martes, julio 30, 2024

"A la mañana siguiente, yo desperté y él no lo hizo".

Es curioso, porque recuerdo haber leído apenas un verso de este poema alguna vez, en alguna parte. Tal vez haya sido durante algún viaje en tren, o en colectivo, mirando por encima del hombro de alguien. O tal vez sólo crea recordarlo. Lo cierto es que aquel verso decía: "A la mañana siguiente, yo desperté y él no lo hizo". Por alguna razón ese verso me impactó y, en lugar de seguir intentando leer a hurtadillas el resto, para ver de qué se trataba, me quedé con eso y comencé a imaginar posibilidades. ¿Se trataba acaso de un verso luctuoso, emanado del doliente que sobrevive de dos en una pareja? ¿O se trataba, por el contrario, de un verso de regocijo, enunciado por quien disfruta del resultado de un acto de venganza que ha llevado a la muerte del enemigo? Es cierto que también podría haber sido algo dicho por quien logró sobrellevar mejor una resaca feroz luego de alguna noche de juerga, pero esto lo estoy pensando ahora. Pero en aquel momento solo se me ocurrieron las dos primeras posibilidades que he referido, claramente contrapuestas, ciertamente finales. El sentido del no despertar fue para mí claro, en cuanto a lo definitivo. El contexto sin dudas es fundamental para la comprensión, y su ausencia abre las puertas de innumerables posibilidades. Para el desarrollo de la fantasía, pero también para el error y el malentendido.

Mucho tiempo después volví a encontrarme con el poema en cuestión. Esta vez fue en las redes sociales y al principio me costó reconocerlo, porque precisamente aquel verso que yo recordaba había sido mal traducido. Ahí me enteré de que se trataba de un poema de Philip Larkin (1922-1985), un escritor y crítico de jazz británico, y que el título de aquel escrito era The Mowler (La podadora). Y por supuesto, todo esto me llevó a leer el poema entero. Que es precioso, pero además pone de relieve la ya referida importancia del contexto. Me pregunto qué otros poemas, qué otras historias, podrían haberse escrito a partir de ese único verso, en contextos diferentes. Quedará la pregunta abierta.

La podadora

La podadora se atascó, dos veces; al arrodillarme, hallé
un puercoespín enganchado entre las aspas,
muerto. Sucedió en los pastos altos.

Lo había visto antes; incluso, una vez, lo había alimentado.
Ahora había destrozado su discreto mundo
irreparablemente. Enterrarlo no ayudó:

A la mañana siguiente, yo desperté y él no lo hizo.
El primer día después de una muerte, la nueva ausencia
es siempre lo mismo; debemos ser cuidadosos

Unos con otros, debemos tratarnos bien
mientras todavía haya tiempo.

