domingo, marzo 29, 2020

Cuarentena - Día 10

No quiero moverme.
O tal vez sí quiera, pero no puedo.
O viceversa.
Las luces hace rato se han ido
y han sido reemplazadas por
un silencio tan inútil como bello
que se impone al tiempo.
Quisiera que la noche dure un siglo.
Deseo que no amanezca,
porque al llegar el día deberé moverme
y no creo que pueda, ni quiera.
Como no quiero ni puedo explicar
por qué mi cuerpo se ha adherido al suelo
y mi alma torpe se ha vaciado
de repente de deseos y sentido.
Observo mis manos y no las reconozco.
Siento un estremecimiento de espanto
ante estas manos que no son mías.
Son las tres de la madrugada.
No hay ni un ruido, ni sopla el viento.
Pero nada durará para siempre,
ni siquiera la quietud de este momento.
Tengo miedo de no volver a moverme.
O de no querer moverme de nuevo,
y de sentirme obligado a hacerlo.
Déjenme dormir.
Déjenme ser y dejar de ser.
Pero, por favor, no me abandonen.
Y sobre todas las cosas,
no permitan que amanezca.


Post Scriptum: Y sí, por supuesto: más allá de las palabras, amaneció, finalmente. Siempre amanece otra vez, incluso cuando también sea cierto que siempre hay quienes no viven lo suficiente como para verlo. Pero al menos hoy, ese no ha sido nuestro caso. Ni el mío ni el tuyo, que estás leyendo esto. Me pregunto si será necesario aclarar que escribir acerca del amanecer, durante la noche, supone una metáfora. O señalar que, como toda metáfora, ésta es ambigua. Porque amanecer puede ser una revelación, mediante la luz que pone fin a las sombras que borronean los contornos, haciendo que cada cosa vuelva a recuperar sus formas y sus nombres. Pero también puede suponer la amenaza del cambio, y por ende un final, el final de un estado que nos sumergirá inevitablemente en otro. Al menos mientras tengamos vida.

sábado, marzo 28, 2020

Cuarentena - Día 9

Continuando con la anotación de ayer, hoy leo en otro muro esta idea que quiero dejar plasmada aquí: "El virus no vencerá al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. Ningún virus es capaz de hacer la revolución, porque el virus nos aísla. No genera ningún sentimiento colectivo. De algún modo, cada quien se preocupa por su propia supervivencia. Una solidaridad consistente en guardar distancias mutuas no nos permite soñar con una sociedad distinta, más pacífica, más justa. No podemos dejar la revolución en manos de un virus. Lo que necesitamos con urgencia es una revolución humana."

Me digo entonces que es cierto. Que el coronavirus, en definitiva, no es una amenaza... sino muchas. Porque supone el riesgo de perder la salud, por supuesto, y eventualmente la vida, ya sea que pensemos en la propia o en la de mucha otra gente. Pero también está la amenaza, cada día más cercana y cierta, de un colapso de la economía que a la larga también acabará, de una manera u otra, con la vida de incontables personas. Cuánto se perderá por una causa o por la otra es algo que de momento no sabemos. 

También se vislumbran otros riesgos, ciertamente no menores. Entre otros, una caída profunda y de difícil retorno en el aislamiento, la proliferación del individualismo o la tentación de resignar derechos básicos o de caer en autoritarismos legitimados supuestamente por una causa noble y de bien común. El problema con los límites entre lo deseable y lo pernicioso, entre lo que está bien y lo que está mal, es que esos límites jamás fueron ni serán del todo claros. En especial en tiempos tan particulares como los que estamos viviendo.

viernes, marzo 27, 2020

Cuarentena - Día 8

Por supuesto, comprendo la gravedad de la pandemia del coronavirus. Sin embargo, también me digo que hay un detalle curioso, y es que en rigor los virus ni siquiera son propiamente seres vivos. Es por este motivo, en definitiva, que me siguen pareciendo mucho más graves otras cuestiones, como las muertes que causan las guerras, por ejemplo, o en general el odio dispensado por unos seres humanos hacia otros. Me preocupan mucho más esas muertes, porque en ellas sí es posible identificar a un enemigo real, uno dotado de pleno ejercicio de la conciencia, a quien hacer responsable. Y ese enemigo es el propio ser humano, víctima y victimario a un mismo tiempo, de un lado o del otro, intercambiando incluso muchas veces el rol conforme la caprichosa dinámica de las circunstancias.

