miércoles, diciembre 30, 2020

Legalidad

Hubo tiempos en los cuales
matar negros, judíos, cristianos,
homosexuales, disidentes, esclavos,
enemigos, indígenas, diferentes,
estuvo avalado por la ley,
por las buenas costumbres
y por el Estado.
Sin embargo
matar siempre ha sido,
es y será lo mismo.
Un acto acaso repudiable,
o bien un gesto intrascendente,
parte de la propia naturaleza humana.
Que cada quien decida,
pero no nos engañemos:
Legal o ilegal
es probable que interrumpir una vida,
cualquiera sea la circunstancia,
sea siempre un homicidio.
Un gesto común, sin ninguna trascendencia. 
Después de todo
quién no ha cometido un crimen
alguna vez, en el curso de
su breve existencia.

lunes, diciembre 07, 2020

Dios nos libre de quienes

Dios nos libre de quienes hablan en su nombre.
Amén. Y vuelvo a decirlo para que
en la medida de lo posible quede claro:
Dios nos libre de quienes hablan en su nombre
y de quienes ven dioses por todas partes
y de quienes no son capaces de verlos
en ninguna circunstancia. Amén.

Que tan pernicioso es quien afirma
como aquel otro que niega, sin tener en
ninguno de ambos casos mayor fundamento.

Dios también nos salve de la corrección política
y de quienes gozosos castigarían al blasfemo,
y de las personas pretendidamente santas
que juzgan y condenan a quienes adoran
dioses distintos de los que señalan ellos,
y ni hablar de quien tenga el mejor tino
de no adorar a ninguno. Amén.

Que si Dios en verdad llegase a existir
bastante justo sería dudar que necesite
de tantos mediocres intermediarios.

Dios nos proteja de quienes inventan a Dios
y prostituyen más tarde su Santo Nombre
justificando con él todo tipo de miserias
nacidas de lo más perverso del hombre.
Pero por las dudas que Dios también nos guarde
de quienes por más que lo intentemos
jamás hemos conseguido creer en El.

En otras palabras:
Que alguien salve a Dios,
que nosotros ya estamos jodidos.

sábado, diciembre 05, 2020

Sueño 201127

Yo que he viajado tan poco en mi vida, sueño que estoy en una estación de radio en Perú. ¿Será realmente Perú? También podría ser Ecuador, o algún otro país latinoamericano. Lo cierto es que sin darme cuenta entro al estudio en el momento más inoportuno, lanzando una frase en voz alta justo en el momento en que el micrófono queda habilitado. Un par de mis palabras llegan a filtrarse al aire, estoy seguro. Nada grave, pero enseguida el conductor de turno decide divertirse a costa de mi error, y me presenta a la audiencia como un profesional del medio. Sin decirlo abiertamente, destaca de esta manera mi error de principiante. Esto me resulta evidente: la mirada y la sonrisa socarrona que me dedica no dejan lugar a la duda. Me hace entonces una pregunta, dándome el pie para que hable... ¿Sobre qué quiere que hable? No tengo la menor idea. Por más que me esfuerzo, no comprendo lo que dice. Le pido entonces que me repita la pregunta. Lo hace, pero es inútil. Lo escucho hablar, y sin embargo el sentido de lo que dice se me escapa por completo. Comprendo, por el contrario, que lo inesperado y absurdo de la situación lo está fastidiando. 

Decido entonces contar al aire que vengo de la Argentina, donde se habla un castellano mucho más abierto, y explico que cuando hablo en radio puedo poner una voz más cálida, o más distante, y mientras digo estas cosas voy modificando mi manera de expresarme, ejemplificando así cada supuesto. Remedo también el modo de hablar peruano (¿o será ecuatoriano?) y luego muestro mi propia manera cotidiana de conversar, destacando en particular las vocales, bien abiertas...

Ahí veo que la expresión de mi colega cambia. Acaba de comprender por dónde viene el problema. Los dos hablamos castellano, pero eso no alcanza para que podamos entendernos, porque son dos castellanos muy diferentes uno del otro. Para que la idea quede aun más clara, cuento entonces algo que he vivido en un viaje anterior, en el cual sucedió algo similar. Refiero que en aquella ocasión, habiendo sido parte de una comitiva en un país del Medio Oriente (alguien me señala que debió ser en los Emiratos Arabes, y yo le doy la razón para no discutir, pero en realidad pienso que más bien debió haber sido en un país como Siria o Irak), el inglés que se hablaba allí era muy diferente del que manejaba nuestra intérprete. Añado que en aquellos países un error de interpretación era sin duda potencialmente más grave, al punto de poder costarle la vida a alguien, por todo el asunto de las teocracias y el terrorismo.

Me preguntan cuántas personas habíamos sido en aquella comitiva. Respondo que unas cincuenta y cinco. Y me escucho decir que por fortuna eso había sido unos meses atrás, justo antes del inicio de la pandemia. De lo contrario quizás no hubiésemos podido emprender el regreso. Y tengo recuerdos de aquel viaje...  Pero me doy cuenta de que esos recuerdos son cada vez más vagos. Entonces comprendo que estoy soñando, y que ese viaje al Oriente no ha sido sino un sueño que he tenido antes. Y que en ese instante, en el contexto de mi sueño, estoy soñando el recuerdo de un sueño anterior. Y entonces me despierto. Pero no logro sacarme de la cabeza ese extraño encadenamiento onírico, parecido a un juego de muñecas rusas. 

Pero eso no es todo, pues ahora mismo, mientras escribo estas palabras, recuerdo también un balcón lleno de plantas, y en él a una muchacha que es bruja -de las buenas-, aunque ella mismo todavía no termina de asumirlo. Y yo sé que algo terrible está por suceder, y que ella podría salvarnos, si tan solo recordara que es una hechicera, y me pregunto de qué sirve tener poderes si uno no es consciente de tenerlos. Y nada de esto sucede ni en Perú, ni en Ecuador, ni en Medio Oriente. Es apenas otro nivel en esta serie de muñecas, una dentro de la otra, y puede que alguien esté contando la historia de esta chica en un programa de radio, y así es como cada muñeca se esconde en el interior de una más grande, y contiene a su vez otras mamushkas más pequeñas, en un número incomprobable.

Y yo me pregunto entonces si ahora mismo no estaré soñando que escribo estas palabras. Ojalá no sea solamente un sueño, porque me gustaría poder incluir todo esto en un futuro libro sobre mis fantasías oníricas. Aunque quién sabe si quizás, incluso estando ahora mismo despierto, también mi libro y esto que usted y yo llamamos la vida no sea en definitiva más que otro sueño, uno del cual despertaremos en algún momento, dentro de algunos años, muchos o pocos.

lunes, noviembre 16, 2020

Todos los textos dicen las mismas cosas

Todos los textos dicen
más o menos las mismas cosas.
De seguro alguien querrá argumentar
que no es lo mismo el texto que da
que aquel otro que quita, y sin embargo
cuando un texto da algo es porque
algo que falta nos debe ser dado,
y cuando un texto algo nos quita
eso que nos ha sido extirpado
también representa una carencia.

Hay textos que hablan del amor
y otros del desamor y sus espantos,
así como hay unos que hablan de la vida
y otros de las diferentes formas de la muerte.
Y alguien podría pensarlos como opuestos.
Pero el amor y el desamor son apenas
dos aspectos de un mismo camino,
uno es la ida, el otro la vuelta,
del mismo modo que la vida y la muerte 
apenas son las dos caras de una moneda.

En definitiva, todos los textos dicen
de un modo u otro siempre lo mismo:
Yo estoy aquí. Yo que digo, hablo, escribo,
soy el gestor de una verdad proclamada.
Porque digo, puedo; y esto es todo.
La palabra es poder, es creación
de una ficción y de un mundo.
No tiene importancia lo que se diga.
Alguien que ni siquiera existe escribe:
Hágase la luz... y la luz se hizo.

sábado, noviembre 14, 2020

Szpunberg

Me da cierta vergüenza reconocerlo, aunque por otra parte sé que resulta inevitable: es sencillamente imposible conocer todo aquello que merece ser conocido. Digo más: que acaso debiera ser conocido. Pero incluso este "debiera" es en definitiva falaz. ¿"Debiera" según la autoridad de quién? ¿Cómo se instala el parámetro? Por supuesto, no es lo dicho hasta aquí lo que me avergüenza, sino lo que sigue.

De casualidad leo un nombre, mezclado entre las noticias del día, en un título que anuncia una muerte. Una muerte más, entre tantas. Una muerte que podría seguir siendo no más que otra muerte anónima, entre otras tantas, si no fuese porque allí hay un nombre, un apellido, y además una palabra. El nombre nada me dice; pero me detengo en la palabra que lo acompaña: poeta

El título, concretamente, dice que "Murió en Barcelona el poeta argentino Alberto Szpunberg". Luego la bajada amplía: que falleció hoy, viernes 13 de noviembre de 2020, en un hospital de Barcelona, donde estaba internado con un delicado cuadro de salud a raíz de una complicación por Covid". 

Luego el artículo -un obituario de compromiso- puntualiza algunas cuestiones en relación a su carrera como periodista, hace referencia a su militancia política, que le valió el exilio, y menciona por supuesto su edad, dato infaltable en este tipo de noticias: 80 años. 

Me digo entonces que alguien, un ilustre para mí desconocido, ha dedicado su vida -entre otras cosas, obviamente- a escribir poesía, y sin embargo yo, siendo compatriota y contemporáneo suyo, no he escuchado siquiera mencionar jamás su nombre. Yo que debería haberlo escuchado, me acuso. Yo que debería haberlo conocido. Pero el sentimiento de culpa es en vano. Resulta sencillamente imposible conocer todo aquello que merece ser conocido. La vida es demasiado breve para tan grande propósito. 

De haber conocido yo a Szpunberg, previo a este día, en definitiva tan fatal como cualquier otro, de haberle dedicado tiempo a la lectura de su obra, o a su biografía, seguramente hubiese debido prescindir -como seguro lo estoy haciendo ahora mismo- de alguna otra cosa igualmente importante; igualmente necesaria. 

Me pregunto de qué me estaré perdiendo ahora mismo, cuando busco en internet algún poema suyo, algunas palabras, y la pregunta se extingue apenas encuentro las primeras, que dicen:

Ni siquiera la palabra mirlo puede ser el silbido del mirlo,

ni siquiera la belleza, entre escombros, de decirlo: mirlo,

no sólo esa cadencia en el balanceo de las ramas,

sino el silencio al oído que anida en el mirlo

para que el silbido sea solamente mirlo:

es el temblor de las sílabas únicas en los labios,

la claridad del aire como si sus alas me rozaran.

Y entonces paso rápidamente las páginas, aunque esto sea apenas una manera de decir, porque en verdad estoy navegando las aguas de internet, y arribo a estas otras:

Un camino de hormigas se abre paso entre las hojas,

el mismo que marca el índice, el que enhebra palabras.

Mientras, las hormigas brotan desde un matojo de mugre,

sin pretéritos, sin héroes, sin bronces, sin glorias:

es sólo el camino que las conduce hacia donde las lleva.