Sueño 240730

Iba manejando por la autopista cuando caí en la cuenta de que yo era el único que iba en el sentido correcto. Por supuesto, consideré la posibilidad de haberme equivocado, pero recordaba perfectamente cuál había sido la subida que había tomado y tenía la seguridad de que había sido la correcta. Pensé cuánto más sencillo sería estar con la motocicleta en esa circunstancia, en vez del automóvil. Entonces me encuentro con el casco en la mano, pero no atino a frenar para colocármelo; solo consigo bajar la velocidad y con mucho cuidado, sin sostener el manillar, logro que la moto permanezca en pie y siga su rumbo. Finalmente puedo ponerme el casco, aunque no abrocharlo. Siento mucho calor; también un poco de frío. Entro en algo que parece una rotonda; me equivoco y me veo obligado a dar marcha atrás, hasta que con bastante esfuerzo logro retomar el camino correcto. No controlo bien el radio de giro del vehículo, que en algún momento ha vuelto a ser un auto. Consigo llegar hasta el taller donde repararán mi coche, un Fiat 600 (jamás tuve uno), pero ha sido modificado y resulta que esa carrocería ya no se consigue. "Aunque puede que sí, nosotros lo arreglamos". "Fijate este golpe de acá adelante también, por favor". "Eso es cosa de nada", responde el mecánico y le ordena a su ayudante que vaya pidiendo turno para cambiar también los frenos. "Así te lo llevás completo", dice; y yo me pregunto cómo voy a hacer para pagar todo, pero no digo nada. Salgo de allí, ahora caminando, por supuesto. Me fijo en la hora: son las 20:20. A las ocho tenía que estar tomando examen en la facultad, me doy cuenta ahora. Hago cálculos rápidos. No hay modo de llegar antes de las ocho y cuarenta y cinco, por lo menos, y no tengo manera de avisar a nadie. No tiene sentido: cuando llegue ya todos se habrán ido. Me siento un idiota. Más tarde le reprocharé a alguien que no me haya hecho notar que mi reloj estaba mal, cosa evidente si consideraba que a las 20:20 ya debía ser de noche, y cuando yo vi aquella hora aun era pleno día. Pero eso sucederá más tarde, luego de haber estado en la casa de vaya dios a saber quién, en una reunión llena de gente extraña. De eso solo recuerdo que yo sabía que debía hacer tiempo, porque al final era muy temprano. Sin embargo, después de un rato, cuando recordé preguntar la hora, resulta que ya se me estaba haciendo tarde de nuevo. Iba a tener que apurarme, si quería llegar. Pero por más que le insistía a mi mamá y a mi hija, diciéndoles que ya debía irme, ellas me decían que sí, que sí, que claro, mientras seguían con sus cosas. Al salir a la calle volví a dudar de si el tiempo realmente me alcanzaría para llegar a mi clase. Miré mi celular, porque mi reloj había quedado en el taller, pero resulta que la pantalla marcaba cualquier hora. En ese momento me di cuenta de que no tenía la menor idea de adónde estaba, ni qué colectivo podía tomar para regresar a algún sitio conocido, así que me puse a caminar sin rumbo. Eventualmente debo haberme quedado dormido.

lunes, julio 29, 2024

Acaso haya una verdad por cada sabio

He cometido muchos errores
a lo largo de los años, por supuesto
que he cometido muchos errores,
como cualquiera que haya sido arrojado
al camino de la vida sin un manual de uso,
sin un libro de instrucciones
o peor: con un sinfín de pretendidos sabiondos
señalando a coro aquello que debe hacerse
y todo lo que definitivamente no,
sin jamás ponerse de acuerdo entre ellos,
cada quien con un consejo que desmiente el ajeno. 

Por supuesto que me he equivocado.
Mucho más que otros, más lúcidos, más perspicaces,
pero también menos que otros tantos.
He cometido mis crímenes, pero no he matado a nadie.
Y he sido víctima, también. Como todos.
Me han hablado de dios, ese que es uno y verdadero.
Pero me han dicho que es Jesús, que es Jehová, que es Allah,
que es Vishnú, Shivá, Aten, Zeus, Plutón, Alfa y Omega.
Acaso haya un dios y una verdad por cada sabio.
Una por cada crápula; una por cada ignorante.
Una por cada desquiciado. 

En cualquier caso
sé que he cometido errores,
muchos, innumerables, todos ellos inocentes,
y pido perdón por cada uno de ellos
en este acto, pido perdón, humildemente,
aunque no sirva de nada.
Aunque tal vez sí sirva de algo,
después de todo; porque es más fácil andar
sin las piedras que cargaban los bolsillos,
descartadas a un costado del camino
en ese gesto que nos reconcilia.

Sueño 240728

Recién presté atención al lugar en el cual estaba cuando acomodaron a alguien en la cama que se encontraba enfrente. Me fijé en ese alguien. Era un adolescente, apenas más que un niño, aunque también podría haber sido una chica. Me llamó la atención su rostro. Más allá de su androginia había algo en ese rostro que no estaba bien, quizás cierta deformidad, o su nariz amoretonada, o quizás una expresión que se ubicaba entre el miedo y la necesidad. Me miró, con timidez pero también con insistencia. Le sostuve la mirada un instante y moví levemente mi mano, esbozando apenas un saludo, pero fue suficiente para que sonriera con algarabía. ¿Cómo había llegado yo hasta ese lugar? A mi lado estaba mi hija, en la misma cama que yo. Y había también alguien más; una madre, probablemente. ¿La de mi hija, acaso? ¿La mía propia? Hago un esfuerzo por recordar los pormenores previos a esta escena. Había una calle, yo iba hacia alguna parte. Quizás estaba por tomar un colectivo. De repente, aunque no sé qué sucedió primero, escuché que alguien me llamaba y noté que en mis manos tenía un bolso que no era el mío. El que llevaba, blanco con un estampado de grises, era de mi hija. Yo había olvidado dárselo, y ella había omitido tomarlo. Pero ¿adónde ha quedado entonces mi mochila, con mis cosas? Me preocupo. Tengo allí dentro mi lector de libros electrónicos, probablemente también mis llaves, y además... 

