miércoles, julio 15, 2020

Diario de cuarentena - Día incierto

De repente me doy cuenta. "Y si no fuese por la cuarentena, ¿adónde estarías ahora?" La pregunta me toma de sorpresa, pero la respuesta es sencilla: acá mismo, en mi casa, entre estas mismas cuatro paredes; tres, en rigor, más el ventanal que me separa del afuera. Debo reconocer que la cuarentena no es mi problema, sino más bien el no tener adónde ir. Quizás me gustaría subirme a mi motocicleta para pasar un fin de semana en otra parte. Podría ser en la laguna de Monte, o en San Pedro, o en cualquier otro lugar en el cual pudiera olvidarme. Un fin de semana de siete días. O acaso de quince, o de treinta. Suena como un escape, ya lo sé. Tal vez lo sea. De todos modos, ya lo he dicho, no tengo adónde ir. Aunque en realidad eso no interesa. Porque nunca se trata del adónde, sino del con quién, o del para qué. Quiero volver a sonreir. Quiero volver a soñar.

Extraño mucho a mi viejo. Me descubro pensando mucho en él. Teníamos cosas en común, por supuesto, aunque también diferencias. El y yo no somos la misma persona, quiero decir. De hecho, él ya no es, y yo sigo siendo, todavía. Pero de pronto me he dado cuenta, estaba a punto de decirlo, de que no quiero terminar como él. Solitario en un departamento, quiero decir; tres paredes y un ventanal. Hasta que finalmente un día. Ese día. Pero mientras tanto. De eso se trata, del mientras tanto. Del reloj que mueve sus manecillas hacia atrás y del tiempo que no se detiene. De los espejos, que se han empecinado en devolver una imagen cada vez más desagradable, de la cual no logro escaparme, sin que importe adónde vaya. Esa imagen no soy yo.

El virus que está en el aire, invisible, inodoro, incoloro, cada vez me preocupa menos. Esa es para mí la menor de las amenazas.

domingo, julio 12, 2020

Sueño 200712

Tal vez deba empezar a contar este sueño desde el final. Conmigo apoyado en el marco de la puerta del lavadero, en la casa de Drago, sin poder articular ninguna otra frase más que "No soy un mal tipo". Queriendo decir otras cosas, sin poder hacerlo. "No soy un mal tipo", una vez y otra. Es lo único que sale de mi boca, para mi propio asombro, pero también para el de quienes me observan, un par de metros más allá, cada uno de ellos representado en una doble identidad: mi papá/un antiguo amigo, mi mamá/la madre de mi hija, mi hija/mi hermana cuando era chiquita.

Previo a esta escena, el enojo. Siento que otra vez estuve apretando los dientes. Una bandeja con comida, para que cada quien se lleve una porción al colegio, o al trabajo. "Ya sabés que eso no me gusta", me escucho decir. No sé por qué el enfado. No logro controlarlo, simplemente allí está. En realidad quisiera probar un poco de lo que se ofrece en la fuente. Intuyo que ha sido hecho con amor. Pero ya he dicho que no. Y lo he dicho de un modo por demás desagradable. Entiendo que el enojo es en realidad contra mí mismo. Esto es así: me ofrecen algo que quiero, pero que me veo obligado a rechazar. ¿Por qué razón? Eso no alcanzo a comprenderlo, y me hace sentir aun peor. Mi enojo me hace ser desagradable, y serlo me enoja más y así. Es una infinita espiral descendente. Agarrame, por favor, no me dejes caer; pero no me toques.

Alguien me pregunta cuándo le voy a enviar un trabajo atrasado. Esto sucede antes, y la respuesta es que no lo sé. Realmente no lo sé. Necesito tiempo. Quiero contestar con una evasiva; pero ahí está mi hija pequeña, o acaso sea mi hermana, en algunas fotos se parecen tanto cuando tenían la misma edad, atenta en cualquier caso a mi presencia, lista para el juicio, como todos, absolutamente todos, y yo quiero estar solo. Otra vez soy desagradable; lo hago adrede, para quitármela de encima. Pero ser desagradable me enoja. Quiero estar solo, déjenme en paz. Tal vez para poder decir luego que a nadie le importo. No me abandonen. Por qué nadie lo entiende. Claro, me doy cuenta del absurdo. Pero no logro evitarlo. Es un sueño y no logro manejar lo que sucede. Es la puta vida. Odio ser un cretino. Y lo soy en mi sueño. Pero también lo he sido mucha veces en la vida. Perdoname. No tengo idea de cuándo fue que me quedé dormido.


