sábado, julio 24, 2021

Alicia en la calesita

Nos gustaba subirnos a la calesita. "Viajar en calesita", solía decir yo. Jorge me corregía: me explicaba, con su habitual buen criterio, siempre tan razonable, que una calesita gira sobre un eje, por lo que en definitiva no traslada a nadie a ninguna parte. Yo en esos casos nunca insistía, pero pensaba que sí, que a través de sus vueltas la calesita a mí me hacía viajar, hacia otro tiempo, hacia mi niñez, hacia ciertas tardes lejanas pobladas de inocencia y alegría. Creo que Jorge me acompañaba más que nada para darme el gusto a mí. Que nunca entendió adónde nos llevaban aquellas vueltas, montados en caballos de madera que subían y bajaban al compás de la música. Hasta que un día la calesita cerró. Tiempo después supe que Don Juan, su dueño, había fallecido. Un infarto repentino, cosas de la edad. Al parecer sus hijos no le encontraron sentido a continuar ellos con el emprendimiento. Hay que decir que era gente joven, pragmática. Supongo que también ellos debían pensar que algo que gira sobre su propio eje no sirve para ir muy lejos.

Que yo recuerde, no volví a subir a una calesita nunca más. En parte porque de a poco fueron siendo  cada vez más escasas, al punto de convertirse en una rareza. Y también porque a pesar de las muchas ingenuidades que una  persona pueda llevar consigo, a la larga todos maduramos y comenzamos a ocupar nuestro valioso y escaso tiempo en asuntos más importantes. O por lo menos más urgentes. Crecemos, en definitiva. Dejamos de ser niños, y cuando menos lo esperamos también dejamos de jugar a serlo, siquiera de a ratos. Comenzamos a envejecer, en otras palabras, casi sin darnos cuenta. Tal vez por eso me sorprendió tanto, años más tarde, la repentina muerte de Jorge. Porque no nos damos cuenta, hasta que un día todo se acaba. El paso de los años suele acarrear estas crueldades, que pesan sobre los demás, pero también sobre una misma. Las ausencias, la decadencia inevitable, el lamentar no haber hecho más cosas a tiempo. 

Hoy me puse a revisar papeles en unos cajones viejos, para distraer un poco el tiempo, precisamente. Y de pronto me encontré con esta fotografía. Ya no recuerdo quién la habrá tomado. Me detuve a observarla en detalle. Me vi a mí misma, de nuevo joven y dichosa, con un pañuelo al cuello que aunque la toma fuese en blanco y negro adiviné violeta. Lo ví a él a mi lado, aferrado al poste de su caballito de madera, acompañándome a mí, con su paciencia infinita. En ese momento me sorprendí al escuchar sonar un vals en el asilo. Y para variar, esta vez fue Jorge quien tuvo la gentileza de invitarme, sin que yo le dijese nada: ¿Querés que demos una última vuelta en la calesita antes de marcharnos, Alicia? -me preguntó. Yo sonreí y, por supuesto, acepté encantada.



N.B.: Desconozco quiénes sean las personas que aparecen en la fotografía. Alguien encontró esta foto tirada en la calle, algo lo llevó a compartirla en una red social, y luego algo más me llevó a escribir este relato.

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