¿Qué más que un destino humilde de porteador de carga

para llevar al hombro un bulto de infinitas páginas?

Confío mi esperanza toda a esa hormiga que lleva

la brizna más ocre: tan real, su otoño; tan tenue, su verde.

Y entonces busco todavía algo más, porque se me ha abierto un extraño apetito, y me encuentro con una carta que este hombre le escribió alguna vez a Mozart. Extemporáneamente, por supuesto. Tan extemporáneamente como escribo yo ahora mismo estas líneas; en el descubrimiento tardío (aunque por fortuna no tanto, pues yo todavía vivo) de alguien que acaba de partir; desencuentro trágico e inevitable, como lo son todos los desencuentros.

A veces, sobre todo de noche, suelo pensar que, si no fuera usted el que está muerto, tendría que estarlo yo, sin más remedio, pues siempre el tiempo, esta chorrera de memorias, o ese océano de por medio, impiden que podamos compartir la misma mesa, la misma madrugada, la misma caminata junto a un río, este río, cualquier río, ya sea el Rhin, que no conozco, o el de la Plata, el más ancho del mundo, donde a veces tiro mis líneas para sacar bagres oscuros y pobres como todo lo nuestro. 



viernes, noviembre 13, 2020

Jazz noruego, Rayuela, Jouhandeau, la Luna

Suena un contrabajo, delicadísimo. Quien lo toca se llama Arild Andersen. El nombre me suena conocido, pero de todas maneras busco precisiones. El músico es noruego, nacido en octubre de 1945. Por supuesto: alguna vez grabó con Jan Garbarek, de ahí me suena. Aquí toca acompañado por Helge Lien y Gard Nilssen, en piano y batería respectivamente. Estos dos nombres me resultan desconocidos por completo. El jazz noruego no es mi especialidad. Sin embargo abro el enlace que se me ofrece y veo que además de los treinta y cinco discos que me prometen más músicas de Andersen, hay otros siete más de Lien. Dejo al baterista en paz, pero sé que la red que podría tejerse a partir de aquí sería amplia, interminable, apenas una entre las muchas posibles, y sobre todas las cosas: inabarcable. Ésta es la palabra que en el fondo más me duele.

De repente recuerdo de un pasaje de "Rayuela", la antinovela de Julio Cortázar, y dejo de lado una búsqueda para iniciar otra, mientras el piano de Helge Lien sutilmente me dice que sus manos sobre las teclas blancas y negras tienen mucho que decir, y que yo debería escucharlo con atención. Encuentro "Rayuela", puntualmente el Capítulo 84, que comienza con Oliveira vagando por el Quai de Célestins, pisando unas hojas secas, levantando una en particular, una cualquiera entre tantas, para mirarla bien y maravillarse al verla llena de polvo de oro viejo, y luego llevando esa y otras hojas a su pieza, para sujetarlas en la pantalla de una lámpara. Porque los personajes de Cortázar saben cómo maravillarse ante el milagro del detalle que se oculta y se muestra en lo cotidiano, como lo hace también Juan en "El examen", deslumbrado por la repentina hermosura de un coliflor.

Pero regreso a Rayuela, mientras Andersen acaricia sensualmente las cuerdas de su instrumento con el arco, y leo: 

"...hay enormes zonas a las que no he llegado nunca, y lo que no se ha conocido es lo que se es. Ansiedad por echar a correr, entrar en una casa, en esa tienda, saltar a un tren, devorar todo Jouhandeau, saber alemán, conocer Aurangabad... Ejemplos localizados y lamentables pero que pueden dar una idea. (¿una idea?)

"Otra manera de querer decirlo: Lo defectivo se siente más como una pobreza intuitiva que como una mera falta de experiencia. Realmente no me aflige gran cosa no haber leído Jouhandeau, a lo sumo la melancolía de una vida demasiado corta para tantas bibliotecas, etc. La falta de experiencia es inevitable, si leo a Joyce estoy sacrificando automáticamente otro libro y viceversa, etc. La sensación de falta es más aguda en"

Me dan ganas de llorar. Es un sentimiento repentino, un gesto que con el tiempo se me ha ido haciendo más y más habitual. No sé si es por el lamento que canta ahora mismo en solitario el contrabajo, por la necesidad de volver a leer todo "Rayuela", porque de pronto me doy cuenta de que hay allí palabras que ya se me han olvidado, o por saber que no voy a poder escuchar los treinta y cinco discos de Andersen esta noche, sin quedarme antes dormido, y sobre todo porque no los voy a poder escuchar con vos, que estarás durmiendo ahora mismo en tu casa, mientras te pienso, mientras la noche corre carreras con el reloj, mientras unas nuevas notas sobresalen sobre otras, los platillos leves de Nilssen, y otra vez las teclas del piano. Hay más música grabada y más libros escritos de lo que podremos llegar a escuchar y leer, así nos dediquemos por completo a esa tarea durante todo lo que nos reste de vida. La idea me abisma.

¿Para qué seguir grabando más discos, entonces? ¿Para qué seguir escribiendo más palabras?, me pregunto también, precisamente al mismo tiempo en que escribo estos párrafos que quién sabe quién leerá alguna vez, escuchando quizás quién sabe qué músicas, que acaso yo no llegue a conocer jamás, mientras sus ojos -tus ojos- recorren estas mismas letras que mis dedos van dejando como una estela sobre el teclado ahora mismo, mientras que

la vida pasa, transcurre, se desliza, nos deslizamos.

Me doy cuenta de que jamás he leído nada de Marcel Jouhandeau. Busco en internet: escritor francés. Nacimiento: 26 de julio de 1888, Guéret, Francia. Fallecimiento: 7 de abril de 1979. ¿Lo habrá leído Arild Andersen? ¿Apreciaría Marcel la música de jazz? ¿Habrá conocido alguno de ellos Aurangabad, ciudad de la India en el estado de Maharashtra, a orillas del río Kaum, afluente del Godavari? Salgo al balcón. Miro el cielo oscuro. Me complace pensar que todos los nombrados hasta aquí, los habitantes de Aurangabad, los músicos de jazz de Noruega, el propio Cortázar y vos, que estás leyendo esto, habremos coincidido al menos en haber mirado alguna vez esta misma luna, aunque sea en tiempos diferentes. Coincidencias. Concordancias.

Termina la melodía. Hay gente que aplaude. Gente que disfrutó en algún momento del pasado de una noche de jazz en el Theater Gütersloh de Alemania, en la zona de Renania. Gente que habrá escuchado entonces lo mismo que estoy escuchando yo ahora mismo, y que habrá visto alguna vez la misma luna que estoy viendo yo ahora, yo acodado en mi balcón, ellos -quién sabe- abrazando quizás a una persona querida, o soñando con hacerlo, o llorando de melancolía. Y escucho sus aplausos, a pesar de que jamás sabré seguramente nada más acerca de ellos, si disfrutaron o no de ese solo, de aquella línea melódico, o si habrán leído algo de Jouhandeau, o algo de Cortázar.

Conexiones. Desconexiones. Me gustaría sinceramente saber quién sos, vos que estás leyendo ahora mismo estas líneas, para qué lo estás haciendo, qué estarás pensando o sintiendo. Pero claro, vaya uno a saber cuándo sea tu "ahora mismo", que definitivamente es diferente del mío propio. Yo ahora mismo me pregunto estas cosas, mientras escribo. Vos ahora mismo leés y pensás o sentís vaya a saber qué cosas. Y vaya a saber en tu ahora mismo qué estaré haciendo yo, mientras tanto. Esto para el caso de que no haya pasado ya demasiado tiempo entre tu ahora mismo y el mío, se entiende.

Mañana buscaré quizás algún texto de Jouhandeau, para conocerlo. Pero sobre todas las cosas intentaré maravillarme, en cada uno de esos segundos fugaces durante los cuales estamos vivos.

lunes, noviembre 09, 2020

Fragilidad

Ves esa pequeña flor silvestre
Son apenas cuatro breves pétalos blancos
Tan delicados, tan sutiles
Tan salvajes

Me conmueve esa flor
Que es todo y nada a un mismo tiempo
Como vos y como yo
Y como cada cosa en este mundo

Es noche cerrada otra vez
Sopla furioso el viento
Como una amenaza o como una promesa
Y necesito tanto que me abraces
Para poder conciliar el sueño
Para sentirme menos frágil
Para olvidar que tengo miedo

Me pregunto si tendrán
Miedo las flores de los tréboles
Cuando el viento sopla y amenaza
Deshacerlas en pedazos

Necesito protegerte con mi abrazo
Para que no tengas temor
Para sentirme un poco más fuerte
Aunque en verdad no lo sea



viernes, octubre 23, 2020

Sueño 201023

Intento recordar más detalles, pero es inútil. El sueño escapa a gran velocidad. Retengo todavía, sin embargo, un par de imágenes del jardín de los estatuas. Y en especial mi sensación de angustia, al notar la velocidad con la que estaba oscureciendo. De pronto los detalles de las imponentes figuras de piedra dejaron de verse con claridad. Tuve una incierta sensación de peligro. Incierta pero al mismo tiempo definitiva. Recuerdo un cupido, visto a través del hueco que dejaban libre las torneadas piernas de otra escultura que se encontraba por delante. Recuerdo también un último atisbo del sol, escondiéndose detrás de una robusta balaustrada. Pensé entonces que la imagen era magnífica para tomar una fotografía. Sé que de haber tenido una cámara en ese momento me hubiese detenido todavía un poco más allí, como para poder recordar mejor ese instante más tarde, para rescatar al menos ese fugaz segundo de la incesante secuencia de las posteriores imágenes que sepultarían aquella visión en un inevitable olvido. Será quizás por eso mismo que ahora lo escribo; sin demasiados detalles, pues los detalles escapan ya de mi frágil memoria. Pero convirtiendo al menos el sueño en relato; en recuerdo de sueño relatado, que de seguro difiere en menor o en mayor medida del sueño que realmente fue. Pero así sucede siempre, con todas las cosas.

Como muy a mi pesar no tenía con qué sacar una fotografía, me limité a observar. Pero las sombras avanzaban veloces. De nuevo la sensación de peligro. Recuerdo la imagen de la doncella extendiendo su mano pétrea y delicada, curiosamente iluminada, como si las sombras avanzaran de un modo caprichoso, borrando primero el contorno general de la estatua, luego los detalles de su rostro, pero no así las manos, gentiles y blancas. Recuerdo haber corrido hacia ellas como si hubiesen sido capaces de rescatarme de algo, y tras haberlas tocado, y después de haberle agradecido a aquella figura, incluso sin saber exactamente cuál era el sentido de mi agradecimiento, continué con mi atropellada carrera  por el amplio pasillo exterior que me conduciría a un refugio antes de que la oscuridad, cada vez más cerrada, me impidiese ver nada en absoluto. Al llegar, un sirviente salió a mi encuentro para informarme que mi cuarto estaba listo. Me recordó que debido a la pandemia no le era permitido acercarse más a mí. Y añadió que por las mismas razones no podría utilizar el baño de mi habitación. Aunque si lo deseaba podría asearme en la habitación de enfrente, identificada como 6-B, que permanecía reservada a nombre de Serain, aunque en ese caso no se trataba de mí, sino de mi padre y/o de mi hija.

