Cada hora del hombre es un lugar vivo de nuestra existencia que ocurre una sola vez, irremplazable para siempre. Aquí reside la tensión de la vida, su grandeza, la posibilidad de que la inasible fugacidad del tiempo se colme de instantes absolutos, de modo que, al mirar hacia atrás, el largo trayecto se nos aparece como el desgranarse de días sagrados, inscriptos en tiempos o en épocas diferentes.
Comienzo el día y me espanto al escuchar hablar por todas partes de Gran Hermano, en lugar de encontrar pesar por la muerte de Don Ernesto Sábato, este sábado, a la edad de 99 años. Se me ocurre que una cultura que se preciara de tener un mínimo de dignidad hubiese debido guardar un respetuoso luto, cancelando tanta frivolidad televisiva. Por supuesto, es una idea estúpida.
Se fue Saramago. Ahora le tocó el turno a Don Ernesto. Alguien dice que todos somos hoy un poco más huérfanos. Y tiene razón.
La vida, ese largo desgranarse de días sagrados, sigue, por supuesto. Pero la muerte de alguien como Sábato (la muerte de cualquier persona, en realidad) nos enseña esto: que tenemos que aprender mucho para comenzar a comprender cabalmente qué cosa sea realmente la vida.
Lo paradójico es que, mientras tanto, la vida se nos escurre como agua entre los dedos. Y nosotros la miramos pasar, impasibles, mientras se van los grandes maestros y sobreviven, siempre obtusos, siempre iguales, quienes se empeñan en anestesiar las ideas.
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