jueves, agosto 29, 2019

Sueño 190828 - La biblioteca infinita

Sueño. Estoy en una biblioteca. Voy mirando y eligiendo libros, un poco al azar. Aunque pensándolo bien es probable que en verdad el azar no exista en estas cosas. Como no sabemos qué hay realmente detrás de algunas cuestiones, solemos hablar de azar; pero en definitiva esto no es más que un decir, un gesto automático que nos remite a la comodidad de no tener que profundizar demasiado. Volvamos mejor a los libros. Hay varios ejemplares que me llaman la atención. Reconozco por ejemplo un volumen con poemas de Oliverio Girondo, aunque presiento que en realidad debe tratarse de su obra completa. También intuyo una Estética de la desaparición, de Paul Virilio. Paso mis manos por las tapas nuevas, lustrosas, ligera e inexplicablemente húmedas. Por suerte, esta humedad no parece hacerle daño al papel. Agarro ahora uno de los libros (¿al azar?) y lo abro en cualquier parte. Descubro en su interior una combinación de fotografías en blanco y negro con textos breves. En este momento es cuando me doy cuenta de que estoy soñando.

Por alguna razón no es posible leer en sueños. Uno puede adivinar títulos, autores o sentidos genéricos; pero la decodificación de un texto escrito es una tarea improbable. Las fotografías, en el caso de mi libro, de este libro que tengo ahora mismo entre mis manos, son perfectamente visibles, con corte a página completa y una buena calidad de impresión; pero las letras, blancas sobre fondo oscuro, muy a pesar del buen tamaño tipográfico, se resisten. Siempre la palabra escrita se resiste a ser leída en los sueños. Me digo que es una verdadera lástima. Porque de no suceder esto podría encerrarme en esta biblioteca a leer, un ejemplar cada día, o acaso más, mientras afuera, en el mundo real, el tiempo se detiene. Una posibilidad magnífica, que cancelaría la tragedia de una vida demasiado breve para tantas bibliotecas, como escribió alguna vez Julio Cortázar en Rayuela. Por un instante la idea me parece maravillosa, pero de inmediato me gana la decepción: por mucho que lo intente, no es posible leer en sueños.

Más tarde, cuando ya esté despierto, seguramente arriesgaré algunas posibilidades que intenten dar respuesta a por qué sucede esto. Pensaré, por ejemplo, que tal vez la mente no logra resolver la contradicción que media entre la libertad pura del inconsciente, lanzado al juego de sus fantasías más profundas, y las cotas propias de la lógica analítica indispensable para llevar una serie de grafemas convencionales al terreno del sentido. O tal vez, para no caer en una mirada tan tecnicista, sospeche que la mente de quien sueña únicamente puede elaborar contenidos que ya residan en su inconsciente, con lo cual sería imposible soñar libros que no conozcamos con antelación. De ser así la fabulosa biblioteca onírica quedaría limitada a variaciones de los libros que ya hemos leído, sumados a aquellos otros que -con mejor o peor estilo- podamos concebir durante el sueño, escritores soñantes. Tantas veces hemos soñado magníficas ideas, que se disipan irremediablemente al despertar... ¿No sería fantástico escribir esas ideas, mientras estamos en esta biblioteca, para poder leerlas después, cuando volvamos a estar despiertos? Pero vayamos más lejos. Especulemos también con otras ideas. Por ejemplo, ¿no será posible conectarnos durante el sueño con lo que estén soñando otras personas?

Sueño lúcido. Sé que estoy soñando. Tengo este libro abierto entre mis manos y no consigo leerlo. Y comprendo que esto sucede así, precisamente, porque se trata de un sueño. Me frustro. Busco alternativas. Entonces me doy cuenta de que no todo es sueño: en el mundo real, si es que las categorías de real y de imaginario tienen todavía algún sustento, te siento acostada a mi lado, tibia, tranquila, cercana. Supongo que también dormís. Quiero entonces mostrarte el libro que todavía sostengo, pedirte que lo agarres, que lo tengas vos y me lo devuelvas más tarde, para poder leerlo cuando ya esté despierto. No se me pasa por la cabeza la idea de que el libro pudiese no ser real. Tampoco que en verdad vos pudieras no estar allí conmigo afuera del sueño. Que seas también vos, esta sensación que tengo de vos, parte de mi fantasía. Veo el libro en mis manos, a vos te siento... No tengo demasiadas incertidumbres y la idea de que puedas meterte en mi sueño no me parece en absoluto descabellada. Sin embargo, algo de todo esto al final me causa gracia, y me río. Pero me río de verdad. Vos me escuchás, te despertás a medias y me decís algo. También yo me escucho reír, y por un momento me olvido del libro, que desaparece. ¿Era ese libro de verdad o era ciento por ciento un producto de mi imaginación? ¿Existirá en alguna parte ese volumen soñado? ¿Podré volver a tenerlo entre mis manos de nuevo si vuelvo a dormirme? Los laberintos de los sueños son muy extraños y misteriosos. Resulta demasiado fácil extraviarse en ellos. Es verdad que bien podría uno soñar ser Icaro y sobrevolar los muros, pero habrá que tener presente el triste final que tuvo aquel intrépido.

Sigo durmiendo. Y tal vez soñando. ¿No seremos acaso también vos y yo apenas parte del sueño de alguien más? ¿Cómo saberlo? Recuerdo de pronto algo que alguna vez escribió Descartes, que si alguien  duerme y sueña, los sentimientos que deriven de ese sueño, por más que lo soñado no sea real, serán inevitablemente ciertos. La angustia de quien sueña algo triste, el miedo de quien tiene una pesadilla, pertenecen a un mismo tiempo al mundo de lo onírico y al de lo real.

Así me paseo entre la dimensión de la fantasía y la de la realidad, jugando a intentar distinguir la frontera que delimita una de la otra, aquel libro, esta piel, y me resulta extraño no poder unir ambas cosas, esto que veo mientras sueño, y esto otro que siento, que intuyo que llega a mí desde un lugar más lúcido. Aunque no estoy seguro de qué sea más o menos lúcido. Pero sé que me resulta abrumador estar en esta biblioteca infinita, tener todos estos libros al alcance de la mano, y acaso también todo el tiempo del mundo para leerlos, y que no me sea dado develar los misterios que estos libros albergan, por no poder leerlos. Curiosamente no se me ocurre que quizás ninguno de estos libros tenga escrito algo que no pueda conocer de otras maneras. ¿Cómo podría yo mismo, que soy el autor de mi sueño, proyectar en estas páginas cualquier contenido proveniente de una mente distinta de la mía, la de Girondo, la de Virilio o la de cualquier otro? Excepto, claro está, que en los sueños no haya sino una gran mente universal, de la cual todos vengamos a formar parte. La idea no resulta descabellada, después de todo. Pero no puedo decir más, porque de pronto me despierto.