Es curioso. Según mi reloj apenas he dormido un par de horas y sin embargo ya no siento la necesidad de seguir descansando. Escribo lo poco que recuerdo de mi sueño, antes de que se me escape por completo. De fondo suena una sonata para violín y teclado de Bach, que puse en el reproductor antes de acostarme y continúa. Salvo que todavía esté soñando, claro está; pero sé que estoy despierto. También sé que el pianista que escucho es Keith Jarrett, pero me pregunto quién será quien toca el violín, pues no he reparado en ese detalle. Supongo que no importa. Miro hacia la ventana. Noto que está amaneciendo. Tomo una fotografía con mi celular, para retener el momento, incluso a sabiendas de que no servirá de mucho. Apenas para poder recordar algo de todo esto más tarde. Para rescatar un instante de la incesante corriente que nos arrastra al inevitable olvido.

Sala (una, de las tantas posibles)

Y sí. Finalmente llega, como llegan todas las cosas. Fatalmente, podría también haber escrito. En rigor de verdad uno escribe "finalmente" cuando se trata de algo deseado, o resignadamente ante lo que al menos no resulta tan temido. Y "fatalmente" es la opción cuando se trata de narrar lo inenarrable o de aludir a lo ineludible.

Aquí estamos, finalmente. Con este inexpresable y molesto sentimiento a cuestas, o tal vez sea todo un cúmulo de sentimientos, de emociones, de confusiones, de fugacidades, de un entrañable amor por esas dos, tres, cuatro personas que representan mucho más que estas pobres palabras. Y las ausencias, que se avizoran por un instante como una presencia invisible. De repente todo se confunde. ¿Estás acá? Y yo mismo ¿en dónde estoy, realmente? ¿Existe un aquí y un ahora, o acaso todo no sea más que el infantil producto de una ilusión ingenua?

Y sin embargo aquí estoy, a pesar de todo. Porque pensar, sentir, reflexionar, escribir, incluso cuando sea apenas un gesto definitivamente vano, es una forma de estar vivo, de crecer todavía, empecinadamente. De persistir, mientras la noche, callada y silenciosa, se convierte de una curiosa manera en algo así como un oasis. Al menos hasta que amanezca.

jueves, octubre 22, 2020

Antesalas

Yo no sé cuándo fue que comencé a perder la cuenta. La cuenta de las estrellas que hay en el cielo durante la noche. Por alguna razón me vino a la mente esta frase, pero en realidad hablo de la cuenta de los días. De los días, de las noches y de los años. Aunque algún oculto motivo tendrá, seguramente, esa comparación con las estrellas. Un motivo oculto incluso para mí; debería verlo en análisis. Si no fuera porque, por alguna razón que también se me escapa, he decidido tomarme un tiempo de mi analista. Un tiempo, he escrito. Me estoy desviando del tema, aunque evidentemente no tanto. 

Uno, dos, tres... Retomo el tema de las cuentas. Cuando uno es chico tiene muy presente estas cosas. Al paso del tiempo me refiero. Faltan tantos días, tantas horas, tantos minutos para que sea la Navidad, para que lleguen los Reyes, para tu cumpleaños. Es la oportunidad, la excusa perfecta para ser por unas cuantas horas algo así como el centro del mundo. Pero después te das cuenta. Inevitablemente, más temprano que tarde, llega la decepción. Ese ser algo así como un centro del mundo se extingue por completo al día siguiente, al cabo de unas pocas horas. Entonces resulta que los Reyes Magos no existen. Y que sus representantes en la tierra no son inmortales, como creías. Tampoco vos --me hablo a mí mismo. Que la Navidad es una fecha dispuesta de un modo arbitrario, sin nada que la sostenga. Que el paso del tiempo, en definitiva, tiene sus contradicciones y sus sombras. Esas sombras que son las que determinan que a la larga los Reyes Magos desaparezcan. O que un día descubramos que en cierto recodo del camino hemos dejado de crecer para comenzar a envejecer. A desaparecer también nosotros. Incluso con el temor a cuestas de nunca haber realmente sido.

Cuatro, cinco, seis... Crecer, no obstante, seguimos creciendo. Tal vez reflexionar sobre estos asuntos sea en definitiva una buena muestra de ello. O de todo lo que aun nos falta. Pero entonces, de nuevo, se me presenta la triste pregunta de para qué --o para quién-- escribe uno todas estas cosas. La pregunta no es triste; acaso sí la falta de una respuesta clara y definitiva. Para qué este vano intento por poner imprecisas emociones en letras, en palabras. Para que las lea quién. Tal vez sea una forma de llevar adelante un análisis introspectivo. Dicen que la palabra cura, o al menos libera. O acaso una vez más uno esté inconscientemente --secretamente-- intentando darse a conocer. Lo cual viene a ser casi lo mismo que intentar llamar la atención de alguien. Uno escribe como quien manifiesta: Hola, acá estoy, esto que dice, esto que habla... Soy yo. Do you hear me? Do you see me?

Siete, nueve, once... Al fin y al cabo no es tan diferente de cuando uno de chico esperaba a los Reyes (pero esa magia no existe, mi querido yo; aunque sí existan otras), o esperaba ser el centro de la atención de alguien porque estabas a punto de cumplir años. O porque tenías miedo. Y un buen día te sucede que si no te lo recuerdan, ni siquiera te das cuenta de que estás a punto de cumplir años otra vez, de nuevo. O te asalta la sorpresa cuando, si te preguntan cuántos son los que cumplís, de repente comprendés que para responder tendrías que detenerte a sacar la cuenta.

Quince, dieciocho, veinte... Y de nuevo estás a minutos de que llegue el día, y entonces te ponés a escribir, porque encontrás que es la mejor de las opciones. Es eso, o perderte en una película, o hacer las dos cosas al mismo tiempo. Estás intentando escaparte, aunque ello sea imposible. Estás pretendiendo olvidarte. Caer en el olvido es algo inevitable. Olvidarte mientras todavía sos presente, en cambio es algo que uno busca, algo que se persigue, para disipar la angustia. Pero no sé si realmente quiero olvidarme, en el momento de estar escribiendo todo esto. Es probable que escribir, incluso cuando se haga sin un objetivo claro, sin un plan trazado, es también un modo de crecer. Hola, acá estoy, soy esto que habla y que dice que...

Cuarenta, cuarenta y ocho... Faltan minutos, cada vez falta menos. Mirás a tu alrededor y allí están las inevitables ausencias. Algunas ausencias que no pueden repararse, principalmente. Y hay también presencias tácitas, tan bienvenidas, pero que por alguna razón escapan a la posibilidad del abrazo, al amparo de perderse por un rato o para siempre en los brazos o el regazo de un otro que contenga, que aguante, que resista, que nos mienta, si es necesario, diciendo que todo está bien, que estamos en casa, que estamos a salvo. Pero las ausencias... Porque hay un momento en que ya no importa si son tantos o tantos. Si cincuenta y tres o cincuenta y seis. Pero en definitiva uno dice que no importa, y se convence a sí mismo de que no importa, porque en el fondo sí importa. Porque si esto sucede es precisamente porque hay un momento en que la balanza comienza a inclinarse peligrosamente, y el platillo de los días ya vividos definitivamente pesa más que el de esos otros días que uno, con la mejor expectativa, espera que resten por vivir. 

¿Para quién uno escribe todas estas cosas? 

Sinceramente no tengo la menor idea.

viernes, octubre 16, 2020

Sueño 201012

Los muros pesados, de un gris manchado y profundo, ornamentados con silenciosas molduras y dibujos, denotaban el paso de un tiempo acumulado incalculable. "Esta es la ciudad vieja ▬recuerdo que dijo alguien▬. El gobierno quiso alguna vez modernizarla, pero los residentes se opusieron a cualquier cambio y entonces quedó todo así, como el testimonio de otra época."

El vehículo se movía lentamente por las calles de tierra, y yo observaba con atención desde mi ventanilla. En cada parcela había apenas una o dos construcciones, todas con similares paredes, del mismo gris antiguo y manchado, pesadas y cerradas ▬sospechosamente cerradas▬ y mudas; imperturbables. Inmóviles. Pero no con la lógica inmovilidad de cualquier edificación, sino con la que le podría corresponder a un misterio insondable. No pude sino preguntarme cómo serían aquellas casas muros adentro. Cómo sería vivir allí, o cómo sería el interior del almacén del pueblo, clausurado probablemente a la curiosidad de cualquier visitante. Tuve el repentino deseo de que el autobús se detuviese para poder bajar, pero eso no sucedió. La marcha continuó, siempre lenta y silenciosa.

Me pregunté también cómo se habrían formado aquellos piletones fantásticos que observaba por doquier, pues el pueblo se había establecido en derredor de unas extrañas formaciones termales. Supuse que tal vez hubiesen estado allí desde siempre, desde infinitamente antes de que el primer habitante de aquella ciudad vieja hubiese decidido levantar el primer muro de la primera casa.

Las termas; las famosas termas... ¿Por qué todas las puertas y ventanas permanecían tan empecinadamente cerradas y en silencio? El agua brillaba con una hipnótica fosforescencia de color esmeralda y permitía apreciar un irregular fondo rocoso, que se adivinaba cálido y acogedor. La arboleda tupida, también gris y callada, no se atrevía a dejar caer una hoja en el agua. De algún modo supe que ese sustrato acuoso, acaso se diría mágico, impediría que una persona se sumergiese en él, como si fuese un mar muerto, aunque en este caso bulliciosamente vivo, aun en medio del profundo silencio y de la notoria ausencia de cualquier señal de vida visible.

Volví a preguntarme cómo sería habitar en aquel lugar. La apariencia era la de un pueblo abandonado desde hacía mucho tiempo atrás. Pero yo intuía la vida detrás de las paredes de esas casas clausuradas, detrás de las pesadas puertas, de las ventanas dormidas con sus postigos cerrados. Imaginé dentro las alfombras descoloridas y los caireles pálidos y los muebles añejos, profusamente trabajados, con el estilo propio de siglos pasados. En aquel lugar el tiempo se había detenido. Lo único que permanecía en movimiento era nuestro vehículo, que se desplazaba lentamente. Y las gentes permanecían dentro de sus casas. ¿Por temor? ¿Debido a un sordo empecinamiento? ¿Porque no deseaban ser vistos por ningún forastero?

Supe que el automóvil no iba a detenerse, por más que lo deseara. Decidí entonces hacer lo posible para recordar mi sueño, con el objetivo de regresar a esas mismas calles en otra ocasión. Quería volver a contemplar otra vez esas casas inmóviles más de cerca, acaso probar suerte en alguno de sus umbrales, delante de alguna de aquellas puertas. Quería regresar también a aquellas fosas de agua esmeralda, a aquellos oscuros árboles milenarios. Deseaba plantearle preguntas al misterio sin palabras. Fue entonces que se me ocurrió la idea de fijar la ubicación de aquel pueblo antiguo y de aquellas termas en el Google Maps de mi celular, para tener más tarde las coordenadas de referencia. La respuesta en la pantalla de mi dispositivo fue abrumadora: "TIEMPO CERO - DISTANCIA INFINITA", fueron las palabras que leí.

