jueves, febrero 24, 2011

Revelación

He aquí una interesante revelación, que seguramente será útil para tener presente en su momento: Nunca es posible obtener una victoria sobre los demás; la única victoria verdaderamente posible será siempre sobre uno mismo.

El corolario, que no deja de ser interesante, es que tampoco los demás podrán tener jamás una victoria sobre nosotros. Para bien o para mal, cada uno es su propio y único adversario.

Habremos de ver qué hacemos ahora con esta verdad que así, de pronto, nos vino a la conciencia de un modo tan evidente.


martes, febrero 22, 2011

Coincidencias y diferencias

Precisamente ayer leía, en uno de los Cuadernos de mi maestro Saramago, una breve relación vinculada a una noticia que tenía origen en la ciudad de Badajoz. Allí se había bautizado una calle con el nombre, lamentablemente no referido en la crónica, de un piloto que había volado para el bando enemigo durante la guerra civil. Pero como no quisiera cometer el despropósito de intentar contar de mejor modo lo que ya bien contado está, me tomaré la libertad de transcribir parte del texto en cuestión, que dice así:

..."Hace cincuenta y tantos años, durante la guerra civil, un aviador republicano recibió la orden de bombardear Badajoz. Fue, sobrevoló la ciudad, miró hacia abajo. ¿Y qué vio cuando miró hacia abajo? Vio gente, vio personas. ¿Qué hizo entonces el guerrillero? Desvió el avión y fue a soltar las bombas al campo. Cuando volvió a la base y dio cuenta del resultado de la misión, comunicó que le parecía haber matado una vaca. "¿Y Badajoz?", le preguntó el capitán. "Nada, allí había personas", respondió el piloto. "Bueno", dijo el superior, y, por imposible que parezca, el aviador no fue llevado a consejo de guerra... Ahora hay en Badajoz una calle con el nombre de un hombre que un día tuvo gente en la mira de sus bombas y pensó que esa era justamente una buena razón para no soltarlas."

Cerré el libro en ese punto, porque sentí la necesidad de quedarme pensando un momento en la enseñanza que me dejaba aquella historia. Muchas veces me sucede eso con algunos libros, que me ponen en la situación de tener que detenerme hasta madurar un determinado sentimiento o idea.

Esta mañana, al levantarme, el noticiero en la televisión me impactó trayendo de nuevo al presente la cuestión de los pilotos, las gentes, los aviones y las bombas. Esta vez las cosas no pasaban en Badajoz, sino en Libia, donde una parte de la población había salido a las calles para protestar en contra del gobierno. Algunos iban, simbólicamente, armados con palos.

Libia tiene la novena reserva de petróleo del mundo y una tasa de desempleo y de pobreza alarmante, que alcanza al 30% de la población. También tiene un líder, enancado en el poder desde hace décadas, llamado Muammar Khadafi, que discrecionalmente maneja un fondo soberano calculado en setenta mil millones de dólares, provenientes de la explotación de los recursos petroleros que extrae de su tierra hambreada para invertir en el exterior. También maneja, por supuesto, unas poderosas fuerzas armadas, y aquí es donde aparecen los aviones en esta historia, para dejar caer sus bombas sobre la revoltosa ciudad de Trípoli, mientras helicópteros artillados disparan a mansalva sobre quienes protestan, con el loable objetivo de recuperar así la paz, la calma, el orden.

El noticiero habla de 400 muertos y 1500 desaparecidos. Hasta donde se sabe, ninguna vaca tuvo que sufrir esta vez las consecuencias. Aunque nunca se puede estar seguro.

Tanto Libia como Badajoz son, en lo que a mí respecta, lugares lejanos, improbables, insospechados. Sin embargo presumo que la sangre de los habitantes de cualquiera de estos dos lugares ha de ser igualmente roja, como similares también deben ser sus pasiones, sus deseos, sus temores, sus esperanzas. Por eso es que un crimen siempre vale lo que vale un crimen, así tenga lugar a la vuelta de nuestra esquina o a miles de kilómetros de distancia. Pero hasta aquí llegan las coincidencias entre estos dos casos, y se quedan en guerra civil, aviones, pilotos, gentes y bombas, que en Badajoz el piloto vio a las gentes y no hubo crimen, y en Libia, en cambio, una ceguera profunda impidió ver nada.

