viernes, noviembre 16, 2018

Zapatillas y sillas de ruedas


A veces un día cualquiera puede convertirse en un día especial por motivos extraños. Por ejemplo, hoy podría ser un día especial por el sencillo hecho de que hoy vendí la silla de ruedas que fue de mi padre. Esa silla de ruedas que yo mismo me encargué de comprarle, cuando comprendimos que ya no volvería a caminar como antes. Alguien más, de quien jamás sabré ni quiero saber nada, se sentará a partir de mañana en ese mismo asiento de cuerina reforzada que mi padre ocupó, al menos  durante un tiempo, y después de ese tiempo ya no más, y después quién sabe. Y mientras tanto la vida sigue. Para quienes van quedando, claro está.

En un día cualquiera, como puede ser el de hoy, es posible sentir emociones mezcladas, como enojo, impotencia y nostalgia a la vez. Un enojo contenido, porque sé que esa silla fue en algún momento, para mi padre, el símbolo inequívoco de su decadencia física, tanto como sé que por eso mismo él en algún momento la detestó. Y tal vez a mí, por habérsela comprado. Impotencia por razones que son más que obvias. Es al fin y al cabo el sentimiento mas legítimo que un mortal puede tener ante la evidencia de su finitud, de la finitud de todo. Y nostalgia porque, más allá de cualquier consideración, esa silla no dejaba de ser uno de los últimos rastros que quedaban de él. Y sin embargo, qué otra cosa podría haber hecho. Qué sentido hubiese tenido conservar ese penoso rastro si la persona en cuestión ya se ha ido. Aferrarse a qué.

Rastro penoso. Pero rescato de esa silla de ruedas momentos y aprendizajes. La curiosa circularidad de la vida, por ejemplo, que comprendí al cruzarme una y otra vez con jóvenes padres y madres llevando sus propias sillas de ruedas, ya no con ancianos, sino con sus pequeños hijos. Imagino que quizás alguna vez mi padre me habrá llevado en una de esas. Tal vez el día de mañana le toque a mi hija hacer otro tanto conmigo.

Entonces, también me toca agradecerle a la vida que me haya dado la oportunidad de haber llevado a mi padre en esa silla, haber compartido a través de ella momentos (breves, siempre todo en la vida es demasiado breve), y haber sido el responsable de conducirlo en sus últimos días, con todas las contradicciones que ello supuso.

Ahora miro hacia abajo y veo mis zapatillas. Las zapatillas que llevo puestas, que hasta hace poco fueron suyas. Son las mismas zapatillas que él solía usar cuando yo lo llevaba en su silla de ruedas. A diferencia de la silla, voy a conservarlas. Y voy a usarlas hasta que ya no den más. Para que de alguna manera, símbolo vano pero símbolo al fin, mis pasos sean sus pasos, al menos durante un tiempo. Y después quién sabe.

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