Desperté en mi cama, sabiendo que en alguna parte aquellas casas antiguas e inaccesibles continuaban existiendo, y que muros adentro permanecía el misterio y alguna imprecisa forma de vida. Miré la pantalla de mi celular, que extrañamente se hallaba al alcance de mi mano. Consulté el historial del Google Maps, y pude verificar que, por supuesto, estaba vacío. En determinados casos resulta infructuoso confiar la suerte a las nuevas tecnologías.




sábado, octubre 03, 2020

Sueño 201003 - Escenas musicales

Cuando desperté, el concierto todavía estaba allí, sonando dentro de mi cabeza. Y también seguía pensando en la copia del CD que debía hacer para Daniel Barenboim.

El sueño comenzaba, precisamente, con Barenboim recibiendo de pie, junto a un gran piano Steinway de cola, con su tapa abierta, listo para ser tocado, nada menos que a Jacqueline Du Pré. Mucho más joven y alta que él, la violoncellista se hacía presente luciendo un ostensible embarazo. Divertido, Barenboim la recibía con una elocuente frase en inglés: Something is growing on you.

Lo curioso es que el bebé ya había nacido. Muy chiquito, envuelto en una discreta manta blanca, la criatura era colocada prácticamente sobre el teclado del piano. Me llamó la atención que llevasen a un bebé tan pequeño a una sesión de grabación, pero no dejaba de ser razonable: el pequeño estaba muy tranquilo, pues en su casa debía dormirse escuchando música todo el tiempo.

Algo me dijo Barenboim, que yo no llegué a comprender, pues en ese preciso momento Jacqueline se puso a tocar en el piano la obra que íbamos a grabar. Me sorprendió que tocara con particular destreza, y no pude evitar pensar que de desearlo ella bien podría cubrir sin dificultad la parte del piano en registro que llevaríamos a cabo.

Los dos músicos iban a tocar una sonata a dúo de Johannes Brahms. Yo comentaba que a mi entender se trataba de una de las piezas más bellas del romanticismo, y Barenboim afirmó entusiasmado estar por completo de acuerdo conmigo.

En algún momento Jacqueline se levantó y nos dejó a solas a Barenboim y a mí. A nosotros dos y al gato, que vino a sentarse de un repentino salto sobre mis piernas, muy a pesar del reto de su dueño. Le dije a Barenboim que no se preocupara por el animal. El músico entonces se desentendió y aprovechó para beber un poco de agua, directo del pico de una pequeña botella. El pianista había traído especialmente consigo una botellita de agua Evian. Me comentó como al pasar que había visto un comercial y se había tentado. Me pareció una excentricidad, pero de todos modos lo justifiqué, diciendo que esas cosas sin duda solían suceder.

Entonces me preguntó qué era lo que estaba sonando, pues una música se venía escuchando de fondo desde hacía un rato. Le respondí que se trataba del Concierto para piano Nº 30 de Mozart, una obra muy poco conocida. Tenía el disco compacto abierto sobre la mesa. Era un disco que me había regalado mi amigo Ariel Loszewicki, de un raro sello británico ya desaparecido. De hecho la contratapa tenía una anotación suya, escrita a mano.

Barenboim me decía entonces que él había tenido en un tiempo ese mismo disco, y que luego lo había perdido. Al ver la contratapa, pareció reconocerlo y comentó que ahora comprendía dónde lo había dejado. Imaginé el pasamanos: de Daniel Barenboim el disco habría pasado a la discoteca de la radio, de donde quién sabe cómo se lo habría llevado mi amigo, para finalmente llegar a mi poder después de que Ariel viajara a Londres. De eso había pasado ya un buen tiempo, por cierto.

Rápido de reflejos, le ofrecí a Barenboim grabar el disco, sabiendo que yo me quedaría con el original y que sería él quien se llevase la copia. Visiblemente complacido, me preguntó si alcanzaría el tiempo para hacerlo, a lo cual le respondí que sí sin dudarlo. Me levanté para buscar un disco virgen. 

Cuando desperté, el concierto seguía sonando en mi cabeza. Supe que era un concierto de Mozart. Un concierto que Wolfgang Amadeus nunca había llegado a componer.

 

sábado, septiembre 12, 2020

Diario de cuarentena: Día del Maestro

En el día de ayer, alguien de quien no tenía noticias desde hacía mucho tiempo me envió un mensaje a mi celular para saludarme por el Día del Maestro. Primera sorpresa. Ya sé que el término maestro muchas veces se utiliza en un sentido general, que coincide en una pretendida sinonimia con otras palabras tales como profesor, docente o pedagogo. No soy maestro, pero me reconozco en alguno de los otros vocablos referidos. Sé que me dedico a la enseñanza, pero una cosa es decir "yo enseño" y otra muy distinta que alguien venga y me diga" vos me enseñaste". 

Después de haber leído el saludo y de haber enviado mi consecuente agradecimiento en respuesta, vino la segunda sorpresa, que se disparó a través de una sencilla pregunta que apareció escrita en la pantalla de mi teléfono: "Cómo estás?" Confieso que me quedé mirando esas dos palabras, seguidas por el signo de interrogación, durante un buen rato, en silencio, sin contestar nada. Luego intuí la respuesta más sincera, aunque acaso no la más adecuada para ser dicha, por ajena al contexto, en apenas una palabra. La respuesta debió haber sido: "Azorado"

La prudencia me llevó a encontrar una respuesta más de rigor. Definitivamente, "azorado" era una declaración que no guardaba relación con lo que sucedía en aquel momento. No tenía que ver ni con el Día del Maestro, ni con mi interlocutora, ni con aquella conversación, sino más bien con un reconocimiento general de las cosas, que vengo teniendo de un tiempo a esta parte. Algo así como si me hubiesen preguntado "Cómo estás?" y yo hubiese respondido "Aquí me ves, vivo", por ejemplo. 

Azorado. Desconcertado. Sorprendido. Conturbado. Asombrado de un asombro general ante las cosas de la vida y el mundo, y también ciertas preguntas que a pesar de no poder ser formuladas con palabras, reclaman pese a todo respuestas que ídem. Y entonces me acordé de mi viejo, cuando ya se había puesto grande pero todavía estaba lejos del final, aunque vaya uno a saber qué significará aquí la palabra lejos. Mi viejo diciéndome que con los años había aprendido a ver algunas cosas que antes no veía; y lo decía con asombro, pues se asombraba también, él lo mismo que yo ahora, ante ciertas sensaciones, o ciertas emociones inesperadas, que él mismo no alcanzaba a comprender, y para las cuales no había términos que pudiesen venir a servir para explicarlas. Mi viejo decía no entender de dónde le venía todo eso, pero intuía que tenía que ver con cierta sabiduría, aportada por el paso del tiempo. Y así me siento también un poco yo ahora, un poco más sabio, aunque siga ignorándolo casi todo, y al mismo tiempo azorado.

Anoche soñé. Soñé que nevaba copiosamente, bajo un cielo azul y despejado. Yo miraba hacia arriba, reía, intentaba agarrar con las manos, con la boca, los grandes copos que caían con suavidad y en silencio, y recuerdo que en mi sueño volví a sentir ese mismo azoramiento. Me dije a mí mismo: esto es como el mundo, esto es como esos atardeceres que suelo admirar desde la ventana de mi departamento, esto es como lo que siento cuando acaricio la espalda desnuda de la mujer a la que amo mientras duerme. Esto es el misterio de la vida.

Esto es el mundo. Recuerdo otros detalles, que probablemente muy pronto olvidaré, del sueño inquieto de esa noche, ligeramente intranquila. Pero elijo quedarme solamente con esa nevada, y con aquella sensación inefable. Y con tu espalda desnuda, claro. Aquella nevada, el silencio, la calma, el inefable asombro.

miércoles, julio 15, 2020

Diario de cuarentena - Día incierto

De repente me doy cuenta. "Y si no fuese por la cuarentena, ¿adónde estarías ahora?" La pregunta me toma de sorpresa, pero la respuesta es sencilla: acá mismo, en mi casa, entre estas mismas cuatro paredes; tres, en rigor, más el ventanal que me separa del afuera. Debo reconocer que la cuarentena no es mi problema, sino más bien el no tener adónde ir. Quizás me gustaría subirme a mi motocicleta para pasar un fin de semana en otra parte. Podría ser en la laguna de Monte, o en San Pedro, o en cualquier otro lugar en el cual pudiera olvidarme. Un fin de semana de siete días. O acaso de quince, o de treinta. Suena como un escape, ya lo sé. Tal vez lo sea. De todos modos, ya lo he dicho, no tengo adónde ir. Aunque en realidad eso no interesa. Porque nunca se trata del adónde, sino del con quién, o del para qué. Quiero volver a sonreir. Quiero volver a soñar.

Extraño mucho a mi viejo. Me descubro pensando mucho en él. Teníamos cosas en común, por supuesto, aunque también diferencias. El y yo no somos la misma persona, quiero decir. De hecho, él ya no es, y yo sigo siendo, todavía. Pero de pronto me he dado cuenta, estaba a punto de decirlo, de que no quiero terminar como él. Solitario en un departamento, quiero decir; tres paredes y un ventanal. Hasta que finalmente un día. Ese día. Pero mientras tanto. De eso se trata, del mientras tanto. Del reloj que mueve sus manecillas hacia atrás y del tiempo que no se detiene. De los espejos, que se han empecinado en devolver una imagen cada vez más desagradable, de la cual no logro escaparme, sin que importe adónde vaya. Esa imagen no soy yo.

El virus que está en el aire, invisible, inodoro, incoloro, cada vez me preocupa menos. Esa es para mí la menor de las amenazas.

domingo, julio 12, 2020

Sueño 200712

Tal vez deba empezar a contar este sueño desde el final. Conmigo apoyado en el marco de la puerta del lavadero, en la casa de Drago, sin poder articular ninguna otra frase más que "No soy un mal tipo". Queriendo decir otras cosas, sin poder hacerlo. "No soy un mal tipo", una vez y otra. Es lo único que sale de mi boca, para mi propio asombro, pero también para el de quienes me observan, un par de metros más allá, cada uno de ellos representado en una doble identidad: mi papá/un antiguo amigo, mi mamá/la madre de mi hija, mi hija/mi hermana cuando era chiquita.

Previo a esta escena, el enojo. Siento que otra vez estuve apretando los dientes. Una bandeja con comida, para que cada quien se lleve una porción al colegio, o al trabajo. "Ya sabés que eso no me gusta", me escucho decir. No sé por qué el enfado. No logro controlarlo, simplemente allí está. En realidad quisiera probar un poco de lo que se ofrece en la fuente. Intuyo que ha sido hecho con amor. Pero ya he dicho que no. Y lo he dicho de un modo por demás desagradable. Entiendo que el enojo es en realidad contra mí mismo. Esto es así: me ofrecen algo que quiero, pero que me veo obligado a rechazar. ¿Por qué razón? Eso no alcanzo a comprenderlo, y me hace sentir aun peor. Mi enojo me hace ser desagradable, y serlo me enoja más y así. Es una infinita espiral descendente. Agarrame, por favor, no me dejes caer; pero no me toques.