martes, julio 07, 2020

Diario de cuarentena - Adiós, Ricardo

...Dale, en cuanto se normalice un poco más tomamos un cafecito. Abrazo grande. Cuidate. Lo vuelvo a escuchar. Dos, tres, cuatro veces. El mensaje tiene apenas un par de semanas de grabado. No sé qué sentir. Su voz sigue estando allí, alegre, al alcance de un click, como si todo -o casi todo- estuviese bien. A la espera del regreso de la normalidad. Pensé entonces que capaz era una broma de mal gusto, o un error más o menos desafortunado. A veces estas cosas suceden. Si hasta estuve a punto de llamarlo para decirle: "Che, mirá que te están dando por muerto". Ese empecinamiento propio de la incredulidad, que a veces se instala en uno. Pero no, me contengo y no lo llamo. En cambio, en las mismas redes sociales que me acercaron de casualidad la noticia, busco la confirmación, esperando no encontrarla. Pero enseguida la encuentro. La noticia dice que falleció Ricardo Louzao. El artesano de las guitarras. Tenía 53 años. Todavía tengo la ilusión de que sea una broma estúpida, porque no puede ser, si ahora mismo lo estoy escuchando: Dale, en cuanto se normalice un poco más tomamos un cafecito... ¿Cómo vas a estar muerto si te estoy escuchando? Pero no. Entiendo que no es broma. Que nada se normalizó, y que no habrá ni abrazo ni cafecito, y que a pesar de todo, como siempre que charlábamos, me terminaste dejando una enseñanza: lo único seguro es el instante en que vivimos. El pasado ya no se puede recuperar, y el futuro es un espacio de absoluta incertidumbre, que acaso llegue, y acaso no llegue jamás. Abrazo grande. Cuidate.



Post scriptum:
Al día siguiente, abro de nuevo mi Facebook, y en medio de un sinfín de mensajes y publicaciones, encuentro el recuerdo de algo que escribí justo unos años antes. Me sorprendo, porque el breve texto dice, textualmente, como una advertencia: "Para bien y para mal, jamás supongas que algo no ha de ocurrirte simplemente porque jamás antes te ha sucedido. Después de todo, y por mucho que queramos resistirnos a pensar en ello, todos los días muere gente que hasta la mañana anterior acostumbraba amanecer con vida."

jueves, julio 02, 2020

El silencio pesa

Nada. Nadie. Ni siquiera un rumor. Ni una brisa. Abro los ojos. De algún modo obligo a mis sentidos a despertar primero, luego a aguzarse. Los ojos hurgan, aunque no haya prácticamente nada para ver. La mano izquierda se desliza lentamente sobre una superficie levemente rugosa que no alcanzo a reconocer. La mano derecha todavía se mantiene inmóvil. Dentro de la boca, la lengua seca. La atmósfera parece insípida, limpia, casi se diría estéril. No ofrece ninguna resistencia, pero resulta inquietantemente anónima, neutra, vacía. Veo un techo blanco. Una pared blanca. Imaginemos que las otras tres paredes, en caso de que las haya, también han de ser blancas. Y después está el silencio... El silencio impactante, colosalmente denso, demoledoramente aplastante. Intento respirar más fuerte. Busco percibir el sonido de mi propia respiración. Pero no lo consigo. El cuerpo todavía no responde. Es como si no lo tuviera. Por alguna razón me detengo en un detalle nimio: no tengo calor. Tampoco frío. No consigo comprender lo que sucede. Debo concentrarme. Intento entonces otra cosa: busco concentrar mi atención en algo. Rastreo mentalmente alguna canción, aunque más no sea para calmarme, para poner mi foco en algo, y a partir de eso quizás entender en dónde estoy, quién soy, cómo demonios he llegado a este lugar, que ni siquiera sé cuál sea. ¿Puede ser que no se me ocurra ninguna canción? No digo para cantar, ya que la boca, reseca, se negaría a responder, los labios inmóviles, la glotis impávida, todo el aparato fonador ajeno a cualquier intención, a cualquier orden que intente darle. Quisiera... No digo susurrar... Siquiera imaginar una canción. Poder tararear algo mentalmente. Pero es imposible: todo es quietud y silencio. El silencio, el silencio... El silencio se confunde con el blanco del techo, con el blanco de la pared, con el blanco de aquel escritorio que ahora descubro, con una balanza apoyada encima. Una balanza también blanca, por supuesto; no podría ser de otra manera. De repente lo tengo claro: no voy a poder moverme. No voy a poder gritar, ni hablar, ni decir nada. Tampoco imaginar una canción, y ni siquiera respirar fuertemente. No tengo idea de dónde estoy, ni porqué. No hay nada aquí, excepto este blanco silencio. Yo mismo soy nadie. Soy nada. Soy solamente esto: silencio en medio del silencio. Y más silencio. Miro de nuevo la balanza sobre la mesa, ahora con un poco más de atención. La aguja de la balanza es de color rojo. Al fin algo que no es blanco. El plato de la balanza está vacío. Absolutamente vacío. Pero la aguja se mueve lentamente; por supuesto, sin emitir el más mínimo sonido. Ya marca diez kilos, luego veinte, ahora cincuenta, cien kilos... Lenta pero persistentemente, la aguja continúa su empecinado recorrido hasta alcanzar la marca que corresponde a la primera tonelada, y luego la supera.