jueves, noviembre 24, 2016

Vacíos

Leo un artículo titulado "La utopía del placard vacío". Podría ser un buen título para una novela; pero no: se trata de un breve texto que enfatiza el hecho de que solemos tener más cosas de las que realmente necesitamos. Que tendemos a ser, en algún sentido, acumuladores compulsivos. Acaso esto tenga que ver con un miedo más o menos inconsciente a la carestía. O tal vez se relacione con el horror vacui del cual hablaban los antiguos aristotélicos, que más allá de relacionarse con los conceptos de la física de la época marcó además la estética occidental durante siglos, antes de que comenzara a cobrar fuerza la idea de que muchas veces menos es más.

Pienso entonces otra vez en 4'33", la icónica pieza del compositor estadounidense John Cage, que en rigor es un silencio para piano en tres movimientos, que debe durar precisamente el tiempo indicado en el título (años más tarde Cage dirá que en verdad debió dejar la duración del trabajo librada al criterio del intérprete). Música en la no música, presencia en la ausencia, la idea de Cage no fue solamente enfatizar que el silencio forma de hecho parte de la experiencia musical, sino además que todo sonido se encuadra en un marco acústico, y que del silencio surge, de manera más o menos aleatoria, un universo de sutiles sonidos que estaban allí presentes sin que reparásemos en ellos. El silencio nos permite descubrir lo que se esconde detrás de los sonidos ahora ausentes. 

También pienso entonces que estas cuestiones tienen que ver con la experiencia cotidiana de ser. Que del mismo modo que sucede con el silencio o el horror vacui, las personas suelen tenerle miedo a la soledad. Y por eso se juntan, en ocasiones sin demasiado criterio, o participan en círculos o en redes sociales donde proliferan personas que, muchas veces, poco y nada tienen que ver con ellas. Gentes que en realidad no reportan mayor interés, excepto por el hecho de distraernos por un rato de nuestra eventual soledad. Porque estar solo en ocasiones es percibido como un peligro. Y acaso el verdadero riesgo, el que tanto nos cuesta asumir, no sea otro que el de descubrirnos a nosotros mismos.

Todos nosotros conocimos alguna vez el miedo de encontrarnos en soledad, en el silencio de una noche cualquiera. Y para evitarlo encendimos el televisor, o llenamos nuestros placares con cosas, o nos rodeamos de personas, o nos atiborramos de lo que fuese, o nos aferramos a relaciones equivocadas, incluso cuando ello implicase renunciar al descubrimiento de otras posibilidades, de otros colores, de otras texturas, de otros futuros posibles, de sutiles sonidos usualmente ocultos por el bullicio que nosotros mismos generamos.

En ocasiones es necesario admitir que a veces menos es más, que es hora de remover algunas cosas guardadas en los placares, que es el momento de arriesgarnos y de intentar mirarnos hacia adentro, para así darnos la maravillosa posibilidad de reconocernos, y a partir de ello poder crecer y regalarnos nuevas alternativas. A nosotros mismos y, curiosamente, también a quienes de un modo u otro están cerca.



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