Yo no sé si los Cuadernos de Saramago habrán sido traducidos al libanés, ni mucho menos si, en tal caso, alguno de los pilotos involucrados en este penoso hecho que aquí se cuenta habrá de leer alguna vez la crónica de Badajoz. Lo que sí es seguro es que de aquí a cincuenta años ninguno de los hombres que tripularon esos aviones y helicópteros que sobrevolaron la ciudad de Trípoli por orden de Khadafi podrá aspirar a que su nombre sea recordado con respeto.


lunes, febrero 21, 2011

Epílogo

Revisando viejos escritos, me topo con esta poesía, firmada en diciembre de 1989 por alguien que decía llevar mi mismo nombre. Intento recordar en qué circunstancias fueron escritas estas palabras y realmente no lo logro. Pero todavía siento estas palabras como mías, actuales a pesar del tiempo transcurrido desde que fueron escritas (más de veinte años... ¿adónde han ido a parar todos esos días con las alegrías, tristezas y esperanzas que albergaron?), y entonces me decido a ceder al impuso de dejarlas aquí, acaso sin ningún objetivo.

A las puertas del delirio está
el silencio
de una noche extraña,
la soledad,
y todo aquello que no se comprende.

Los recodos del destino
(si es que acaso el destino existe)
son oscuros e insospechables,
y es allí en donde nacen
y se quiebran los sueños.

Señor, yo sólo te pido
que la próxima vez
Romeo se retrase unos minutos,
o bien que Julieta despierte
a tiempo;
porque el universo de los hombres
es muy frágil
y se desmorona demasiado fácilmente.



miércoles, febrero 16, 2011

Hombre sombrío

Aquí está otra vez este hombre sombrío. Me pregunto quién es, de dónde habrá salido. No lo veo, en realidad, pero siento su presencia. Imagino el rostro que tendrá. Para verlo, propiamente, debería asomarse a un espejo. Ya llegará ese momento.

Esta tarde los colores eran otros. La vida era como de un ocre suave. ¿Por qué razón ahora otra vez el mundo se ha vuelto gris cansino, plagado de matices sucios e indescifrables que ni siquiera llegan a merecer un nombre? No me gusta este cambio. Pero no sé qué hacer para evitarlo. No me conozco. No entiendo esto en lo que de pronto me he convertido.

Sin embargo, todavía recuerdo el ocre de esta tarde, como también me parece recordar a veces otros colores aun más vivos, de épocas lejanas, que ya no me pertenecen, a veces creo que ni siquiera en la memoria, cada día más débil, más fatigada, acaso más resignada a que el pasado no es algo que en definitiva exista, y por lo tanto acaso ni siquiera merezca seriamente ser tenido en cuenta. ¿Quién he de ser realmente yo? ¿Aquel que solía ser entonces, en ese tiempo que ya no existe, esto que pretendo ser ahora o lo que con algún esfuerzo e impulso llegaré a ser mañana? No es cierto: mañana llegará incluso sin esfuerzo ni impulso, hasta que un día ya no llegue; pero mientras tanto. No, definitivamente no me reconozco.

Nadie conoce en realidad a este hombre. Incluso quienes el día de mañana hablarán de él en pasado, cuando alguien les pregunte, y entonces dirán recordar tal o cual episodio, tal anécdota, tal historia. La realidad es que nada conocen ahora de él, y nada sabrán tampoco acerca de él mañana.

Hay días en que tomar conciencia de este hecho le produce al hombre sombrío un extraño sentimiento, parecido en cierto punto al rencor. Pero al mismo tiempo sabe que ese sentir es injusto. Finalmente, él tampoco sabe mucho de sí mismo. Muchas veces es un desconocido, como ahora. Mal haría entonces en condenar a quienes lo ignoran tanto como él mismo se ignora. Pero la falta de cariño le duele. Esto indica, al menos, que se trata todavía de un ser humano. Bendito dolor, entonces. Algo es algo.