Lo del virus con suerte pasará, tarde o temprano. Lo verdaderamente importante es qué estamos dispuestos a hacer respecto de nuestra propia naturaleza, esa que tan a menudo nos conduce a ser nosotros mismos los lobos del hombre, como bien señalaba Hobbes. Lo sepamos o no, nuestro mayor problema es de orden moral, no sanitario.

jueves, marzo 26, 2020

Cuarentena - Día 7

En estos días de encierro, las redes sociales ofrecen, por decirlo de alguna manera, una suerte de ventana al mundo, a través de la cual se entremezclan amigos y familiares, conocidos ilustres y de los otros, e incluso numerosos desconocidos que no sabemos cómo han llegado hasta allí, a nuestra lista de contactos, pero ante la duda y por si acaso allí se quedan. Entre los conocidos ilustres que hay en mi propia lista se cuenta el escritor y dramaturgo Hugo Barcia, quien escribe en su muro, en relación a los peligros del aislamiento, que estamos tan ensimismados que ya no leemos realmente al otro, lo que el otro escribe, sino aquello que hubiésemos querido que el otro escribiera.

En este momento me digo que es probable que yo esté haciendo ahora eso mismo. Pero en cualquier caso también pienso que no es cosa de la cuarentena el señalado aislamiento. No es cosa de ahora, sino de siempre, siempre, siempre, que escuchamos y leemos e interpretamos lo que nos viene en gana en cada cosa que el otro manifiesta. Incluso cuando lo hagamos de manera inconsciente.

Luego sigue un breve intercambio de ideas: Barcia confirmando que el aislamiento del que habla va mucho más allá de la cuarentena. Diciendo que sólo si fuésemos capaces de convertirnos por un momento en el otro lograríamos saber lo que el otro siente. Y denunciando la tragedia de tener siempre que subtitular al prójimo, de interpretarlo, fracasando siempre como exégeta. Y luego yo recordando que los maestros budistas proponen el silencio, en lugar de la palabra, como el mejor modo de comunicarse. Pero también que, como cualquier constructivista que se precie nos diría, con tanta sabiduría como pragmatismo, que también el silencio es pasible de ser malinterpretado.

Pienso finalmente que tal vez lo mejor a lo cual podamos aspirar, la mejor opción disponible entre las pocas o muchas que tengamos a mano, sea tener la buena intención de abrir la cabeza, saber que esta falla en nuestra comunicación existe, inevitable. Y acaso leer y escribir mucha poesía. Porque en la poesía esa distancia que media entre lo que la palabra dice y lo que verdaderamente significa, más allá de las lecturas literales, se hace más evidente. Y esa evidencia debería ser la que nos prevenga de los males que son propios de las interpretaciones lineales y pretendidamente unívocas.

miércoles, marzo 25, 2020

Cuarentena - Día 6

Las noticias dicen que en España, tan solo en las últimas veinticuatro horas, 740 personas fallecieron debido al coronavirus, sumando la friolera de 3434 almas desde el inicio de la pandemia. Es curioso, pero cuanto más grande es el número, y en cierto sentido más grande la tragedia, más difícil es emocionarse, tomar verdadera dimensión del drama. Es mucho más sencillo empatizar con un caso en particular que con miles. Podemos hablar de las catástrofes colectivas, pero al no tener las víctimas un rostro, un nombre con el cual poder individualizarlas, terminan convirtiéndose apenas en un dato. Y no es posible sentir piedad por un número.

Pero en el mismo portal español de noticias que me acerca estos tremendos guarismos, también leo la historia de Hermann Schreiber.

