jueves, noviembre 22, 2018

Rain

Ryouu, reiu, kanu,
hisame, shun rin, nagame,
inrin, tenkyuu, yuudachi...
Dicen que los japoneses tienen
al menos cincuenta palabras
diferentes para designar la lluvia.
Que no es lo mismo la llovizna
en una tarde fresca que un diluvio,
ni la lluvia nocturna enmarcada
por fulgurantes relámpagos que
aquella que da lugar al arco iris.

Durante mucho tiempo la lluvia
significó para mí un desasosiego,
la incertidumbre de una herida abierta,
la marca de un abandono.
Con el tiempo las cosas cambiaron.
Una lluvia tenue ocupó el lugar
que antes solía tener el aguacero.
Otros sentidos llegaron al mundo,
otra vida, otras luces, colores nuevos,
y hubo inexplicables encuentros,
y también hubo despedidas.

Llueve, de hecho; ahora mismo llueve,
pero mientras escribo me doy cuenta
de que esta lluvia no es trágica
ni está anegada de olvidos.
Tal vez apenas una incierta melancolía.
Que vos no estés ahora aquí, por ejemplo,
o el rumor de una memoria que dice
que tanta lluvia fue necesaria para
lavar todas las heridas del alma.


Serían necesarias tantas palabras,
en todo caso, para describir la belleza
de este inasible instante,
de este momento eterno.
Entonces, diría acaso Wittgenstein,
ante aquello que no es posible decir
quizás lo mejor fuera callarse.
Callar y contemplar, en silencio,
la lluvia que cae, el cielo interminable,
el recuerdo de tus ojos,
más allá de cualquier nombre.

Y sin embargo, en silencio, digo tu nombre.


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