¿Será cierta esa falta de reconocimiento? En todo caso, el rencor que siente el hombre sombrío también está relacionado a que él sabe, en algún punto, que algunas cosas buenas ha hecho en su vida. Curiosamente, si le preguntásemos cuáles, no sería capaz de enumerar siquiera unas pocas. Pero como todos los seres humanos que ha habido sobre esta tierra, valle de oportunidades y de lágrimas, o de oportunidades para verter o hacer verter lágrimas, pero también para reír o hacer reír, él también ha hecho cosas buenas y malas.

De las malas, de esas está seguro que los demás se acuerdan. Los malos recuerdos tienen la mala costumbre de pervivir en la memoria, tanto la ajena como la propia. De todos modos, digamos que los fiscales que tengan el gusto o la obligación de juzgar a este ser humano deberían al menos darle cierto crédito, pues pocas veces alguien estuvo tan poco dispuesto a ofrecer una defensa y a colaborar, en cambio, en el señalamiento de los propios delitos. Hasta se diría, si se investiga un poco, que este hombre es capaz de atribuirse delitos que en justicia no le corresponden. No importa, hala, venga, que aquí está el peor de todos. Si van a perdonarme algún día, que se me perdone por algo que realmente valga la pena, incluso cuando no sea cierto que lo hice.

De repente el hombre sombrío se pregunta cómo será su rostro, cuál será su expresión. Que una cosa es conocerse, o reconocerse, por la mala costumbre de estar todo el día con uno mismo, y otra muy diferente es verse desde fuera, ver ese rostro que uno, sin desearlo, ofrece todo el tiempo a los demás. Va entonces el hombre, finalmente, en busca de un espejo, y cuando lo encuentra se planta delante, esquivando todavía durante un rato la mirada, como dudando si enfrentar o no esa realidad paralela que seguramente le estará ofreciendo el cristal, paciente, o no tanto, que la imagen allí envejece, aunque nadie lo note, en el mismo momento de esperar la postergada decisión, que al fin llega, y el hombre sombrío comienza al fin a levantar su cabeza primero, luego la vista, para enfrentar ese rostro propio y a la vez desconocido, sólo para verificar lo que ya se sabía, que misteriosamente su imagen y la mía coinciden, que hay allí tantas cosas por ver y a la vez ninguna, al menos hoy.

martes, febrero 15, 2011

Una pequeña esperanza

Cuando cerraron Amadeus, la radio de música clásica en la cual yo me desempeñaba como productor de contenidos, jamás imaginé que algún día iba a mencionar el nombre de Justin Bieber en una entrada de este blog. Pero ya se ve: el suceso inesperado ha tenido finalmente lugar, y a la prueba me remito.

Para quien tenga la fortuna de no saber quién es Justin Bieber (hablo de fortuna porque hoy permanecer al margen de ciertas novedades puede ser un privilegio, como cuando Borges confesó no conocer a Maradona, pero en serio), digamos que se trata de un jovencito canadiense de 16 años, con algún probable talento musical, que tuvo la suerte de haber estado en el lugar justo en el momento indicado y la inteligencia suficiente como para seguir los consejos de un productor que se encargó del resto. El resto fue, por supuesto, convertirlo en objeto de deseo para millones de adolescentes en todo el mundo a través de una campaña de marketing viral que convirtió a este muchachito, ni mejor ni peor que tantos otros, en el fenómeno pop del momento.

Justin Bieber canta canciones livianas, intrascendentes, que no serán capaces de superar la prueba del tiempo, porque no tienen con qué lograrlo y porque además nadie pretende que tal cosa suceda. Pero mientras tanto vende millones de discos, y genera otros tantos millones con el monstruoso aparato de comercio que acompaña a los artistas pop de su talla, término que de ningún modo pretende medir aquí calidad ni talento, sino las cuentas bancarias que se engrosan gracias a lo que él bien o mal hace.