"¡Germán!" Alguien me llama, y yo escucho ese llamado claramente, aunque tengo mis auriculares colocados. Es más: escucho esa voz como si saliese desde los auriculares mismos. O tal vez desde dentro de mi cabeza. Me doy vuelta, pero vuelvo a estar en aquella cama, y al mismo tiempo cerca de una ronda formada por un montón de chicos. Entiendo que todos tienen algún problema. No podría decir que sean inquietantes, pero hay algo en ellos que no funciona bien. Hacia mi derecha, por ejemplo, hay una chiquilla que juega con unas figuras de cartón, pero tiene miedo de abrir la puerta del armario que tiene frente suyo. Es lógico. Todos alguna vez tuvimos miedo de lo que pudiese ocultarse detrás de una puerta o dentro de un guardarropas durante la noche. Aunque de vez en cuando también jugáramos a escondernos allí dentro. Un poco más allá, otra niña, más pequeña, se esconde adentro de una caja, adentro de la cual apenas cabe. Una de las caras de esa caja es una red, a través de la cual espía lo que sucede afuera. Más allá, otra criatura permanece tapada debajo de una sábana. Se oculta porque tiene miedo, aunque al mismo tiempo parezca lista para asustar a quien se acerque con su improvisado disfraz de fantasma. Varias personas se ocupan de estos niños. Personas adultas... ¿Como yo? ¿Era yo un adulto? ¿Estaba acaso allí por un problema de mi hija? ¿Era en verdad libre de irme de ese lugar cuando yo quisiera, o acaso era esa otra de mis fantasías? Todos los que estabamos allí teníamos un problema. El mío, lo supe en ese instante, era no poder manejar de manera adecuada mi sensibilidad, mi manera de comprender la realidad, de manejar mis ideas y mis sentimientos. No poder distinguir, siquiera, cuándo estoy dormido y cuándo estoy despierto.

jueves, julio 18, 2024

Sueño 240718

Estoy parado en medio de una playa;
Siento la arena bajo mis pies;
O quizás sea un desierto.
No hay nada alrededor;
Nada que me llame a hacer algo.
Sin embargo, me siento angustiado.
Porque, precisamente, no tengo idea
de cuál sea mi propósito aquí,
mi deber ser,
mi responsabilidad,
algo que le dé sentido a mi presencia
en medio de toda esta nada.
De un modo u otro este sueño
se me ha repetido una y mil veces.
Puede ser esta playa, aquel desierto,
o bien una oficina, o un laberinto kafkiano.
Siempre la angustia es la misma.
La ansiedad de no saber qué hacer
     con el vacío,
     con el sinsentido,
     con la incertidumbre.
Pero entonces, justo en el momento en el cual
todo parece comenzar a derrumbarse,
      Despierto.
Confundido, azorado, atribulado,
      Despierto.
En ese instante mi mano roza tu piel,
y percibo el calor de tu presencia,
y de repente todo vuelve a tener sentido.


