sábado, enero 26, 2008

Inscripciones urbanas II

Al final resultó ser que la inscripción en el puente de Juan B. Justo que cruza sobre Av. Córdoba, respecto de la cual escribí en un comentario anterior, cambia periódicamente. Alguien se toma el trabajo de ir cada tanto hasta allí, pinceles y tarros de pintura en mano, para tapar prolijamente la leyenda anterior y dejar luego una nueva. Lo curioso es que no se trata de consignas partidistas...

"¿Querés tener razón o querés ser feliz?", cuestiona la nueva inscripción. Por esta vez prefiero cambiar sutilmente la formulación por esta otra más tradicional: "¿Querés la verdad o querés ser feliz?"

Es que tener razón me parece una cuestión personalista. Alguien tiene la razón, alguien más no la tiene. La verdad, en cambio, parece ser algo que se ubica más allá de lo opinable. La cuestión aquí es, por supuesto, cómo saber cuándo se está frente a una verdad. Volveremos sobre este punto enseguida.

Antes digamos que, en cualquiera de sus dos formulaciones, el primer punto a tener en cuenta respecto de la frase pintada en el costado del puente es que al parecer la verdad (o la razón) y la felicidad van por senderos diferentes, en ocasiones contrapuestos. Imaginemos al hombre engañado por su esposa, por poner un caso más o menos típico, y al amigo fiel que conoce el secreto de dicha infidelidad. ¿Vale la pena sacar al infeliz cornudo de su plácido desconocimiento? Imaginemos al amigo en cuestión preguntando: ¿Querés la verdad o querés ser feliz? Claro que aquí el mero planteo de la pregunta pone al descubierto la existencia del secreto.

Pero hay otra clase de secretos. Imaginemos que alguien pregunta: ¿Hay vida después de la muerte? ¿Cuál es el sentido de la existencia? Sabemos que la respuesta existe en alguna parte, guardada bajo siete llaves. Si alguien pudiese revelarnos esa verdad... ¿valdría la pena arriesgarnos a conocerla?

Y después está la otra cuestión: si tuviésemos la verdad delante de nuestras narices, ¿cómo seríamos capaces de reconocerla?

"La única verdad es la realidad", dicen que dijo alguien alguna vez. ¿Pero qué es lo real? ¿Qué significa realmente conocer la verdad o tener razón? La verdad y la fantasía son a veces como esas muñecas rusas dentro de las cuales parece haber siempre otras muñecas idénticas, sólo que más pequeñas. Y en ocasiones es imposible discernir la diferencia entre una y la otra.

La felicidad, en cambio, cuando nos asalta, resulta indubitable.

domingo, enero 20, 2008

Kafkiana

Kafka no duerme. Quien duerme es el hombre al lado del cual Kafka pasa en este mismo momento, sigiloso, intentando no hacer ruido, para no despertarlo. Pero toda su precaución es inútil: el hombre emite un quejido, se mueve un poco y luego abre los ojos y lo mira. El escritor no se inmuta. Se inclina un poco y luego, con voz muy suave, le da una orden: “Considéreme un sueño”, le dice.

jueves, enero 17, 2008

Obras completas

En la contratapa de un periódico cultural, me encuentro con una interesante idea, atribuida a Foucault. Consideremos un pequeño papel, escrito de puño y letra por un literato famoso, en el cual dice: "No olvidar llevar la ropa a la tintorería". La cuestión es si ese papel debería o no integrar las obras completas de tal persona.

El problema me atrae. De más está decir que yo no soy un escritor famoso, y acaso ni siquiera un escritor. Aquí me topo con la primera dificultad de este dilema. Recapitulo: Hace poco compré un piano. Adquisición cuasi terapéutica. Pero curiosa si se considera que yo no soy músico, ni sé leer música, ni tampoco aprendí a tocar el piano. Sin embargo, noches atrás, mientras intentaba sacar sonidos del instrumento en cuestión sin incurrir en graves disonancias, no pude menos que reflexionar sobre la cuestión: "Yo no soy músico", me dije. "Y sin embargo, en este momento estoy haciendo música. Buena o mala, absolutamente simple, pero música al fin. Entonces, ¿con qué criterio digo que no soy músico?"

Recurro entonces a la R.A.E., para ver si logro dilucidar la cuestión. Y la R.A.E. dice: "músico, ca. 1. Perteneciente o relativo a la música. 2. Persona que conoce el arte de la música o lo ejerce, especialmente como instrumentista o compositor."

Me considero fuera de la segunda definición, por declarada impericia; pero me temo que quedo dentro de la primera. De igual manera, entiendo que tambien puedo considerar que soy un escritor (1- Persona que escribe. 2- Autor de obras escritas o impresas.)