En cierto punto el chico me da pena: pienso que, aislado dentro de su burbuja de plástico, no debe tener la menor idea de qué cosa es el mundo. En cierto modo él le ha vendido el alma al diablo, como una especie de Fausto redivivo, carilindo por añadidura, pero no nos apresuremos a condenarlo, y sobre todo que se abstenga de hacerlo quien se jacte de jamás haberse vendido, cuando lo cierto es que nadie realizó nunca por él ninguna oferta sustanciosa.

Pero vamos de una vez a lo que nos ocupa, que es el motivo por el cual el nombre de Justin Bieber, que jamás debería haber quedado anotado en este blog, ha llegado finalmente hasta aquí. El punto es que se acaban de entregar los Premios Grammy, que otorga la industria discográfica estadounidense. Y Bieber estaba nominado para llevarse el premio al Artista Revelación del Año. Reconocimiento que resultaba merecido, si se trataba de evaluar la cantidad de discos vendidos, y que por otra parte era el resultado que público, empresarios y periodistas daban por descontado.

Y sin embargo no. El premio no fue para él, sino para una chica llamada Esperanza Spalding, desconocida hasta entonces para quien estas líneas escribe, pero también para otros millones de personas que se preguntaron, con justa razón, de dónde había salido este sorpresivo escollo para la consagración del principito del pop. Quien se pregunta a veces encuentra algunas respuestas, y así supe que Esperanza es una joven de 24 años nacida en Oregon, dedicada al jazz a través del canto y de un instrumento tan infrecuente para una jovencita como puede serlo el contrabajo. Busqué luego en Internet algunos videos y me sorprendió la calidad y la calidez de su voz. Interiormente le agradecí a Justin Bieber la derrota, que finalmente me conducía al descubrimiento de esta artista.

Más tarde, al llegar a mi casa, busqué en la red alguno de los tres discos que Esperanza tiene editados, para poder escucharla más y mejor. Allí pude notar que en las pocas horas que habían transcurrido desde la entrega de los premios hasta entonces, habían sido cientos y miles las personas que habían concurrido a Internet para preguntar, para averiguar, para descubrir, para subir videos, para verlos, para compartir archivos por vía peer to peer, como yo mismo lo estaba haciendo. Me dije entonces que no todo está perdido. Y que este desliz de quienes entregan los Premios Grammys abrió, en definitiva, una pequeña dosis de esperanza...


viernes, febrero 04, 2011

Any fool knows a dog needs a home...

Hace muchos años -yo era por entonces más joven- visité un día la casa de una persona conocida que acababa de comprar su primer reproductor de discos compactos, una novedad impresionante por aquellos tiempos en que los vinilos y los cassettes eran todo lo que se conocía en materia de audio doméstico.

Para probarme las bondades del sonido de aquel nuevo sistema esa persona, cuyo nombre sinceramente no recuerdo, colocó un disco de Pink Floyd. En aquel momento yo conocía The Wall y también Dark Side of the Moon, pero jamás había escuchado Animals, un álbum que más tarde me apresuré a comprar, en cuanto pude tener mi propio reproductor de discos compactos, inversión importante en su hora, que hoy todavía celebro.

En aquel disco había (allí sigue estando) una canción en particular, que habla de los encuentros y los desencuentros, que en un determinado pasaje dice:

And any fool knows a dog needs a home,
A shelter from pigs on the wing.

Que más o menos podría traducirse del siguiente modo:

Y cualquier idiota sabe que hasta un perro necesita un hogar,
un refugio contra los cerdos en las alas.

La metáfora que alude a los cerdos en las alas, esto es algo que supe años más tarde, hace referencia a los enemigos que acechan durante las batallas aéreas, ocultándose en puntos ciegos para el piloto adversario, en particular debajo de las alas del avión que ha sido escogido como presa. Pero en definitiva la idea me parece igualmente adecuada para hablar de los políticos, de las fuerzas de seguridad, de los delincuentes, de la gente malvada, de la mala gente, de la vida misma, tanta es la acechanza.

