viernes, febrero 27, 2009

El Ojo de Dios


Esta nebulosa suele recibir el poético nombre de "El Ojo de Dios". Los motivos -valga el juego de palabras- saltan a la vista: la formación parece emular una enorme pupila azul sobre fondo blanco, rodeada por párpados de color carne. La realidad, acaso menos poética, aunque no por ello menos impresionante, es que se trata de un gigantesco depósito de gas y polvo estelar, ubicado a una distancia de 700 años luz, en la constelación de Acuario. Por extraño que parezca, lo que se ve en esta foto, que acaba de ser tomada con un gran telescopio montado en una montaña chilena, es una imagen de algo que sucedió en el pasado, hace siete siglos, antes de que ninguno de nosotros, ni nuestros padres o abuelos, hubiesen siquiera nacido. Incluso mucho antes de que naciera Karl Ludwig Harding, el astrónomo alemán que en 1824 descubrió este fenómeno.

Los astrónomos señalan que es probable que nuestro propio sistema solar tenga un destino similar. Acaso alguien nos observe, dentro de algún tiempo, desde algún lugar insospechado, y vea una imagen similar a la que hoy vemos nosotros asombrados. Aunque esto no ocurrirá pronto, sino en más o menos cinco mil millones de años. Resulta difícil medir qué sentido pueda tener verdaderamente esta cantidad de tiempo, cotejada con el lapso de una vida humana.

Ls dimensiones de esta nebulosa también exceden, prácticamente, el entendimiento humano. La luz, que se desplaza a una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo, tarda aproximadamente dos años y medio en abarcarla de lado a lado, según la estimación de los especialistas. El disco interior más brillante de la nebulosa parece estar expandiéndose a una velocidad de 100.000 kilómetros por hora, y podría haber tardado unos 12.000 años en formarse.

Teniendo presente estos números, estas dimensiones, la condición del ser humano sería asimilable a la de la más modesta bacteria, padeciendo o disfutando de una brevísima, casi insignificante vida sobre una mota de polvo estelar. Muy poca cosa, realmente. Y sin embargo, al mismo tiempo, cada una de estas bacterias, ínfimas, fugaces, guardan al mismo tiempo el misterio de la creación.

1 comentario:

Germán A. Serain dijo...

El problema, evidentemente, es aquí de escalas. Por un lado me siento tentado de escribir lo obvio y por demás razonable, es decir que apenas intentamos concebir -por supuesto que infructuosamente- las dimensiones del mundo estelar, nuestros problemas cotidianos adquieren proporciones absolutamente minúsculas, tanto que resulta en verdad reconfortante.

Claro que no es necesario recurrir a las estrellas para que opere este mecanismo. Basta con que uno se pregunte si es feliz, y ante una eventual respuesta negativa, ponerse a pensar que se tiene una casa, una computadora (no porque sea importante sino porque es obvio: usted está leyendo esto en una), un plato de comida asegurado, y entonces pensar en los muchos que nada de esto tienen ni seguramente tendrán nunca, para que nuestros problemas parezcan de repente menos importantes.

Del otro lado, claro está, ante la imponencia de los testigos estelares celestiales de nuestro modesto existir, también podría haber terminado de redactar esta entrada diciendo algo así como que de todos modos, así como nada sabemos nosotros de los misterios colosales de las estrellas, por insignificantes que podamos parecer en dicha escala de dimensiones y tiempos galácticos, tristes humanos, bacterias que se creen tan importantes viviendo sobre esa mota de polvo cósmico que es nuestro planeta... ¡qué sabrán al fin y al cabo las estrellas de nuestras miserias, amores, sueños cotidianos, como para venir a juzgarnos!

Tendríamos que reflexionar un poco más respecto de esta cuestión de las escalas. Porque tenemos la triste tendencia a dejarnos impresionar más por la muerte de un elefante que por la de una rata, por ejemplo. ¿Porque hace más ruido al caer, acaso? A veces pareciera que alcanza con que no veamos algo, debido a su pequeñez, para que eso pierda toda su importancia. Pero esto cambia de repente cuando los pequeños e insignificantes parecemos ser nosotros. ¿Entonces?... ¿Será que todo es relativo, como señalaba Einstein?

Las filosofías orientales han sabido dar una adecuada solución a este conflicto de las escalas. Para el budismo zen, por ejemplo, no tiene sentido hablar de proporciones. Todo pertenece a una misma naturaleza. El misterio de la vida, el de la naturaleza, el de los cielos inconmensurables, el de nuestras emociones, todo es parte de lo mismo y una sola cosa. En una gota de agua se encuentra encerrado el misterio de la creación del mundo. Y allí estamos nosotros. Tan soberbios y tan frágiles. Tan ignorantes de casi todo.