El mundo se desplaza, imperceptible.
Me recuesto: mi espalda apoya
en el lecho del mundo.
Sin darme cuenta mis manos
se posan sobre mi pecho.
Entonces percibo, indudable, el latido:
una vez, otra vez, tres, cuatro veces...
Retiro mis manos, espantado.
Horrorizado no ante la evidencia sutil
de la vida en marcha
sino ante la repentina alarma
de la cuenta regresiva,
la ineludible tragedia.
Tic, tac, tic, tac, tic, tac...
Cada latido me aproxima, infame,
al absurdo sinsentido,
a la incomprensible, inevitable nada.
Creer, o no creer, o en qué cosa creer.
Cambiaría acaso algo si creyese en dios.
Aportaría algún consuelo
a la indecible angustia
o sería apenas el placebo ingenuo
del niño que procura escapar
del acecho feroz de sus monstruos
cerrando con fuerza los ojos
escondido bajo las sábanas
mientras aguarda la llegada del día,
de una mañana que quizás no llegue.
Más temprano que tarde
la jornada fatal va a alcanzarnos.
No habrá entonces sábana,
ni abrazo, ni rezo que nos salve.
En vista de tal momento
es probable que la pregunta no sea
si ésta, aquella o tal otra deidad exista,
sino tan solo si el improbable dios
eventualmente creerá en mí,
en cada uno de nosotros.
sábado, noviembre 30, 2024
Hacia la inevitable nada
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