Pienso entonces en esa carpeta que guarda en mi computadora las cosas que alguna vez he escrito. Muchas de las cuales jamás han sido leídas por nadie. Pienso también en este blog, en las revistas en las cuales escribí, en los artículos publicados, en los ensayos sin publicar, en las cartas a diversos destinatarios... No ha sido una producción copiosa ni importante. De pronto me atrae la idea de poder compilarla por completo...

Pero entonces... ¿Qué cosas deberían formar parte de la obra completa de un escritor y cuales no? El artículo en el cual figura el dilema de Foucault llega a una conclusión: el papelito relativo a la tintorería no entraría dentro de tales obras, pero no por ser algo modesto, "sino por no pertenecer al autor, ni al futuro, ni a la lectura, ni al malentendido, ni a la pasión."

Y luego pienso, entonces, en los comentarios que uno ha escrito o escribe en los blogs de otras personas. Pienso en las cosas que han sido escritas en la arena de una playa, a la orilla de un mar. O en el aire, a merced del viento. O en la mente, a merced del olvido. Cosas que jamás han ido a parar a un papel. Pero también cosas que, habiendo ido a un papel primero, fueron luego consumidas por el fuego. Todas esas cosas pertenecían al autor, a la pasión, al malentendido... Y me digo que si acaso existe en alguna parte la biblioteca infinita de la que alguna vez habló Borges, acaso allí esté compilada la obra completa de cada uno de nosotros.

Luego tomo un pedazo de papel, casi sin pensarlo, y escribo unas líneas, que dicen algo así como... "Me duele tu ausencia. / Me duele no tenerte, / tanto como me duelen tus silencios. / Me lastima quererte / de la manera en que te quiero. / Pero mi mayor pesar es saber que / incluso si algún día leyeras estas palabras / seguirías sin saber que las escribí pensando en vos."

Luego, por supuesto, romperé ese papel en pedazos, en pedazos cada vez más pequeños, que más tarde tiraré cuidadosamente a la basura.

miércoles, enero 16, 2008

t2: Paraísos a medida

Alguien se pierde un momento con su mirada en un paisaje paradisíaco. Y no puede menos que expresar su parecer diciendo razonablemente: "Esto es un paraíso". Entonces alguien más le señala, no menos razonablemente, que aquello que puede ser un paraíso para uno, no necesariamente debe serlo para todos.

- Para algunos el paraíso puede ser un lugar donde se pueda dormir todo el tiempo que uno quiera, y para otro puede ser un lugar lleno de mujeres hermosas a las cuales se les pueda hacer el amor, y para otro tal vez sea un sitio en donde se pueda disfrutar de un banquete tras otro...

- Es posible que la idea misma de un paraíso tenga que ver con los placeres de cada uno. Por ejemplo, no creo que a Dios le quepa demasiado eso de la onda banquete full time... Porque eso iría de la mano de la gula, que es un pecado.

- Claro. Y una siesta permanente sería pereza. Por no hablar del montón de mujeres hermosas... ¿Sabés qué? Para mí que el paraíso no está en ninguna parte, pero al mismo tiempo está dentro de cada uno.

("Y mientras más avanzamos, más borrosas y lejanas quedan nuestras primeras huellas, marcadas sobre la arena de ese paraíso imaginario", escribe sabiamente en el viento una de estas dos personas...)

Alguna vez alguien dijo que para clasificar a la humanidad alcanza con sólo dos categorías: la de aquellos que todo lo clasifican en categorías, y la de aquellos otros que no lo hacen. A partir de esta tautológica revelación, y más allá de la humorada, si colocamos al hombre en relación con lo divino descubrimos una oposición similar: están quienes aseguran que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de un Dios, sea cual sea el nombre que se le asigne, y aquellos otros que sostienen, por el contrario, que Dios ha sido concebido a imagen y semejanza de los hombres.

Lo interesante de estas dos posiciones, claramente contrapuestas, es que más allá de que uno decida finalmente comulgar con una o con la otra, ambas coinciden en un punto: ya sea que el hombre sea la imagen reflejada o el modelo originario, quien decida profundizar en el estudio de lo divino estará interiorizándose al mismo tiempo en el conocimiento de lo humano. De aquí se deriva la verdadera utilidad del estudio de la Teología, que más que para conocer verdades relativas a lo divino sirve para conocer mejor las características intrínsecas del hombre.