Alguien me pregunta cuándo le voy a enviar un trabajo atrasado. Esto sucede antes, y la respuesta es que no lo sé. Realmente no lo sé. Necesito tiempo. Quiero contestar con una evasiva; pero ahí está mi hija pequeña, o acaso sea mi hermana, en algunas fotos se parecen tanto cuando tenían la misma edad, atenta en cualquier caso a mi presencia, lista para el juicio, como todos, absolutamente todos, y yo quiero estar solo. Otra vez soy desagradable; lo hago adrede, para quitármela de encima. Pero ser desagradable me enoja. Quiero estar solo, déjenme en paz. Tal vez para poder decir luego que a nadie le importo. No me abandonen. Por qué nadie lo entiende. Claro, me doy cuenta del absurdo. Pero no logro evitarlo. Es un sueño y no logro manejar lo que sucede. Es la puta vida. Odio ser un cretino. Y lo soy en mi sueño. Pero también lo he sido mucha veces en la vida. Perdoname. No tengo idea de cuándo fue que me quedé dormido.


martes, julio 07, 2020

Diario de cuarentena - Adiós, Ricardo

...Dale, en cuanto se normalice un poco más tomamos un cafecito. Abrazo grande. Cuidate. Lo vuelvo a escuchar. Dos, tres, cuatro veces. El mensaje tiene apenas un par de semanas de grabado. No sé qué sentir. Su voz sigue estando allí, alegre, al alcance de un click, como si todo -o casi todo- estuviese bien. A la espera del regreso de la normalidad. Pensé entonces que capaz era una broma de mal gusto, o un error más o menos desafortunado. A veces estas cosas suceden. Si hasta estuve a punto de llamarlo para decirle: "Che, mirá que te están dando por muerto". Ese empecinamiento propio de la incredulidad, que a veces se instala en uno. Pero no, me contengo y no lo llamo. En cambio, en las mismas redes sociales que me acercaron de casualidad la noticia, busco la confirmación, esperando no encontrarla. Pero enseguida la encuentro. La noticia dice que falleció Ricardo Louzao. El artesano de las guitarras. Tenía 53 años. Todavía tengo la ilusión de que sea una broma estúpida, porque no puede ser, si ahora mismo lo estoy escuchando: Dale, en cuanto se normalice un poco más tomamos un cafecito... ¿Cómo vas a estar muerto si te estoy escuchando? Pero no. Entiendo que no es broma. Que nada se normalizó, y que no habrá ni abrazo ni cafecito, y que a pesar de todo, como siempre que charlábamos, me terminaste dejando una enseñanza: lo único seguro es el instante en que vivimos. El pasado ya no se puede recuperar, y el futuro es un espacio de absoluta incertidumbre, que acaso llegue, y acaso no llegue jamás. Abrazo grande. Cuidate.



Post scriptum:
Al día siguiente, abro de nuevo mi Facebook, y en medio de un sinfín de mensajes y publicaciones, encuentro el recuerdo de algo que escribí justo unos años antes. Me sorprendo, porque el breve texto dice, textualmente, como una advertencia: "Para bien y para mal, jamás supongas que algo no ha de ocurrirte simplemente porque jamás antes te ha sucedido. Después de todo, y por mucho que queramos resistirnos a pensar en ello, todos los días muere gente que hasta la mañana anterior acostumbraba amanecer con vida."

jueves, julio 02, 2020

El silencio pesa

Nada. Nadie. Ni siquiera un rumor. Ni una brisa. Abro los ojos. De algún modo obligo a mis sentidos a despertar primero, luego a aguzarse. Los ojos hurgan, aunque no haya prácticamente nada para ver. La mano izquierda se desliza lentamente sobre una superficie levemente rugosa que no alcanzo a reconocer. La mano derecha todavía se mantiene inmóvil. Dentro de la boca, la lengua seca. La atmósfera parece insípida, limpia, casi se diría estéril. No ofrece ninguna resistencia, pero resulta inquietantemente anónima, neutra, vacía. Veo un techo blanco. Una pared blanca. Imaginemos que las otras tres paredes, en caso de que las haya, también han de ser blancas. Y después está el silencio... El silencio impactante, colosalmente denso, demoledoramente aplastante. Intento respirar más fuerte. Busco percibir el sonido de mi propia respiración. Pero no lo consigo. El cuerpo todavía no responde. Es como si no lo tuviera. Por alguna razón me detengo en un detalle nimio: no tengo calor. Tampoco frío. No consigo comprender lo que sucede. Debo concentrarme. Intento entonces otra cosa: busco concentrar mi atención en algo. Rastreo mentalmente alguna canción, aunque más no sea para calmarme, para poner mi foco en algo, y a partir de eso quizás entender en dónde estoy, quién soy, cómo demonios he llegado a este lugar, que ni siquiera sé cuál sea. ¿Puede ser que no se me ocurra ninguna canción? No digo para cantar, ya que la boca, reseca, se negaría a responder, los labios inmóviles, la glotis impávida, todo el aparato fonador ajeno a cualquier intención, a cualquier orden que intente darle. Quisiera... No digo susurrar... Siquiera imaginar una canción. Poder tararear algo mentalmente. Pero es imposible: todo es quietud y silencio. El silencio, el silencio... El silencio se confunde con el blanco del techo, con el blanco de la pared, con el blanco de aquel escritorio que ahora descubro, con una balanza apoyada encima. Una balanza también blanca, por supuesto; no podría ser de otra manera. De repente lo tengo claro: no voy a poder moverme. No voy a poder gritar, ni hablar, ni decir nada. Tampoco imaginar una canción, y ni siquiera respirar fuertemente. No tengo idea de dónde estoy, ni porqué. No hay nada aquí, excepto este blanco silencio. Yo mismo soy nadie. Soy nada. Soy solamente esto: silencio en medio del silencio. Y más silencio. Miro de nuevo la balanza sobre la mesa, ahora con un poco más de atención. La aguja de la balanza es de color rojo. Al fin algo que no es blanco. El plato de la balanza está vacío. Absolutamente vacío. Pero la aguja se mueve lentamente; por supuesto, sin emitir el más mínimo sonido. Ya marca diez kilos, luego veinte, ahora cincuenta, cien kilos... Lenta pero persistentemente, la aguja continúa su empecinado recorrido hasta alcanzar la marca que corresponde a la primera tonelada, y luego la supera.

lunes, junio 22, 2020

Día del padre

Y mientras ahuyentabas sombras
de gentes que no estaban allí,
me decías que soñabas con
un águila de tres cabezas:
la primera te escudriñaba,
la segunda te hipnotizaba
y la tercera te golpeaba
con su pico de bronce,
hasta abrirte el cráneo.
De inmediato añadiste,
encogiendo tus hombros
como si fuese un misterio,
que así dicen que es la bestia
que recibe a quienes fueron
condenados al purgatorio.
Quise decirte entonces que
no no tenías que preocuparte,
pues tal sitio no te estaba destinado,
pero sólo me salió decirte un te quiero.
Y no pude sino pensar en la fragilidad de la vida,
y no pude sino llorar ante la despedida inminente,
que así son, en definitiva, las despedidas todas.

Papá, te extraño.



domingo, junio 21, 2020

Sueño 200621

Hoy soñé con Marcos Mundstock. Lo encontré pensativo, acomodado en un sillón. Cuando me senté, cerca suyo, me miró a los ojos y después de un segundo de silencio me dijo: "Estoy intentando desde hoy recordar un chiste de uno de nuestros espectáculos. Era un chiste muy bueno, de verdad, pero por más que intento no logro recordar. Lo único que recuerdo es que en una parte yo ponía una cara muy graciosa, así..." Y de inmediato puso una cara que, efectivamente, resultaba muy graciosa. Pero adiviné que en el fondo estaba triste.

-Creo que recuerdo ese número. Había una parte en que hacían un chiste con el nombre de Raúl...

Mi padre, que andaba por ahí cerca, miró sobre su hombro. Creo que por alguna razón aquel chiste, que también él conocía, no le había causado demasiada gracia.

-No es algo como para preocuparse. Me sucede todo el tiempo -le dije entonces a Marcos-. Nuestras memorias son así, limitadas, caprichosas. Un día recordamos algo, al día siguiente lo olvidamos.

Curiosamente no recuerdo mucho más de este momento. Sé que había algo importante, una reflexión acerca del paso del tiempo, de los recuerdos, de las memorias. Sí recuerdo que Marcos me regaló una entrada para ir a ver un espectáculo de Les Luthiers.

Cuando llegué al teatro y abrieron las puertas, la gente se apresuró para entrar y acomodarse en sus butacas. En ese momento supe que tenía la entrada en el bolsillo de mi saco. Pero recordé también que estaba en un sueño, y supe que no podría saber cuál era el asiento que me tocaba. Y desperté.

martes, junio 16, 2020

Despertar del sueño 200614

Estamos los dos durmiendo juntos, en tu cama, abrazados. Y por curioso que pueda parecer, lo que acabo de escribir es a un mismo tiempo verdad y mentira. Porque de hecho allí estamos, realmente, en tu casa, en tu cama, pero al mismo tiempo estamos en otro lado, porque yo lo estoy soñando. Pienso de repente en los llamados sueños lúcidos. Para dominar el arte de los sueños lúcidos es indispensable, por supuesto, que el soñante sepa que de hecho está soñando. Pero esto por sí solo no resulta suficiente. También es necesario poder controlar lo que sucede en el devenir de esos sueños. Y también hace falta -esto último tiene una particular importancia- que el soñante pueda despertar cuando desee hacerlo. En caso contrario, el sueño se transforma en pesadilla. Y aunque no quiero hablar aquí de ello, probablemente esa no sea la peor de las posibilidades.

Estamos los dos durmiendo juntos, en tu cama, abrazados. Y yo te digo algo. Algo que acabo de pensar, a partir de un sueño que tuve, del cual acabo de despertar. Pero me doy cuenta, mientras te hablo, que te estoy diciendo cosas sin demasiado sentido. Y de hecho te lo comento: te digo que no me salen las palabras que de verdad te quiero decir; o al menos creo decírtelo. Porque hay ocasiones en que las palabras parecen rebelarse, y se resisten a expresar lo que uno pretende que digan. Y esto es precisamente lo que me sucede ahora: te digo, pero las palabras que logro decir son como puro ruido, salen de mi boca desordenadas, anárquicas, pastosas, y vos me escuchás entredormida, y estoy seguro de que no entendés lo que te estoy diciendo; y no podría culparte, si yo mismo tampoco comprendo.

Entonces me doy cuenta de que hay algo extraño. Aunque no logro precisar qué sea. Hay como una indescriptible lentitud en el aire, algo así como un incierto estiramiento de todas las cosas. Intento contarte alguna cosa que ya no recuerdo. Algo que en el preciso momento de ser dicho se desvanece en el olvido. Acaso sea algo relacionado con lo que he soñado apenas un instante atrás. Pero vos no prestás demasiada atención a mis palabras. No te preocupes, que no pretendo que esto sea un reproche. Muchas veces te cuento mis sueños en voz alta, en medio de la noche, molestando tu descanso, no tanto para que vos me escuches, sino para escucharme yo mismo y fijar los sueños en mi memoria. Aunque en este caso en particular no se estaría dando nada de esto.

