Hoy otra vez Lanzarote. Me refiero a los Cuadernos de Lanzarote, de José Saramago. Esto es algo que sucede a veces con algunos nombres propios: les otorgamos cierta relación de familiaridad, los acomodamos como algo próximo a nosotros mismos, y desde allí los decimos y sentimos casi como algo propio. Y si no escribí directamente José, omitiendo directamente el apellido del autor, es porque Josés hay muchos, desde el padre de Jesús a José de San Martín; desde el presidente del grupo de radios para el cual trabajo ahora, hasta el ascensorista (un verdadero personaje, eterno borrachín de un metro sesenta, más parecido a un duende de pantano que a un hombre) del edificio en el cual trabajaba hace unos años, para una radio que hoy ya no existe.
Hoy otra vez Lanzarote, entonces, y por partida doble. Yo creo que Saramago jamás debe haber pensado que estos dos fragmentos que yo estoy a punto de vincular pudieran relacionarse de algún modo; pero es cierto que uno escribe, y quien se adueña del sentido de las palabras es siempre otra persona. Por un lado, hablando entre otras cosas de su congénito pesimismo, Saramago menciona al final de la anotación realizada un 16 de noviembre que él nunca fue un niño alegre. Antes de siquiera proponérmelo, me veo enfrentado entonces a la pregunta, subrepticia pero inexcusable, de si alguna vez fui yo un niño feliz. (Noto ahora que no me pregunté por la alegría, sino directamente por la felicidad.) Y lo cierto es que me sorprende no tener una respuesta inmediata. Es como que lo tengo que pensar un poco; o mejor, hacer un poco de memoria, como si no se tratara de mí mismo, sino de otra persona, alguien de quien me han contado algunas cosas, hace ya bastante tiempo atrás.
Me digo finalmente que no fui un niño triste, aunque sí es probable que bastante melancólico, al menos hasta donde puedo recordar. ¿Pero son éstas realmente mis memorias? ¿O se trata sólo del recuerdo de una historia que yo mismo me he contado alguna vez? ¿Desde cuándo es que se instaló esta bruma que confunde los contornos cuando miro hacia atrás? ¿Y cuándo fue que comencé a hablar de mi infancia así, en pasado, por otra parte? Quiero decir... es evidente que ya no soy un niño, pero no logro establecer cuándo fue que crucé la frontera que separa la infancia de la adolescencia, o más tarde la barrera de la adultez. ¿Cuál será -o habrá sido- la frontera que una vez atravesada dejó atrás la juventud? ¿Cuándo es que dejamos de crecer para comenzar a envejecer?
De vuelta a Saramago. Varios días antes de la referida anotación, el 17 de octubre de ese mismo año, el escritor deja asentadas en su libro algunas consideraciones sobre el cumpleaños de un allegado. Reconozco que no tengo idea de quién sea “Javier”, a quien se menciona en esas líneas, pero el hombre en cuestión ha cumplido sus cuarenta y un años, y Saramago deja entonces anotadas las líneas de un poema escrito cuando él mismo acababa de cumplir esa edad. Así como las transcribe Saramago en su libro, hago yo lo propio aquí:
Quince mil días secos que han pasado,
Quince mil ocasiones que se perdieron,
Quince mil soles inútiles que nacieron,
Hora a hora contados
En este solemne, pero grotesco gesto
De dar cuerda a relojes inventados
Para buscar, en los años que olvidaron,
La paciencia de ir viviendo el resto.
No puedo resistir la tentación de buscar una calculadora (no tengo ganas de hacer el esfuerzo de calcularlo mentalmente, a pesar de la facilidad de la empresa), y enseguida verifico que los 365 días de un año multiplicados por 40 dan 14600 días, lo cual con un año más, y los correspondientes bisiestos, prácticamente alcanza la cifra de quince mil acusada en el poema. Pienso entonces que en realidad estas líneas las debería estar escribiendo yo dentro de un año, cuando esos mismos quince mil días estén ya sobre mis espaldas, como una mochila que uno carga sin darse cuenta de que alguien ha ido colocando, muy de a poco, para que el efecto pase desapercibido, gramo tras gramo, una carga que de repente se nota más difícil de llevar. Pero la ocasión es propicia, pues precisamente hoy el contador llega a los 40. Cifra inquietante, por cierto. Todo cambia, aunque nada haya cambiado.
Por suerte Saramago retoma su poema con otros treinta años de distancia, lo cual abre un paréntesis temporal interesante, aunque no me atrevo a calificarlo de generoso, pues de todos modos no alcanza para disimular el hecho de que esta mochila ya no está tan liviana como solía estarlo en otros tiempos. Y si no espero a octubre del año próximo, es porque el poema fue releído esta mañana, y porque por una vez he preferido anticiparme al momento. Quince mil amaneceres. Dicho de esta manera, resulta un número difícilmente concebible. Y sin embargo, aunque no están todavía en mi mochila, no pasará mucho más tiempo antes de que estén allí presentes, inevitablemente puntuales.
Quince mil oportunidades. Cuántas de ellas tristemente perdidas, seguramente. Por fortuna, no de todas ellas podría decirse con justicia lo mismo. De aquí en más, me recomiendo a mí mismo tener siempre presente lo mucho que nos falta todavía por aprender.
3 comentarios:
yo creo que en estas preguntas y en estas miraditas por sobre el hombro, hacia atrás, estás callando más de lo que decís.
estás hermético. pero en tu anniversaire se te perdona todo.
Gracias, Caro. Aunque la verdad es que más que críptico en estos días me siento crítico (y no hablo precisamente de quien ejerce tal profesión).
Ahora en serio: cuando uno calla, muchas veces, calla para sí mismo. Por ende no sabe, exactamente, qué es lo que calla. Ni tampoco por qué lo hace. Solemos tener miedo. A veces es bueno, otras no... Es verdad, siempre se calla más de lo que se dice, pero eso es siempre necesariamente así ya desde el momento en que las palabras ocultan más de lo que dicen.
Es como esa maravillosa escena de Kurosawa, en Rapsodia en agosto, cuando la abuela se sienta en silencio delante de su vecina, luego de una reverencia, y permanecen así las dos, calladas durante largo tiempo, silencio que no se rompe ni siquiera cuando retomando ambas la posición de pie, nueva reverencia, deciden dar por terminado el encuentro y volver, cada una, sobre sus propios pasos. "¿Qué estaban haciendo ayer con esa señora?", le preguntará su nieto al día siguiente. Y ella responderá (¿herméticamente?): "Estábamos conversando."
A veces uno puede ser hermético, críptico o como quieras llamarlo sólo para ser más fiel a lo real.
Pero a estas alturas ya no sé si se entiende. Porque un blog está hecho con palabras (y sonidos, e imágenes), pero te aseguro que al mismo tiempo no es sino una manera de encontrarse. Con los demás. Con uno mismo. (Reverencia, amiga mía, realizada con una ligera sonrisa, y en respetuoso silencio.)
Es maravillosa esa escena!!
Callar para encontrarse. Me quedo con eso, también en silencio y una taza de te verde en mano.
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