jueves, julio 02, 2020

El silencio pesa

Nada. Nadie. Ni siquiera un rumor. Ni una brisa. Abro los ojos. De algún modo obligo a mis sentidos a despertar primero, luego a aguzarse. Los ojos hurgan, aunque no haya prácticamente nada para ver. La mano izquierda se desliza lentamente sobre una superficie levemente rugosa que no alcanzo a reconocer. La mano derecha todavía se mantiene inmóvil. Dentro de la boca, la lengua seca. La atmósfera parece insípida, limpia, casi se diría estéril. No ofrece ninguna resistencia, pero resulta inquietantemente anónima, neutra, vacía. Veo un techo blanco. Una pared blanca. Imaginemos que las otras tres paredes, en caso de que las haya, también han de ser blancas. Y después está el silencio... El silencio impactante, colosalmente denso, demoledoramente aplastante. Intento respirar más fuerte. Busco percibir el sonido de mi propia respiración. Pero no lo consigo. El cuerpo todavía no responde. Es como si no lo tuviera. Por alguna razón me detengo en un detalle nimio: no tengo calor. Tampoco frío. No consigo comprender lo que sucede. Debo concentrarme. Intento entonces otra cosa: busco concentrar mi atención en algo. Rastreo mentalmente alguna canción, aunque más no sea para calmarme, para poner mi foco en algo, y a partir de eso quizás entender en dónde estoy, quién soy, cómo demonios he llegado a este lugar, que ni siquiera sé cuál sea. ¿Puede ser que no se me ocurra ninguna canción? No digo para cantar, ya que la boca, reseca, se negaría a responder, los labios inmóviles, la glotis impávida, todo el aparato fonador ajeno a cualquier intención, a cualquier orden que intente darle. Quisiera... No digo susurrar... Siquiera imaginar una canción. Poder tararear algo mentalmente. Pero es imposible: todo es quietud y silencio. El silencio, el silencio... El silencio se confunde con el blanco del techo, con el blanco de la pared, con el blanco de aquel escritorio que ahora descubro, con una balanza apoyada encima. Una balanza también blanca, por supuesto; no podría ser de otra manera. De repente lo tengo claro: no voy a poder moverme. No voy a poder gritar, ni hablar, ni decir nada. Tampoco imaginar una canción, y ni siquiera respirar fuertemente. No tengo idea de dónde estoy, ni porqué. No hay nada aquí, excepto este blanco silencio. Yo mismo soy nadie. Soy nada. Soy solamente esto: silencio en medio del silencio. Y más silencio. Miro de nuevo la balanza sobre la mesa, ahora con un poco más de atención. La aguja de la balanza es de color rojo. Al fin algo que no es blanco. El plato de la balanza está vacío. Absolutamente vacío. Pero la aguja se mueve lentamente; por supuesto, sin emitir el más mínimo sonido. Ya marca diez kilos, luego veinte, ahora cincuenta, cien kilos... Lenta pero persistentemente, la aguja continúa su empecinado recorrido hasta alcanzar la marca que corresponde a la primera tonelada, y luego la supera.

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