Es probable que haya sido en las ciudades de España o de Italia, dos de los países más golpeados por la pandemia, que surgieron dos costumbres singulares en estos tiempos de encierro. Una, la de cantar o hacer música en los balcones, como un modo de sostener algún grado de contacto con los demás. Otra, la de aplaudir en simultáneo, cada quien desde sus casas, a una determinada hora, como un reconocimiento a los servicios brindados por los profesionales de la salud, que se esfuerzan y arriesgan cada día para tratar de salvar a quienes se pueda.

Hermann Schreiber tiene ochenta años, ya cumplidos hace un tiempo. El mismo no recuerda cuándo, pues también desde hace un tiempo padece de alzheimer. Lo mismo le sucede a su esposa, Teresa Domínguez, a quien conoció en algún momento pasado, cuando ella emigró a Alemania buscando un modo de ganarse la vida. Hoy ambos viven en Vigo, conectados a una realidad diferente de la de los demás. Quién se atreverá a decir si más o menos real que otras realidades. Lo cierto es que a Hermann le gusta tocar la armónica. Hace unos pocos días, justo cuando el anciano tocaba una melodía cerca de una ventana abierta de su departamento, los vecinos comenzaron a aplaudir. Viendo su sorpresa, la asistente que lo acompaña tuvo la ocurrencia de decirle que esos aplausos en los balcones le estaban destinados, a él y a su música. Hermann sonrió y continuó tocando.

Cosas de las redes sociales en tiempos de aislamiento y de internet: ese momento ingenuo, inocente, fugaz, capturado en un video que no pretendía quizás sino dar cuenta del instante, se terminó viralizando. Ahora los vecinos siguen aplaudiendo puntualmente al personal sanitario, por sus denodados esfuerzos por salvar vidas. Y Hermann toca su armónica, acompañándolos. Luego, los vecinos corean el nombre del anciano. Y Hermann se emociona y sonríe.

Es curioso: en medio de la tragedia, hoy a mí me ha emocionado no el drama de una de las tantas víctimas, sino una simple historia de inocencia y de vida.


(En memoria de mi padre, que murió siendo inocente.)

martes, marzo 24, 2020

Cuarentena - Día 5

Y si supieras que éste
que acaba de comenzar
ha de ser el último día...
O para no ser tan dramáticos,
el inicio de la última semana, digamos.
Acaso no te cagarías en el puto virus
que según dicen acecha allí afuera
e irías corriendo, esquivando cualquier
barricada, para besar sin medida
a esa mujer que te ama...
Quizás también bailarías desnudo,
y harías el amor con calma,
y abrazarías una despedida a los tuyos
y al fin dejarías atrás tantos lastres;
seguramente le pedirías perdón
a aquellos a quienes has ofendido,
y acaso ofenderías al mundo con
un poema políticamente incorrecto.
Pero no te engañes, la verdad es
que al mundo le importa un carajo
cualquier cosa que escribas.
Escribís para vos mismo porque
creés que no ha de ser éste
el inicio de la última semana
ni, para no ser más drásticos,
mucho menos el del último día.
Incluso cuando el silencio del mundo
esta mañana te desmienta.
Incluso cuando en el fondo sepas
que ello es perfectamente posible.

lunes, marzo 23, 2020

Cuarentena - Día 4

La cuarentena nos pone de momento a salvo de un virus terrible. Sin embargo, y aunque esto recién comienza, también nos acerca a un futuro oscuro, de brutal recesión económica y previsibles sálvese-quien-puedas que me inquieta. De momento uno (éste que escribe) puede darse el lujo de dar rienda suelta a los matices de su naturaleza ermitaña y pasar los días pensando, leyendo, escuchando músicas u observando el cielo desde su balcón. Pero no todos pueden permitirse lo mismo. Habrá que estar atentos para vislumbrar el punto en el cual el remedio comience a dar lugar a una nueva enfermedad, tan severa como la que intentamos prevenir. La velocidad con la cual el individualismo gana terreno por encima de la solidaridad, o el prejuicio le gana la pulseada al juicio y lo inhibe, porque pensar no importa, sino únicamente el bienestar propio o la imposición de los propios criterios, como si fuesen verdades absolutas. Ese es el gran enemigo. El gran problema de la humanidad es su condición contradictoria: ella está marcada por la belleza del amor, la poesía y la solidaridad, tanto como por una sempiterna tendencia a la imposición salvaje del más fuerte sobre el más débil.