Una cultura que adore a un dios único, representado a través del aspecto de un hombre, no puede ser igual a otra que crea en una pluralidad de dioses, ni a la que sostenga la existencia de una diosa madre. No es lo mismo un dios piadoso que uno vengador; un dios que fundamente un orden cósmico que un creador sin reglas; un dios etéreo que otro que a cada rato demuestra poseer las mismas debilidades y bajezas que el hombre. La idiosincrasia del hombre, ya sea porque se parece a ese dios que lo ha creado, o porque ese dios que él mismo ha concebido para justificarse está hecho a la medida de su conveniencia, se corresponderá lógicamente con los rasgos que caractericen a la deidad en cuestión.

La identidad de un dios, la idea de lo que debe ser un paraíso, el concepto de qué cosas sean pecado, todo esto reside dentro del hombre. Y es por esto que todo se acomoda también a las mejores conveniencias de cada caso, y así es como una iglesia que postula la igualdad de todos los hombres, hermanándolos como hijos de un mismo dios único, llegado el caso se las arregla para defender la esclavitud (esos indígenas, esos negros, no eran hombres como nosotros, sino criaturas sin alma, como bestias). También así es como los dioses terminan sirviendo para justificar el mal.

“Oh, Padre Todopoderoso que escuchas las súplicas de los que te aman: te rogamos que ayudes a quienes desafiarán la altura de tus cielos y llevarán el combate a tierras enemigas. Guárdalos y protégelos mientras cumplen el vuelo que se les ha ordenado. Armalos con tu poder para que puedan poner rápido fin a la guerra y para que conozcamos nuevamente la paz. Hazlos volver sanos y salvos. Esperaremos el porvenir confiando en ti y colocándonos bajo tu protección, ahora y siempre. Amén.”

Esta plegaria fue pronunciada un 6 de agosto de 1945, ante la tripulación del Enola Gay, el avión que minutos más tarde dejará caer sobre la ciudad de Hiroshima la primera bomba atómica, dejando un saldo de al menos 75.000 muertos y 163.000 heridos. ¿Sería que todas esas víctimas no se habían colocado bajo el paraguas de la protección divina? ¿Sus plegarias no fueron acaso lo suficientemente convincentes?

Alguien escribió una vez que, para cometer fechorías, Dios suele hacerse pasar por el demonio. Lo que no se dijo es que acaso Dios no sea otra cosa que la máscara que utilizan los hombres para intentar salirse con la suya. Que Dios nos perdone.

viernes, enero 11, 2008

Diálogos con uno mismo en el tiempo


La niña de la foto no tiene más que un puñado de meses. Ya se sostiene sola en sus pies, pero sus ojos llenos de asombro nos dicen que recién comienza a descubrir el mundo. Son ojos llenos de futuro y de inocencia. De la inocencia propia de quien todavía no sabe, precisamente, que tiene un presente, un pasado y un futuro.

Carolina me explica entonces la idea: cada vez que se siente mal, sola o triste, o está a punto de cometer alguna macana, saca la foto de su cartera, la mira, y se imagina que la niña del retrato (ella misma hace más de veinte años atrás, en definitiva) la mira con esos ojos, llenos ya se ha dicho de qué cosas, y le hace un ligero reproche. Algo así como "qué es lo que me estás haciendo".

La idea me sorprende y me gusta. Me sorprende, porque si debo ser sincero Carolina me daba un perfil quizás más frívolo y no esperaba de ella una reflexión semejante. Nueva evidencia de que no debemos prejuzgar. Y me gusta porque me parece preferible rendirle cuentas al niño que uno fue en algún momento, antes que a un dios inventado por otras personas. Y no es que comulgue con el ateísmo, lo cual sería de por sí una formidable paradoja lingüística, sino que pienso que para el caso de que Dios exista sabemos tan poca cosa de él y bastante más, en cambio, de nuestras propias esperanzas y lealtades respecto de nosotros mismos, y de la exacta medida en la cual hemos sido o no fieles a ellas a través del tiempo.

No se lo digo a Carolina, pero lo cierto es que en algunas ocasiones recurro a un artilugio semejante al suyo. No hay foto de por medio y no me remito al pasado, tanto como al futuro. O mejor dicho, al tiempo presente que es, al mismo tiempo, pasado de nuestro futuro. Allí donde Carolina elige verse en el comienzo de su vida, yo me ubico a veces en el final y me imagino en una cama, viendo llegar los minutos finales de mi existencia. E imagino entonces que alguien me ofrece, mágicamente, volver a vivir un día de ese pasado que ya ha sido. Ese momento del pasado es en realidad, como podrá fácilmente adivinarse, el actual momento presente. Y el ver las cosas desde semejante perspectiva suele servir para medir las cosas de una manera por completo diferente.