La metáfora del perro, en cambio, sólo podía hacer referencia entonces, y sigue siendo así hasta hoy mismo, a la persona que canta la estrofa. Al menos yo no logro interpretarlo de otra manera. Y acaso deba decir que cada vez que escuchaba esta canción no podía evitar cantarla. Tal como sigue sucediendo ahora.

Un perro, entonces. Uno de esos perros de ojos tristes, que ni siquiera tienen la posibilidad de hablar para explicarnos qué les pasa, qué es lo que les causa tan eterna e irremediable melancolía.

Yo al menos tengo mi blog, eso es cierto.

Pero también necesito un hogar, un refugio.


jueves, febrero 03, 2011

La condena de un buen título

Aunque la jornada no se prestaba para tales observaciones, por esas cosas que tiene la vida que cada tanto tiñe algunos tiempos de un tinte sombrío, al pasar frente al kiosco de revistas algo hizo que mi mirada se detuviera un segundo en la portada de aquel libro, despertando mi justa indignación.

Para quien no lo conozca, Oliver Wolf Sacks es un destacado neurólogo británico, nacido en 1933, autor de importantes libros sobre su especialidad, encauzados en una tradición estilística sobre la cual también abundó Sigmund Freud, por la cual el autor narra historias de casos clínicos puntuales a través de un estilo más cercano a una crónica de corte literario que a un estudio médico.

Sacks describe sus casos con un lenguaje llano, poniendo especial atención en las experiencias de sus pacientes y añadiendo comentarios relativos al modo en que estos han conseguido adaptarse a sus respectivos contextos.

En el que seguramente es su libro más conocido, Sacks describe males como el síndrome de Tourette, el Parkinson o una rara enfermedad conocida como agnosia visual, por la cual una persona logra distinguir ciertas formas geométricas, pero no fisonomías. El capítulo dedicado a esta curiosa dolencia lleva un título no menos curioso: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Sin embargo, la cuestión no deja de ser descriptiva, pues se cuenta que la esposa del pobre hombre, consciente de que éste no era capaz de distinguirla entre otras personas por su rostro, resolvió la cuestión de un modo pragmático: comenzó a usar unos rarísimos sombreros, cuyas formas el marido sí era capaz de reconocer. Y dado que nadie más se atrevía a los esperpentos que ella se ponía sobre la cabeza, hubo cierta garantía en cuanto a que el hombre podría reconocerla donde fuera que estuviesen, incluso en medio de una multitud.

Que el relato tenía cierto interés literario parece cosa juzgada, desde el momento en que el compositor Michael Nyman hizo una ópera sobre el tema en 1987. Pero de allí a que alguien cometa el dislate de publicar este libro bajo el título de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero y otros cuentos (sic), como si Sacks fuese un cuentista en vez de un profesional médico, realmente es otro cantar. ¿Quién fue el culpable de un desliz tan grosero? ¿Qué destino habrán tenido los correctores y el editor del material? ¿Habrá habido fe de erratas, pedidos de disculpa, alguna reprimenda ejemplar? ¿O será hoy todo tan mediocre que el error, pese a lo grueso, habrá terminado pasando sin mayor pena ni gloria?

Así y todo es justo reconocer que el título en cuestión resulta ideal para un cuento. Lo mismo que Un antropólogo en Marte, La isla de los ciegos al color, Veo una voz o Recuerdos de un químico precoz, que son otros títulos de libros y ensayos de Sacks. Pero si hasta Migraña podría ser, perfectamente, el título de una novela o de una película hollywoodense. ¿No son acaso estos magnificos títulos de Sacks una invitación al error?

A decir verdad, el episodio me dio vergüenza ajena. En parte por mi relación con el mundo editorial, en parte por haber citado más de una vez los casos de Sacks en mis clases en la facultad. Pero también me dará material para hablar, en mi próximo taller de escritura, acerca de la importancia de encontrar buenos títulos. Aunque el corolario sea que esos buenos títulos tanto podrán llegar a ser el punto de apoyo del texto, como su condena.