Al filo de la existencia

Son las nueve y media de la noche. Estoy en la estación de Morón, ferrocarril Sarmiento, Morón descendente, como dicen quienes trabajan allí, lo cual significa que ese tren que se acerca, proveniente desde Castelar, luego seguirá su recorrido rumbo a Haedo, Ramos Mejía, Ciudadela, hasta llegar finalmente a Once, ya dentro de las entrañas de la ciudad de Buenos Aires, aunque yo me habré bajado un poco antes. Y no es que esté pensando en estas cosas mientras espero, pero así es como las cosas son. Así como suceden tantas otras, en este preciso momento, sin que las veamos, sin que tomemos conciencia de ellas: una rata que se arrastra buscando comida, en este mismo momento, un gato que acecha, aquí en Morón o en cualquier otra parte, un bebé que llora, suceden tantas cosas ahora mismo, una botella que cae y se rompe, sin que lo sepamos, se rompe para siempre, en algún lugar del mundo, y hay también alguien que ríe, alguien que reza, alguien que espera, alguien que encuentra. No es que yo esté pensando ahora mismo en todas estas cosas, pero suceden, mientras doy unos pasos al azar sobre el andén, Morón descendente, a unos cuantos metros de la intersección de las vías con la calle Salta, esperando el arribo del tren, que por allí viene, comienza a sonar la señal de alerta, alguien se apura a cruzar, mientras bajan las barreras. Calculo, sin siquiera pensarlo, adónde se detendrán las puertas del último vagón de la formación que se aproxima. Hoy me conviene eso, para quedar en mi estación de destino más cerca de la salida. Otras veces, por el contrario, es el primer vagón el que más conviene. Todo depende de adónde viajemos. Aunque en el fondo siempre prima la incertidumbre: hace algunos años un tren se quedó sin frenos y no pudo detenerse al terminar su recorrido; la mayor parte de las víctimas fatales iban en el primer vagón. Pero en otra ocasión otro tren sin frenos chocó contra una formación que estaba detenida, y ahí quienes llevaron la peor parte fueron quienes estaban en el vagón de cola. La vida es una lotería, supongo. Ahí viene el tren, ya vemos sus luces entrando en la última curva, apenas un par de cuadras, un hombre cruza las vías, con dos bolsas en sus manos, tuerce a último momento su rumbo, se acerca a la punta del andén. Ha visto el tren y sabe que no hará a tiempo de alcanzarlo si intenta rodear la estación para ingresar por la boletería. Sube las bolsas a la altura de sus hombros y las deposita sobre el andén, el tren se acerca, hace fuerza con los brazos para impulsar su cuerpo arriba, adonde lo esperan sus bolsas, el tren toca su bocina, no tiene fuerza suficiente, las luces se acercan, todo parece suceder en cámara lenta, pienso en los metros que me separan de la punta del andén, en la velocidad del tren, en todo lo que puede salir mal, escucho que alguien grita, el tren sigue tocando bocina, ahora de un modo desesperado, las bolsas siguen esperando con paciencia que su dueño logre impulsarse con sus brazos y ponerse a salvo, alguien se acerca para ayudar pero en su titubeo se adivina su temor, un tropiezo, un mal movimiento, y será otro el cuerpo que quede destrozado por la masa de metal que se avecina, y ya está, apenas un par de metros, más gritos, el instante que separa la vida de la muerte, una muerte por demás absurda, carne, sangre, huesos destrozados, y nadie sabe cómo, pero por una diferencia nimia de apenas un par de centímetros ese hombre quedó tendido sobre el andén, librado de una muerte que ya parecía segura. Se paró, tomó sus bolsas y caminó, tambaleándose, por el andén, con una calma que demostraba que no se había percatado, siquiera, de lo que acababa de suceder. Alguien (creo que fui yo) le dijo algo como "pero no podés hacer eso, el tren estuvo a punto de matarte", pero el tipo respondió que no, que él sabía muy bien lo que hacía, que apreciaba mucho su vida y que no iba a arriesgarla así como así, mientras el aliento a alcohol podía escucharse en cada sílaba, arrastrada con esfuerzo. Me quedé pensando en  que ese borracho quizás jamás llegaría a comprender lo cerca que estuvo de desaparecer destrozado por aquel tren, qué espectáculo horrible estuvo a punto de ofrecer a quienes estábamos allí, a metros del cruce de la calle Salta y las vías; pero también en cuántas veces no habremos sido nosotros mismos como ese borracho, totalmente inconscientes de lo que vivimos en algún momento de nuestras torpes existencias, o de lo cerca que estuvimos de procurarnos nuestra propia destrucción, cualquiera que hayan sido las circunstancias, las casualidades o los medios.