domingo, marzo 22, 2020

Cuarentena - Día 3

Las redes sociales, que alguna vez pretendieron ser un medio de información, desinforman a más no poder. Y no es una cuestión vinculada a esta crisis sanitaria en particular, sino una verdad universal, que nace junto con Facebook y de seguro también antes, en el correveidile de los vecindarios. Para ser justos, cabría de hecho decir que se seguro la culpa no sea totalmente de las redes, sino también de quienes las utilizan. O mejor dicho: de quienes las utilizamos. Las publicaciones se viralizan sin que importe en lo más mínimo que sus contenidos sean verdaderos o falsos. Este parece ser un detalle sin mayor importancia.

El punto es que en medio de la montaña de basura informativa, de datos inexactos, alarmas innecesarias y desestimaciones peligrosas, algo me lleva a detenerme en un video en particular que alguien envía a mi celular. Dura apenas veintidós segundos, y no logro resistirme a mirarlo no una, sino varias veces. El texto que lo acompaña asegura que se trataría de un hombre que, desesperado por el aislamiento que impone la cuarentena por el coronavirus en todo el mundo, aunque en este caso se trata específicamente de la ciudad de Valencia, se suicida arrojándose al vacío desde la azotea de un hotel. En cierto sentido el video en realidad es falso, pues fue filmado el 24 de diciembre de 2019, cuando el mundo todavía ni tenía noticias del coronavirus. Tampoco se trata de un hombre, sino de una mujer. Pero el video en definitiva es verdadero, y tal vez sea eso lo que lo convierte en algo dramáticamente fascinante. No me da avergüenza confesarlo. De hecho, e incluso cuando yo ni siquiera pensé en hacerlo, es el hecho de que sea fascinante lo que lleva a que la gente lo comparta.

La mujer está en el borde de la cornisa. Parece extrañamente tranquila. Mira a su alrededor, primero a su derecha, luego a su izquierda, como si quisiera adueñarse del paisaje. Por último dirige su mirada muchos pisos hacia abajo. El sujeto que está registrando el momento en video mueve la cámara, se escucha el sonido del motor de un vehículo invisible que se enciende, ajeno al drama. La pantalla vuelve a estabilizarse justo en el instante en el cual la mujer se deja caer hacia adelante, con sus brazos a los costados. Lo que más me impresiona es que casi de inmediato se cubre el rostro con las dos manos, ya en medio de la caída, mientras el cuerpo da vueltas en el aire, como si quisiera protegerse, o no ver la fatalidad que ya no es posible detener, viva y muerta a un mismo tiempo, o acaso para que los eventuales testigos de la escena comprendan que no se trata de un muñeco desbaratado cayendo, sino de una vida que está a punto de extinguirse.

Se escuchan unos cuantos gritos breves, del público. Un golpe seco. Luego el video termina.

¿Y qué tiene que ver toda esta mierda con la cuarentena y con el coronavirus? Pues, nada de nada, esto ya ha sido aclarado al comienzo. Y sin embargo el video circula anclado a la idea de que el suicida lo es debido al encierro. O a cierta desesperación producto del olor a muerte que por estos días invade España y toda Europa. Quizás la gente tiene miedo. Entonces, supongo, atreverse a mirar a la muerte cara a cara a través de un video es un acto catárquico. Aunque medie una pantalla. Aunque no sepamos absolutamente nada del muerto, ni tampoco nos interese.

En realidad a mí sí me interesa. Pero no pude encontrar un solo dato además de lo que ya he dicho. Por qué motivo esa mujer decidió quitarse la vida, cuál era su nombre, cuál su historia, cómo fueron los interminables minutos en los cuales subió hasta esa azotea, qué fue lo que vieron sus ojos un instante antes del final, cuando parecía contemplar simplemente el paisaje, volteando la cabeza a derecha y a izquierda. No sabemos nada. Los medios no publican informaciones relativas a suicidas en España, porque el suicidio es en ese país la primera causa de muerte no natural, con un promedio de diez personas que se quitan la vida cada día. Más de tres mil quinientas personas por año. Un suicida cada dos horas y media.

