“No podés ser tan estúpido”, pensó él, y sólo un instante después se dio cuenta de que no sólo lo había pensado, sino que además lo había dicho en voz alta. Ella miró la pantalla, desconcertada. Porque en realidad tampoco lo había dicho él, nos referimos a eso de no ser tan estúpido, sino que lo había escrito en el mensajero de textos de su computadora, apenas vio que ella se conectaba. Así son las cosas en estos tiempos modernos, informatizados, de contactos inmediatos, de mensajes instantáneos, y ya ni siquiera estamos seguros de cuándo pensamos algo, de cuando lo decimos o de cuándo lo hemos puesto por escrito y enviado. Mucho menos sabemos quiénes son las personas que se ocultan allí, tal vez incluso a pesar suyo, detrás de la pantalla de video.
Pero volviendo al mensaje... ¿Qué se puede contestar a un mensaje así? ¿Cabe acaso responder con un hola, con un buen día o con un qué diablos te pasa esta mañana? Evidentemente a ella sólo le queda esperar por algo que venga a aclarar el sentido de aquella única línea de texto, aunque por el momento la pantalla no indique que él, con quien después de todo tampoco tiene tanta confianza, esté escribiendo algo más, el cursor inmóvil a la espera de que alguna mano se pose sobre el teclado para continuar con algo más. Por las dudas de que mediara alguna clase de error, o para apurar acaso el trámite, ella oprimió tres teclas nada más, las dos primeras para que apareciera en la pantalla un signo de interrogación primero, y la tecla enter para enviarlo a la computadora del otro lado de la línea después.
“No. Realmente no podés ser tan estúpido”, volvió a pensar él al ver aparecer el signo de pregunta en su pantalla, pero esta vez no lo escribió, ni tampoco lo dijo, sino que se limitó a pensarlo. Y en este caso se refería concretamente ya no a la cuestión inicial de todo este asunto, la que lo había llevado a abrir la ventana del mensajero y escribir aquella frase extraña, sino al hecho mismo de haber tipeado aquella línea, esa que había motivado la respuesta de la mujer.
“Quiero decir -su mente buscaba una forma de organizar sus ideas- que realmente me parece estúpido eso de dudar, antes de saludar a alguien, tejiendo especulaciones sobre qué pensará el otro, o esperando que sea el otro quien abra el juego saludando primero, por ejemplo, si es que de un juego se trata todo esto, y en base a eso decidir la próxima jugada y así, no sé si se entiende.”
Las palabras comenzaban a salir, pero él no tenía la más remota idea de adónde lo llevaban. Era algo que le sucedía todo el tiempo. Por lo demás, había en esa frase que acababa de escribir demasiadas cosas implícitas. ¿Qué quería decir con eso del juego, por ejemplo? ¿Hablaba de ese intercambio de palabras en la ventana del chat o en realidad se estaba refiriendo a la vida en general? La vida como un juego, que no elegimos jugar y del cual nadie se tomó el trabajo de explicarnos las reglas. Algún día tendría que hablarle a ella de su teoría al respecto.
No es el momento para hacer cosa semejante. Intentemos, en todo caso, aclarar el sentido de lo último que ha sido escrito en la pantalla, no en ésta, sino en la del relato. El punto es que las nuevas tecnologías alteran los códigos de nuestra comunicación. Porque es claro que si uno se cruza por la calle con un conocido lo saluda; pero en este caso nuestro personaje está en su casa, la mujer seguramente en su oficina, y escribir un simple “buenos días” o un más enigmático “no podés ser tan estúpido” es en los hechos meterse en la computadora del otro, aparecer allí sin aviso previo ni invitación. Es como tomar un teléfono, discar el número de otra persona, esa con la cual después de todo no hay aún tanta confianza, sólo para decir “buenos días” o “¿sabés?... no puedo ser tan estúpido”. Algo debería seguir a cualquiera de estas dos declaraciones, y esto era lo que a él le faltaba. Esto, además de un mejor criterio y la valentía necesaria para reconocer que aquella mujer verdaderamente le importaba.
De todos modos, era evidente que la mensajería instantánea no era lo más adecuado para él, que se empeñaba en escribir con tantas palabras. Alguna vez alguien le había dicho que él no sabía escribir mensajes electrónicos. Que lo que hacía era escribir cartas para enviarlas por correo electrónico, lo cual era muy diferente.
Nadie había respondido aún a la última frase. El intentaba imaginar lo que sucedía del otro lado de la pantalla. Acaso un llamado telefónico, tal vez una momentánea ausencia, o quizás simplemente nada que responder ni comentar. Ya se ve, había caído necesariamente en la trampa de las especulaciones que se hacen al momento de tomar contacto con alguien más, pero al menos se había atrevido a dar el primer paso. ¿El primer paso hacia qué? No, definitivamente eso sí que no lo sabía. Y allí estaba, sin embargo, viendo titilar el cursor en la pantalla, que insistía en permanecer tan blanca y vacía.
viernes, julio 27, 2007
Inconclusiones I
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