aprovechó para beber un poco de agua, directo del pico de una pequeña botella. El pianista había traído especialmente consigo una botellita de agua Evian. Me comentó como al pasar que había visto un comercial y se había tentado. Me pareció una excentricidad, pero de todos modos lo justifiqué, diciendo que esas cosas sin duda solían suceder.

Entonces me preguntó qué era lo que estaba sonando, pues una música se venía escuchando de fondo desde hacía un rato. Le respondí que se trataba del Concierto para piano Nº 30 de Mozart, una obra muy poco conocida. Tenía el disco compacto abierto sobre la mesa. Era un disco que me había regalado mi amigo Ariel Loszewicki, de un raro sello británico ya desaparecido. De hecho la contratapa tenía una anotación suya, escrita a mano.

Barenboim me decía entonces que él había tenido en un tiempo ese mismo disco, y que luego lo había perdido. Al ver la contratapa, pareció reconocerlo y comentó que ahora comprendía dónde lo había dejado. Imaginé el pasamanos: de Daniel Barenboim el disco habría pasado a la discoteca de la radio, de donde quién sabe cómo se lo habría llevado mi amigo, para finalmente llegar a mi poder después de que Ariel viajara a Londres. De eso había pasado ya un buen tiempo, por cierto.

Rápido de reflejos, le ofrecí a Barenboim grabar el disco, sabiendo que yo me quedaría con el original y que sería él quien se llevase la copia. Visiblemente complacido, me preguntó si alcanzaría el tiempo para hacerlo, a lo cual le respondí que sí sin dudarlo. Me levanté para buscar un disco virgen. 

Cuando desperté, el concierto seguía sonando en mi cabeza. Supe que era un concierto de Mozart. Un concierto que Wolfgang Amadeus nunca había llegado a componer.