De pronto, en medio de esta incómoda desconexión con la realidad, me doy cuenta de que vas a levantarte. Todavía no te has movido, tu cuerpo desnudo y cálido sigue en contacto con el mío, cualquiera diría que estás plácidamente dormida, pero yo sé que te vas a levantar, y que vas a caminar en medio de la penumbra hacia el baño, y tengo miedo, porque también sé que en ese momento algo malo va a suceder. Por eso es que comienzo a hablar más rápido y más fuerte, e intento mover mi mano para agarrarte, para impedir que te levantes, y vos me decís algo, y ya vas a despegarte de mi lado, y yo ahora sé que estoy soñando, y también sé que para que no te pase nada malo es necesario que despierte; pero como no consigo hacerlo, porque de verdad lo intento, pero no lo logro, empiezo a pedirte a vos, casi con desesperación, que hagas algo, y levanto el tono de mi voz cada vez más, intentando convertir mi susurro en un grito: despertame, por favor, despertame, por favor... ¡Despertame!... ¡¡¡DESPERTAME!!!

Finamente lo consigo: unos sonidos guturales salen de mi garganta, bruscamente me muevo, y también vos te movés, sobresaltada, asustada. Ahora sí, estamos al fin los dos despiertos: qué te pasa, estás bien. Y yo: sí, perdoname, fue nada más un sueño, perdoname, perdoname... Y vos: no pasa nada, el abrazo reparador, amor tranquilizate. Pero es que no entendés: necesito que me perdones, porque me siento culpable. Si yo no lograba despertar, si no conseguía arrancarme del sueño a tiempo y a vos te sucedía algo malo por no poder alertarte, por no poder detenerte justo cuando ibas a levantarte para ir caminando hacia ese peligro que ojalá jamás sepamos qué era, yo iba a ser el único responsable por lo que fuese que ocurriera. Y vos sos tan importante para mí que no podría soportar que nada malo te pasara por mi culpa, ni siquiera tratándose de un sueño.


domingo, mayo 31, 2020

Despertar del sueño 200531

Con los ojos cerrados, apenas despierto, todavía dormido,
escucho tus pasos y espero, ligeramente ansioso,
con la modesta felicidad de las cosas simples,
el momento en que te acerques despacio,
corras apenas las mantas y te deslices,
tu cuerpo desnudo, suave y tibio,
acurrucado otra vez junto al mío.

Con los ojos todavía cerrados, dormido, apenas despierto,
estoy atento a los sonidos, familiares y extraños,
pisadas de un perro, me doy cuenta
de que no estoy seguro de adónde estoy,
ni de quién soy, ni qué veré si abro los ojos ahora.
Intuyo que algo no está bien. Estás demorando demasiado
en regresar a la cama, pero no atino a moverme.

De repente siento el miedo, mis pies están fríos
y hay demasiado silencio, me abruma
mi desconcierto, estos segundos eternos en que
no logro recordar adónde me he quedado dormido.
¿Estaré en casa de mis padres? ¿O en cuál otra?
¿Qué edad tengo? ¿Por qué demorás tanto
en llegar a la cama, para aliviar este espanto?

Nadie lo sabe, pero cada mañana, al despertar
me siento más débil, me cuesta más recordar
o intuir qué cosas han sido reales y cuáles no.
Alguien ha muerto hace poco, me digo.
Quizás por eso me resisto todavía
a despertar del todo, para no tener que
hacerme cargo de mi propia mortalidad
y de las irremediables ausencias.

Me haría tanto bien sentir tu cuerpo tibio
acurrucado ahora mismo junto al mío.
¿Por qué demorás tanto?


lunes, mayo 18, 2020

Diario de cuarentena

Hoy recibí un correo electrónico en el cual me invitaban a participar de un "diálogo virtual" (tal fue la expresión que decidió usar el autor del referido correo) sobre tecnología y... En realidad -lo compruebo una vez más ahora mismo- el texto del mail prosigue diciendo: "...sociedad en tiempos de pandemia". Pero de alguna manera me empeciné en leer, sin darme cuenta del equívoco y de manera sistemática, una vez y otra, "soledad". Me digo que no puede ser casual. Que evidentemente se trata de un signo de los tiempos que nos toca vivir. La soledad, la tecnología que de un modo u otro la disimula, pero sin erradicarla, y la flacidez con que hemos resignado nuestras libertades individuales, acobardados por la tan temida pandemia, que se hace visible en las tristes máscaras detrás de las cuales hoy ocultamos nuestros rostros.

En efecto, las libertades individuales han sido las víctimas más notables de esta pandemia que se manifiesta, como una circunstancia inédita, a nivel mundial. Con una cantidad de víctimas abrumadora, según nos dicen los medios, y al mismo tiempo escasa, si la comparamos con otras tragedias peores, consecuencia directa del obrar de otros seres humanos. Y lo notable es cómo el miedo nos ha llevado a renunciar a dichas libertades, prácticamente sin resistencia. Entre tanto, nos conducen a vivir a las pantallas. Y nosotros vamos, mansos, incautos, casi se diría felices.

Es precisamente en una pantalla donde leo que alguien, parafraseando a Borges, y quizás también un poco a Kafka, escribe lo que se me antoja una especie de graffiti electrónico, que yo mismo vuelco en mi muro -otra pantalla- traducido a mis propias palabras:

"Otario comprende, justo antes de morir, que desde el principio ha sido condenado, que le han permitido el balcón, el zoom y netflix, sencillamente porque ya lo daban por muerto. El guardián, casi con desdén, cierra la puerta."

lunes, mayo 11, 2020

Despertar del sueño 200509

Viajábamos en el colectivo, junto con mi madre. Era de noche y nos dirigíamos rumbo al oeste. Faltaba poco para llegar, pero de todos modos me quedé dormido. Evidentemente también ella, porque al volver a abrir los ojos ya nos habíamos pasado. Era de noche. En la calle no se veía un alma. Nos levantamos de manera apresurada de nuestros asientos. Por la ventanilla alcancé a ver un restaurante cerrado, en una esquina, justo cuando el vehículo abandonaba una avenida para adentrarse en una calle lateral.

- En la parada, por favor -le indiqué al chofer.

Obedientemente, a los pocos metros el colectivo se detuvo. Descendió primero un hombre, le cedí el paso a una mujer, y finalmente bajamos mi madre y yo. Miré alrededor: no había nadie. El hombre y la mujer habían desaparecido. También el colectivo. Estábamos en medio de un descampado.

- Tenemos que tomar el 132 para volver -dijo mi madre.
- El 132 no pasa por acá -respondí, un tanto malhumorado; y de inmediato agregué: - Lo que necesitamos es saber adónde estamos.

En ese momento desperté. Y sucedieron tres cosas. La primera: comprendí que se había tratado de un sueño. La segunda: acaso no lo comprendí del todo, pues quise volverme a dormir de inmediato, para regresar al sueño y resolver el adónde estábamos y el cómo regresaríamos a casa. La tercera... Me dí cuenta del sinsentido: no había ningún problema para resolver. Entonces me dije que probablemente lo mismo suceda en la vida. Que nos preocupemos en vano por problemas que ya no es necesario resolver.

Juanjo Ramírez Mascaró on Twitter: "Y las torres Kio se habían ...

lunes, mayo 04, 2020

Sueño 200504

Es de noche. Estoy de vacaciones en alguna parte, en alguna pequeña ciudad que no identifico. Camino buscando algo, aunque sin buscar nada en particular. Cuando llego a una costanera me doy cuenta de que eso era precisamente lo que deseaba encontrar. Así son a veces las búsquedas, en los sueños tanto como en la vida real. Avanzo hacia una suerte de explanada, tapizada con un piso de ladrillos, cubierto a estas horas por un par de centímetros de agua. Me digo que debe ser por la marea alta, que tal vez de día ese mismo lugar esté seco, pero lleno de gente. Me gusta más así, bañado pero desierto. Una idea me entusiasma de pronto: me vienen ganas de bailar, o de correr. Comienzo un ligero trote. Hay alguien que me ha estado acompañando todo este tiempo; quizás un amigo. No me doy cuenta de quién sea. Aunque intuyo que en realidad estoy solo; que he llegado a inventarme que estoy con alguien, porque a veces la soledad es así, un espacio para desdoblarse. Una vez alguien me dijo que en los sueños todos los personajes que aparecen somos en realidad nosotros mismos, ni más ni menos.

Corro, entonces, sobre el agua, que curiosamente no llega a salpicarme. No es una carrera rápida; más bien se trata de un trote animado, incluso hasta feliz. El agua está calma. De alguna manera adivino que no es agua salada, sino dulce. No es el mar, entonces, sino un lago, o un río. De repente una voz, que suena autoritaria desde unos altoparlantes que no alcanzaré a ubicar, me dice que está prohibido estar en el agua y me ordena salir. El agua apenas me tapa los pies, y de hecho ni siquiera me moja, algo que debería extrañarme, aunque extrañamente me parezca natural, de manera que no veo razón para obedecer. La voz insiste, esta vez con un tono más amenazante, y yo la insulto mentalmente, aunque también es posible -e incluso probable- que en realidad vocifere una expresión cualquiera, algo así como "¡vení a sacarme, la reputísima madre que te parió!" Sigo corriendo, desafiante, hasta que el agua amenaza con llegarme a las rodillas. Imagino que la explanada se ha terminado, o que la marea alta sigue con su rutina de la creciente nocturna, ajena a lo que hagan los moradores en la costa. Paso entonces del otro lado de un pequeño murallón que divide el mundo de lo mojado y de lo seco. Quisiera hacerle saber al idiota del altoparlante que si salgo del agua es porque yo quiero, no porque alguien me diga que debo hacerlo. Y luego sigo trotando.

La costanera es breve. Termina en una especie de rotonda que, al seguirla, obliga al viandante a regresar sobre sus propios pasos. Eso es lo que hago. Descanso antes un rato, sin embargo, recostándome contra un alambrado. La persona que me acompaña, esa que tal vez en realidad no esté allí, me pregunta entonces por qué no obedecí a la voz del altoparlante. Sé perfectamente de lo que habla, pero me empecino en hacer de cuenta que no lo sé. Una y otra vez le respondo eso: que no tengo idea de qué habla. El poste de la alambrada en el que estoy apoyado de pronto se mueve. Tal vez me confié demasiado al recostarme; finalmente no es más que una madera clavada en la arena; es imposible que tenga una base firme. Acomodo el poste lo mejor que puedo, para que siga en su lugar y nadie me acuse de destruir propiedad privada, y luego sigo caminando. Un hombre gordo sale a mi encuentro. No parece peligroso, pero su actitud es agresiva. Me increpa por algo que al parecer cree que hice tiempo atrás. Le explico que de seguro me confunde con otra persona, que yo solo estoy de paso, corriendo un poco; que es la primera vez que estoy en ese lugar y que ni siquiera sé con exactitud de qué lugar se trata. Para sacarme al gordo de encima le pego un sopapo y le vuelan los lentes. Aunque es probable que también ese gordo sea un producto de mi propia imaginación, porque son mis propios lentes los que se han caído. Veo venir entonces de nuevo a mi amigo imaginario, que llega a la carrera, y me pregunta qué pasó. Le digo de mis anteojos. Creo que se queda a buscarlos, mientras yo sigo caminando. La verdad es que no necesito mis lentes para ver, al menos allí, en ese sueño, en esa noche.