Por eso no se publican informaciones sobre los suicidas, para intentar evitar el efecto contagio, o lo que algunos llaman el Efecto Werther, esto es, la romantización de la muerte por decisión propia. Otro tipo de epidemia, evidentemente. En ambas, la muerte dice presente cada día. Y nosotros, como un inútil exorcismo, repasamos los números de contagiados y de muertos, y observamos videos donde la gente muere, intentando detener la imagen justo en el segundo previo, curiosos, sin llegar a comprender cómo es posible esa mutación, la de ahora estar y de inmediato ya no estar, ese pasaje incomprensible de la existencia a la nada.


sábado, marzo 21, 2020

Cuarentena - Día 2

Las clases en la universidad no tienen fecha de inicio en el horizonte. Muchos suponemos que esta cuarentena de hecho incluso ha de extenderse bastante más allá de lo que ha sido previsto. Por sugerencia de las autoridades de la facultad, abro un aula virtual para mis estudiantes, para compartir textos e ideas. Así es como me pongo a reflexionar acerca del positivismo cartesiano, los dioses y nosotros, los creyentes. Me pregunto (les pregunto a ellos) qué sucedería si en realidad Dios terminara siendo algo diferente de lo que cada uno de ellos (de nosotros) supone que es (o que no es).

Casi de repente me doy cuenta de que esta pregunta tiene asimismo eventuales formulaciones mucho más terrenales: ¿Qué pasa si creés que lo del coronavirus es gravísimo o si, por el contrario, decidís creer que es todo una fantasía nacida en mentes enfermizamente paranoicas, y en uno y en otro caso decidís comportarte en consecuencia? Bueno, yo confieso saber poco y nada de epidemiología. Pero tengo siempre muy presente aquella canción escrita por Chacho Echenique, que dice aquello de "Me persigno por si acaso, no sea que Dios exista..." Y podremos acusar al autor de cualquier cosa, menos de no haber sido prudente.

viernes, marzo 20, 2020

Cuarentena - Día 1

En medio de la catarata informativa, de seguro con toda justificación monotemática, una noticia marginal me llamó particularmente la atención. Provenía de la Sierra Nevada de Santa Marta, en la República de Colombia. En esas latitudes, según parece, una mujer llamada Edilma Loperena Plata, representante del pueblo Wiwa, firmó un comunicado en nombre de los líderes de los pueblos indígenas regionales, a través del cual se exhorta a todos los indígenas de la zona a que dejen de nombrar al Covid-19. El texto asegura que llamar a la enfermedad por su nombre no hará más que atraer al virus a las comunidades que moran en la región. Textualmente, el documento indica que “es importante realizar unos trabajos unificados como pueblos indígenas para prevenir la enfermedad", y específica: "no debemos llamar a la misma pronunciando su nombre, ni divulgación por redes sociales, porque en ese caso estaríamos trayendo el virus a nuestros territorios”.

La anécdota me pareció por demás interesante: lo que no se nombra no existe. Supongo que inevitablemente recordé aquel tema de Sumo, en el cual Luca Prodan cantaba aquello de "mejor no hablar de ciertas cosas". Pensé asimismo en nuestra cotidiana negación de la muerte. Y sin embargo, me dije también que acaso hubiera cierta enorme sabiduría detrás de aquel gesto aparentemente pueril, ingenuo y peligroso. No porque la ignorancia o la desinformación salven, que ciertamente no es el caso. Sino porque solemos pensar que la palabra representa el mundo, y no que lo crea. Sin embargo, podría decirse que más de un demonio existe únicamente por el hecho de ser nombrado. Aunque sería curioso, si en lugar de diablos hablásemos de dioses, que se nos diera por creer en una deidad que para existir necesitara de la fe de sus creyentes. Y sin embargo, en el fondo, no es una idea tan descabellada. Daría para meditarlo.

jueves, marzo 19, 2020

Cuarentena - Día 0

CoVid-19. Oficialmente la cuarentena solamente rige para aquellas personas que hayan viajado y llegado al país hasta dos semanas atrás, o para quienes hayan tenido síntomas del coronavirus, o contacto estrecho con personas infectadas o sospechosas de estarlo. Pero en la ciudad ya hay instalado un clima que va más allá de estas regulaciones oficiales.

