Releo a Eduardo Galeano, El siglo del viento, y un fragmento que puntualmente habla de Bertolt Brecht, refugiado en Hollywood durante la guerra, en el año 1942. Y dice así:
"Hollywood fabrica películas para convertir en dulce sueñera la espantosa vigilia de la humanidad en trance de aniquilación. Bertolt Brecht, desterrado de la Alemania de Hitler, está empleado en esta industria de sonmíferos. El fundador de un teatro que quiere abrir bien abiertos los ojos de la gente, se gana la vida en los estudios de la United Artist. El es uno más entre los muchos escritores que trabajan para Hollywood con horario de oficina, compitiendo por escribir la mayor cantidad de tonterías por jornada."
Detengo mi lectura de repente en este punto, porque un cosquilleo me cruza la espalda y alcanza mi nuca. Es que la escena me resulta familiar. Tristemente familiar, salvando las obvias distancias: ni yo soy Bertolt Brecht, ni estoy trabajando en Hollywood. Dicho lo cual sigo leyendo, y así termina el cuento:
"Un día de estos, Brecht compra un pequeño Dios de la Suerte, al precio de cuarenta centavos, en una tienda china. Lo ubica en su escritorio, bien a la vista. A Brecht le han dicho que el Dios de la Suerte se relame cada vez que lo obligan a tomar veneno."
Me digo entonces que tengo que conseguir con urgencia uno de esos dioses de la suerte, prodigiosa metáfora. También me animo con la idea de que, salvando de nuevo las distancias, bien podría Bertolt Brecht haber trabajado allí donde yo malvendo las horas de mi vida diariamente, haciendo algo parecido a lo que a mí me ha tocado en suerte hacer. Si Brecht, siendo quien era, lo pudo resistir, ¿por qué no habría de poder resistirlo también yo?