sábado, febrero 14, 2015

Distorsiones afectivas

El amor, lo mismo que el odio, no es en última instancia sino una manifestación narcisista. Uno jamás se enamora propiamente de otra persona, ni aborrece a un otro: uno en realidad se relaciona afectivamente con las representaciones que construye, casi siempre sin ser consciente de ello, a partir de esos otros que violentamente son convertidos, a través del simple ejercicio de la mirada, en alteridades imaginarias, reales en un punto, pero distorsionadas por efecto de acceder a ellas, de manera inevitable, a través de nuestra propia perspectiva. Pero es uno mismo quien construye estas imágenes, que de alguna manera nos pertenecen más a nosotros mismos que a ese otro con quien creemos estar relacionándonos. Como bien expresa el dicho: "Lo que Juan dice de Pedro, dice menos de Pedro que de Juan". 

De manera que tanto los amores como los odios nacen básicamente en nosotros mismos. Y si bien son imaginarios, en lo que a su adecuación con un otro real respecta, conviene tener mucho cuidado, porque las heridas que eventualmente provocan estas imaginerías falaces, tantas veces esquivas, ellas son reales. Terriblemente reales.

Aunque para ser justos, lo recién dicho en cuanto a la realidad del dolor también vale para los placeres que se prodigan los amantes durante el tiempo, por lo general breve, que dura la ilusión que los vincula. Ellos son los engañados mientras todavía disfrutan del engaño. Y lo valoran, e intentan perpetuarlo, porque saben, o por lo menos intuyen, que no hay ninguna otra cosa en el mundo destinada a ellos que pueda ser mejor. Y en tanto sean felices, es probable que tengan razón. Porque incluso cuando el otro sea en definitiva no más que la proyección de un deseo propio, el placer que sienten los amantes, mientras dura, es real.


1 comentario:

Germán A. Serain dijo...

Adenda: Toda teoría puede, por definición, ser refutada, siempre que nos ubiquemos en un marco conceptual adecuado. En este caso, podríamos pensar en la posibilidad de llevar el límite del concepto de empatía a un punto en el cual uno pudiese dejar de ser uno, para comenzar a ser otro, siquiera por un momento. Esto, que aceptan como posible algunas filosofías orientales, anularía toda distancia entre el uno y el otro. Y si cuando compartimos una idea ella deja de ser mía o tuya, para pasar a ser nuestra, ¿por qué no podría llegar a suceder lo mismo en el mundo de la afectividad?