Regreso. Vuelvo sobre mis pasos en mi caminata nocturna, y me pregunto si el vigilante de la voz del altoparlante me reconocerá al verme de nuevo. Ahora me llama la atención una confitería que está abierta y llena de gente. La voz del altoparlante está allí. Pero su función ahora es otra: ofrece café por tres dólares a los comensales. Lo veo. Es un tipo desgarbado, con barba desprolija, de aspecto descuidado, que intenta en vano hacerse el simpático. Cada quien trabaja de lo que puede, me digo. Y con un único trabajo no alcanza. Me siento un momento. "Disfruten de un regio café por tres dólares, que son apenas unos ciento cuarenta pesos", dice el flaco del altoparlante, haciendo mal la conversión. Pero sí, tres dólares suena como si fuese menos, pienso. Alguien toca melodías con un saxofón. Suena agradable. Un mozo ofrece porciones de un budín marmolado a quienes han decidido aprovechar la oferta del café. Yo no he pedido nada, pero de todos modos me dejan dos porciones. Pruebo el budín y es realmente sabroso. La música del saxofón de repente se detiene. Hay cierto tumulto a lo lejos. Me paro y salgo de allí, para ver qué sucede. Me doy cuenta de que me llevo lo que queda del budín, al mismo tiempo que me pregunto si alguien notará que no he pagado nada, pero sin preocuparme demasiado por el asunto.

Veo un tumulto varios metros más allá. Hay policías dentro de un banco, en el sector de los cajeros de autoservicio. Hay una persona tirada, otra que es retenida, gente que comenta. Dos mujeres intercambian opiniones y de pronto una de ellas se molesta visiblemente con algo que ha dicho la otra, y se retira con un ademán ofensivo que deja impávida a su oponente. Yo le digo a la mujer, aunque en realidad creo que se lo digo al mundo, que estamos todos realmente muy locos, y sin remedio.

Sigo caminando... sin rumbo, ciertamente. Me doy cuenta de este detalle en ese instante. Desde que logro recordar vengo andado sin rumbo. No sé adonde estoy, ni quién soy, ni qué busco. Escucho otra vez el saxofón. La melodía viene ahora de otro banco, donde no hay gente, porque allí no ha pasado nada malo. Han dejado los sectores de los cajeros automáticos abiertos por las noches, y el saxofonista parece haber decidido refugiarse allí para seguir su recital, ahora para sí solo. Entro al edificio. Me dejo guiar por el sonido, porque el banco tiene escaleras y muchos recovecos. Finalmente encuentro al músico y en silencio le hago señas, preguntándole si puedo quedarme a escucharlo. El detiene la pieza y me explica algo de lo que va a tocar a continuación, que no entiendo ni me interesa. Pero a cambio le digo: Iba a preguntarte si podía quedarme acá para pasar la noche. Pero entonces me dí cuenta de que esa pregunta sólo estaría bien planteada si la noche fuese algo a superar. Si llegar hasta el día fuese la meta o el objetivo. Pero no es así. El día y la noche son parte de lo mismo.

Solamente quiero descansar y disfrutar un rato de la música, pienso; porque esto último ya no lo digo, sino que nada más lo pienso. También me cruza por la mente la misteriosa continuidad que existe entre la noche y el día, y la noche siguiente, y el día que sigue, y así. Una continuidad que acaso copie la que existe entre la vida y los sueños. Y justo antes de despertarme pienso que la vida entera no es, en definitiva, otra cosa que una sucesión de momentos.


Cuarentena - Día 47

La noticia poco y nada tiene que ver con la cuarentena. O acaso tenga mucho que ver. Todo depende de cómo se lo considere. El asunto es que ayer falleció un hombre oriundo de la provincia de Córdoba, que seis meses atrás había ganado quince millones de pesos jugando a la quiniela. Eduardo, tal era su nombre, no murió por coronavirus, sino como consecuencia de un accidente cardiovascular. Las fotos que lo muestran feliz, antes de que el mundo supiera que vendría una pandemia que en muchos lugares del mundo clausuraría la vida tal como la conocíamos, son de data reciente. Aunque al momento de ser tomadas ni el Covid-19 ni los ACV figuraban de seguro entre sus preocupaciones.

Los periódicos se refirieron al difunto como "el hombre que hace apenas medio año creyó haberse consagrado como la persona con más suerte de la Tierra". Tal vez sea una exageración, pero tampoco tanta. En octubre de 2019 Eduardo Martí, convertido repentinamente en millonario por un golpe de suerte, celebraba en Villa Dolores en una fiesta que él mismo organizó junto a unos doscientos invitados, para morir pocos meses más tarde, después de permanecer dos semanas internado en un hospital a causa de un ACV.

03, 10, 11, 20, 25 y 30. Estos fueron los números de la boleta con la que Martí creyó sellar, a sus 58 años, su fortuna. “Este es el primer día de mi nueva vida”, declaró a la prensa al día siguiente de la confirmación del premio. Pueblo chico, no se molestó en ocultarse, como lo hubiese hecho quizás cualquier ciudadano de una gran urbe en similares circunstancias. Luego pidió una licencia sin goce de sueldo en su trabajo. Dijo que utilizaría el dinero para saldar deudas y comprar unos departamentos. Sueños a futuro. Durante la fiesta de celebración del premio se dedicó a bailar y a cantar junto a sus amigos durante toda la noche. Me pregunto cuántos no habrán deseado en ese momento estar en el lugar de Eduardo Martí. Luego, la pandemia habrá postergado sus proyectos. Y más tarde la muerte los clausuró.

El caso de este hombre me llevó a pensar una vez más en Enrique. Quisiera anticipar, en este punto, que jamás le he deseado el mal a nadie. Bueno, al menos a nadie que no lo mereciera. Pero confieso que sí me ha sucedido de sentir alguna que otra envidia. Como seguramente habrán sentido envidia muchos ante los quince millones de pesos de Eduardo Martí.

Lo cierto es que todo esto me llevó a recordar una reunión de fin de año en mi trabajo. Corrían los últimos días de diciembre de 2017 y todos parecían felices; pero yo no lo estaba, pues acababan de despedirme y sabía que en un par de días más me habría quedado sin trabajo. No recuerdo haberme fijado particularmente en Enrique, pero sé que ahí estaba él, divirtiéndose, riendo, y estoy seguro de que de haberme fijado puntualmente en él, hubiese sentido lo mismo que sentí por cada uno de aquellos compañeros de trabajo, que pronto iban a dejar de serlo: una inconfesable envidia. Porque yo quería estar en el lugar de ellos, de Enrique, de Pablo, de Marcelo o de cualquiera de los que al mes siguiente continuarían trabajando en aquel lugar.

Casi un año después de aquello, mientras buscaba trabajo en otra emisora, un conocido en común me preguntó si sabía algo sobre la salud de Enrique. Respondí sinceramente que no había vuelto a tener contacto con él. Así fue como me enteré de que cuatro meses después de mi desvinculación laboral a Enrique le habían detectado un tumor en el estómago bastante complicado, que lo había llevado a una quimioterapia y a una internación en terapia intensiva.

Después de eso no volví a saber nada acerca de la salud de Enrique. Sinceramente deseo que se haya recuperado y que esté pasando esta pandemia, lo mismo que yo, en su casa, junto a quienes sean sus afectos. Pero en cualquier caso la lección que me dejan, tanto Enrique como Eduardo, es que no resulta inteligente desear estar en el lugar de un otro. Porque nunca sabemos si ese lugar sea realmente mejor al que nos ha tocado ocupar a nosotros.

viernes, mayo 01, 2020

Notre vie c'est maintenant

Quiero regresar a ese jardín,
a esa lluvia, a ese momento.
Embrasse moi, alors,
como decía Prévert.
Embrasse moi longtemps,
para que sea posible
ese sueño, estar allí otra vez,
de nuevo, nada más porque sí,
porque vale la pena,
porque la magia es posible
de vez en cuando,
y me consta, porque ahí estás,
y aquí estoy, y aquí estamos,
en aquel jardín, ante esa lluvia,
o mirando este sol, o aquella luna.
Y no lo olvides, que es tal
como Prévert lo advierte:
Notre vie c'est maintenant.


miércoles, abril 22, 2020

Cuarentena - Día 35

La nota de color salió en varios diarios del mundo y da cuenta de una historia sucedida en Brooklyn. Allí un joven llamado Jeremy Cohen estaba tomando fotografías desde la ventana de su departamento cuando vio a una chica que bailaba en la terraza del edificio de enfrente. En medio de la cuarentena, y luego de haber llamado la atención de la muchacha mediante gestos y saludos a la distancia, decidió hacerle llegar su número de teléfono por medio de un dron. La joven -al parecer su nombre es Tori Cignarella- decidió aceptar el juego. Los dos cenaron, de alguna manera juntos, aunque separados, a través de una videollamada. Para su cumpleaños él le envió saludos virtuales con una canción de su cantante favorita. Y luego llegó al extremo de alquilar una burbuja transparente para poder salir a la calle y encontrarse con ella, separados los dos por una generosa capa de plástico protectora, brutal metáfora que marca a un mismo tiempo la garantía de que ninguno de los dos podría contagiar al otro con ningún virus, en caso de estar infectados, pero también la imposibilidad de llegar a tocarse, el otro como un potencial peligro, del cual en cualquier situación convendrá alejarse, incluso cuando en apariencia lo que se intente sea justo lo contrario. Finalmente es posible que todo esto no haya sido, como lo anticipamos entre líneas arriba, más que parte de un juego. Un show para las cámaras y para las redes sociales, ciertamente efectivo, pues ha llegado en forma de noticia de color hasta nosotros. Detrás de lo que sabemos, puede que haya una relación real, tanto como puede que no haya más que imposturas y escenografías. En definitiva este detalle no nos importa. O por lo menos no me importa a mí, que soy quien está escribiendo esto. Y es probable que lo me ha llevado a escribir sea un detalle marginal, y es que el artículo a través del cual esta breve historia, repleta de guiños que promueven acaso sonrisas en estos tiempos de aislamiento, llega a mi conocimiento, finaliza con una frase que me detuvo, que habla de "aquellos amores trágicos que para existir necesitan de la distancia". Fue esta expresión la que me quedó resonando y la que en definitiva me trajo a escribir este texto. Nada más porque conozco de primera mano la esencia de esos amores trágicos. Y porque por fortuna he aprendido que para mi presente y mi futuro quiero otra cosa.