Ascensor. Dentro hay dos personas. Subo yo, tercer pasajero, tras un instante de duda, acaso imperceptible. Nos repartimos tres de las esquinas de la caja. Los dos sujetos que ahora me acompañan tienen rasgos inconfundiblemente orientales. Uno de ellos luce un barbijo. Ellos van al noveno piso, y yo al segundo, pero el ascensor, contrariamente a lo que su nombre sugiere, desciende hasta el subsuelo, requerido por alguien que, al abrirse las puertas, se sobresalta y duda, en su caso de manera ostensible. Sin embargo sube, pero busca mantener tanto la distancia física que su panza (era un hombre panzón) bloquea el sensor óptico de las puertas, que se resisten a cerrarse. Finalmente se baja, mientras lanza un improperio. Las puertas se cierran y el ascensor asciende, como corresponde. Le ofrezco mi mirada a uno de mis circunstanciales compañeros, pero no logro establecer contacto. Se diría que soy invisible. Las puertas del segundo piso se abren y salgo del ascensor. El pasillo está desierto. Hay un aire extraño en la ciudad, una sensación inexplicable.

miércoles, marzo 11, 2020

Sueño 200311, 5.30 AM

Hacía mucho que no me despertaba llorando así, a mares, con tanto desconsuelo. Y vaya a saber qué fue lo que me hizo soñarte de esta manera, imaginarte así, en esa otra historia posible, aparentemente tan real, tan vívida, como si fuese cierta la existencia de muchos mundos paralelos, y yo me hubiese asomado a uno de ellos, vos acostado en esa cama de hospital, o acaso de geriátrico, triste, un poco resignado, un poco con miedo, no queriendo que te apagaran la luz, ni que te dejaran solo, y de repente ya no logro precisar cuáles eran tus palabras, aunque todavía siento ese último abrazo, ese cuerpo tuyo ya gastado, entumecido, esa terrible presunción de que tal vez fuesen esos los últimos minutos, esa fatal impotencia, Jessica allí cerca, sin querer acercarse ni tampoco alejarse, yo a tu lado, queriendo acomodar una almohada bajo tu cabeza, y entonces el abrazo y el instante preciso en que

Ya sé que no fue así como sucedió. Al menos no en esta realidad, en este mundo, en este plano. Que te moriste solo, horas después de que yo sostuviese tu mano en la media luz de ese cuarto de la clínica, los dos solos, después de que te hablara al oído sin saber si me escuchabas, porque quizás ya te habías marchado días antes, acaso no, imposible saberlo; tu mano y la mía, el desconcierto, ese cruel respirador que secaba tu garganta con su oxígeno gélido al mismo tiempo que facilitaba aquellos, tus últimos alientos.

Y sin embargo fue tan vívido... acaso mi sueño fue la expresión de mi deseo de haber estado allí en ese instante, o de saber que vos supiste que yo había estado allí un rato antes, o de expiar mi culpa por no haber estado más, o de otra manera, o acaso la evidencia de que aunque las cosas hubiesen sido de otro modo el desenlace fatal hubiese sido al fin y al cabo el mismo. Como ha de serlo para todos, para mí también, y hasta para Jessica, que probablemente esté primero en mi lugar, y mucho más tarde en el destino de cada ser vivo en el mundo.

Lo cierto es que ahora, como si fuese una memoria falsa que sin embargo trae consigo todo el dolor y la impotencia de tu verdadera ausencia, temo que no podré olvidar con facilidad ese preciso instante en que tu brazo cae y tu cuerpo se afloja entre los míos, justo en el momento en el cual yo estaba por decirte algo así como que ojalá, al menos eso, hubiese sido bueno haber pasado por la vida habiéndote tocado en suerte ser mi padre, y yo tu hijo. No llegué a decirlo. Y ya no sé si estoy hablando de esta realidad o de la otra.