Muchas veces nuestras preocupaciones reflejan la medida exacta de nuestra ignorancia. El paciente que teme que no le den suficiente anestesia y sentir dolor durante la operación a la cual va a someterse, por ejemplo; cuando en realidad, como bien lo sabe el anestesista, el verdadero riesgo es otro, pues si se suministra anestesia de más puede que el paciente jamás despierte.
Lo mismo vale para nuestra vida cotidiana. Con nuestra vana preocupación por esa mínima mancha que quedó en la pared recién pintada, por poner un caso; humilde metáfora que aplica a tantísimas otras cosas. Quiero decir: un ciego no repararía en esa pequeña mancha, y en consecuencia no se amargaría por ella... ¿Quién es entonces más afortunado? ¿Quien por no poder ver la mancha en cuestión no se aflige por ella? ¿O aquel otro que, pudiéndola ver, se amarga al punto de no disfrutar de lo bueno que tiene?
Cierto es que, como decía un sabio amigo a quien hace mucho no veo, cuando a uno le pisan el pie, uno es el único que sabe cuánto duele... Pero entonces resulta que hasta para evaluar el propio dolor es preciso tener cierta dosis de sabiduría.
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