Cuarentena - Día 34

En muchos rincones del mundo se repite la misma postal:
un enorme número de personas permanecen en sus casas,
guardados entre cuatro paredes y con suerte alguna ventana.
Se siente satisfecho aquel que por naturaleza solía ser asocial,
pues ahora está en igualdad de condiciones con sus vecinos:
continúa recluido, pero ahora tiene para ello la excusa perfecta.
Muchos tienen miedo de salir, y encerrados se sienten seguros.
Otros también sienten temor, pero deben salir sin más remedio,
para cumplir sus trabajos, que han sido declarados esenciales.
Allí va el recolector de basura, y el farmacéutico del barrio,
y el almacenero, y el que reparte con su camión la mercadería
que compradores presurosos, de rostros cubiertos con barbijos
y pañuelos, apurarán en alguna góndola a precios exagerados.
Pero también está el vecino que no teme.
O mejor dicho, acaso no se trate de un valiente
sino de alguien que le teme mucho menos a ese virus
que al parecer anda amenazando de enfermedad y muerte
que a sentir que pierde su bien más preciado,
que es su libertad de salir a caminar un rato bajo la luz de la luna,
y así lo hace, silbando bajito, porque sí nomás, por ganas.
Y también estará siempre ese otro que, inevitable,
mirando al hombre libre desde su triste bunker
lo señalará con el dedo y hasta es posible
que lo denuncie a las autoridades
porque en el fondo y calladamente desearía ser él
quien se atreviera a dar ese paseo,
pero es un cobarde
que se deja ganar por el miedo
y la triste seguridad de esas cuatro paredes
que lo guardan de todo mal, excepto de sí mismo.


viernes, abril 17, 2020

Cuarentena - Día 29 (La guerra del cerdo)

Dicen que en la ciudad de los buenos aires hoy los aires son aun mejores de lo que solían ser, con menos humo y dióxido de carbono, debido a que la gente ha dejado de salir de sus casas por causa de la pandemia. Y sin embargo los aires son al mismo tiempo cada vez más rancios. Dicen que no se puede salir a la calle sin tener la cara cubierta, de hecho. Porque la enfermedad está allí, en el aire, precisamente. En ese aire que respiramos todos. Pero también suceden otras cosas. Por ejemplo, que desde hoy los mayores están obligados a pedirle permiso por teléfono al gobierno municipal para que los dejen asomarse a las calles. Como si fuese un preámbulo a la Guerra del cerdo. Así es como las prohibiciones se van sumando. Son gestos extraños, peligrosos, que coquetean con el fascismo, digámoslo así, abiertamente. Las libertades individuales se recortan en aras de un supuesto bien común, mientras el mundo se cae a pedazos. Y la gente lo acepta, de manera callada. Dicen que esta nueva restricción es para proteger la salud de los ancianos... Sin embargo, ¿cuánto separa estas medidas del momento inevitable en que algunos comiencen a señalar, primero con desprecio, acaso más tarde con abierta violencia, al abuelo que se atreva a salir de su casa? Ya se han visto las primeras manifestaciones en dicho sentido. La especie humana está tristemente repleta de individuos a los cuales les cuesta muy poco (demasiado poco) convertirse en bestias salvajes, carentes de raciocino, de empatía y de ética. Por lo demás, confieso que he discutido mucho y casi a diario, en cada llamado telefónico con mi madre, para intentar convencerla de que se quede en su casa, de que no salga, para cuidarla del virus. Pero ella ya tiene casi ochenta años... No me hace caso. Pero ¿sabés qué? Pienso que ella se ha ganado sobradamente el derecho a hacer de su vida lo que se le venga en gana. Incluso ponerla en riesgo. Y acaso lo mismo valga, al fin y al cabo, para todo el resto de nosotros. El virus está ahí afuera, aceptémoslo. Es parte de la naturaleza, lo mismo que nosotros. La muerte es parte del riesgo de estar vivos. Los encierros, cuando nos son impuestos, son parte de un morirse de a poco.

miércoles, abril 15, 2020

Cuarentena - Día 27

La gente se está convirtiendo
lentamente en algo horrible.
Salgamos a las calles en masa,
tosamos y estornudemos juntos.
Hagamos una pira de barbijos
y bailemos alrededor del fuego, felices.
Abracémonos y volvamos a besarnos.
Contagiémonos de todo lo que sea menester
y aceptemos que la muerte
es al fin y al cabo algo inevitable.
Pero no caigamos en la degradación
de dejar de ser humanos
para convertirnos en hienas
que se observan desconfiadas,
listas para destrozarse a mordidas
en cualquier momento.

martes, abril 14, 2020

Cuarentena - Día 26

Es muy difícil permanecer en soledad,
alejados, escondidos dentro de nuestras casas,
rodeados por cuatro paredes inmóviles y calladas,
día tras día, noche tras noche, y no encerrar también el alma.
Se hace difícil tomar distancia de los demás sin terminar
cayendo en una recíproca desconfianza.
El miedo nos estimula y nos convierte en delatores,
en alimañas, en aves de rapiña, en policías infames
desprovistos de razón y de humanidad.
Pronto será de nuevo el imperio de la fuerza.
Hoy la gente se ha convertido de repente en algo horrible,
con sus rostros ocultos detrás de máscaras temerosas
y todo un nuevo repertorio de gestos evasivos.
Hay algo que flota en el aire que nos está haciendo daño.
Pero no se trata de un virus, como muchos andan diciendo.
Mientras creemos estar cuidando de no enfermarnos el cuerpo,
nos vamos transformando en fantasmas sin alma
que van hipotecando sus libertades en pos de una seguridad ilusoria.
Es verdad, hoy salir a la calle se ha tornado peligroso.
Ahí afuera, en sus diversas formas, anda rondando la muerte.
Y sin embargo yo quiero que valga la pena correr el riesgo.
Sinceramente te digo: si nos vamos a morir,
y esto es algo inevitable, que no sea en la distancia,
sino en la pasión de un beso.

lunes, abril 13, 2020

Cuarentena - Día 25

Todos hablan del maldito virus
guarecidos en la seguridad
carcelaria de sus propias casas,
acodados en la baranda de un balcón
o en el borde de una ventana.
Unos aplauden a los médicos,
otros señalan con el dedo
al vecino que sale a pasear su perro.
Todos tienen temor de enfermarse,
algunos incluso miedo de morir,
como si ese no fuera el destino
inevitable de todos nosotros.
Pocos se dan cuenta,
pero el verdadero virus
definitivamente es otro.
El peligro es que de a poco,
sin que nos demos cuenta,
terminemos aceptando
que las cosas sean así,
que ya no seamos libres
de volver a caminar por las calles
porque sí nomás, porque nos da la gana,
sin mirar con desconfianza al otro,
libres de la infamia de juzgar
a aquel que ya no quiere
o acaso no puede esperar más.
No hay peor virus que aquel
que nos enfrenta y nos distancia.
Ese que nos lleva a prescindir
de un abrazo o de un beso
por ese tonto temor a la muerte
que tan a menudo nos lleva
a escondernos de la vida.

domingo, abril 12, 2020

Cuarentena - Día 24 (Día de Pascua)

Estrellas sobre la Isla de Pascua |



Hubo un tiempo en que las Pascuas,
la Navidad y el día de Reyes
integraron mi calendario festivo.
También el Año Nuevo, por supuesto,
y, claro está, mi cumpleaños.
Luego supe que los reyes eran los padres
y más tarde extravié la costumbre
de armar el árbol navideño,
que quedó atascado
-culpa de todos y de nadie-
en los pedazos de la ilusión rota
de un hogar que supo ser sin perdurar.
En cuanto a las Pascuas entendí
que por años apenas habían sido
para mí un huevo de chocolate
relleno con confituras y sorpresas.
Después, cuando ya no hubo golosina,
fueron tan solo algo más que
también se perdió entre
las brumas del tiempo.

Si habrá o no vida después de la muerte
eso lo sabremos -o no- en su debido momento,
después de haber dado nuestro último suspiro.
La buena noticia es que hay resurrecciones
que se dan en el marco de la vida misma,
en cada día nuevo que comienza,
en cada nuevo amor que se intenta
y que jamás será en vano.
En estas resurrecciones cotidianas
es donde debemos descubrirnos.
Hasta que al fin uno encuentre
eso que acaso estuvo
buscando desde siempre.

sábado, abril 11, 2020

Cuarentena - Día 23


El enigma matemático que compartí ayer guarda cierta relación con este otro, bastante conocido, que básicamente se desarrolla del siguiente modo: 

Tres personas van a un bar y piden un café cada uno. Cuando piden la cuenta, el mozo les dice que han gastado en total $25. Cada amigo pone $10 y el mozo deja $5 de vuelto en monedas de $1. Antes de irse, los clientes se reparten $1 del vuelto cada uno y dejan los $2 restantes como propina para el mozo. Ahora bien, si cada cliente pagó $9 ($10 menos $1 de vuelto), entre los tres han pagado $27. Sumado esto a los $2 que le dieron de propina al mozo da como resultado $29. Sin embargo, si cada uno había puesto un billete de $10... ¿Adónde está el peso que falta?”

AVISO DE SPOILER: Si no conoce el problema, intente resolverlo antes de continuar su lectura.

A diferencia del problema numérico de 8 + 11 = ? que planteaba la entrada de ayer, en este caso del peso que falta el truco es inducir al lector a un error en el enunciado mismo del problema: los dos pesos de la propina no están dentro del gasto del café, sino que son un segundo gasto. Dicho de otro modo, los clientes gastaron $25 del café, más $2 de propina, que sumados a los $3 de vuelto que conservaron da el total de $30 pagado inicialmente. La enunciación del problema induce a realizar una operación matemática que no corresponde, que conduce a un evidente error.

Por el contrario, parte de la gracia en el problema de las cuatro ecuaciones con su incógnita final es que hay dos resoluciones alternativas correctas, siguiendo la lógica de que la semántica matemática se ha modificado y reclamando la identificación de una nueva pauta de lectura. Este es precisamente el eje del enigma (más allá de la evidencia de que quien instala una de las dos pautas posibles, no logra ver con facilidad la restante). Pero si incorporamos un elemento adicional, que es la posibilidad de que de las tres respuestas iniciales dos de ellas sean erróneas, resulta que aparece un tercer resultado posible, que es el de resolver la ecuación conforme a la semántica habitual. 

Por supuesto, lo que estamos proponiendo es romper la lógica del acertijo, a través de un pensamiento lateral que posibilita tomar como fallidas las premisas que determinan el juego, convirtiéndolas de este modo en eventuales inductoras a error. Pero después de todo podemos pensar que si verdaderamente el creador de este enigma hubiese tenido el propósito de engañarnos, no nos hubiera revelado que tal era su intención. Curiosamente, de no haber mediado las dos ecuaciones intermedias, el resultado de la cuarta ecuación no hubiese supuesto absolutamente ningún problema.

Lo cierto es que estos problemas pueden enseñarnos a vislumbrar cómo se comporta nuestra mente ante una determinada situación de confusión, intentando recuperar el equilibrio lógico perdido de diferentes modos. Esta observación es la que resulta valiosa, porque de un modo u otro este comportamiento se proyecta luego a la vida cotidiana, a las situaciones que enfrentamos diariamente. La mente no opera de una manera para resolver un acertijo y de un modo diferente al considerar un problema de la realidad.