lunes, junio 26, 2017

Beethoven, Menuhin, miedos y fantasmas

No es la primera vez que me sucede, de manera que no fue una situación que me resultara ajena. Pero que algo sea conocido no significa que no pueda seguir siendo al mismo tiempo algo incomprensible, y en algún punto, en consecuencia, también algo inmanejable. Soy de esas personas que a menudo no comprenden las cosas que le suceden; que pueden sentir un raro extrañamiento respecto de sí mismos. Aunque acaso sea algo que le sucede a todo el mundo, sin que yo lo sepa. Usted podrá decirse a sí mismo, en todo caso, si se siente o no identificado.

Lo cierto es que, después de haber pasado una mala noche, esta mañana me quedé dormido. Cuando desperté ya era tarde y estaba demorado, de manera que me duché rápido, desayuné algo liviano y mientras me vestía puse un poco de música para sentirme acompañado. Después, simplemente el tiempo siguió pasando. Había puesto el Concierto para violín de Beethoven, que sonaba desde los parlantes, en el departamento, en una versión histórica grabada en Londres por Yehudi Menuhin y Kurt Furtwângler a comienzos de la década del '50. Y de pronto me dí cuenta de lo que ya he dicho: que el tiempo seguía transcurriendo, pero mi cuerpo ya no reaccionaba de acuerdo a mi voluntad, y mucho menos acorde a la urgencia propia de mi demora. Que yo había comenzado a sentir que en tanto permaneciera allí, inmóvil dentro de ese departamento, con Beethoven sonando de fondo, estaría seguro; que nada malo podría pasarme mientras Beethoven, Menuhin, la orquesta y esas cuatro paredes y ese silencio. Y sabía que era tarde, y que estaba demorado, y que luego iba a tener que correr, y que por más que corriera no llegaría a tiempo, y que una vez más iba a odiarme por eso, o por cualquier otra cosa, y sin embargo. 

Entonces comprendí lo que realmente sucedía: comprendí que yo tenía miedo. Miedo de qué, eso ya no sabría responderlo. Pero sí: miedo, miedo, miedo, un miedo denso, que me inmoviliza, que me lleva a querer seguir aquí, en donde estoy, sin moverme, sin salir a ninguna parte, y no es porque Beethoven, ni por Menuhin, ni por los músicos que tocaban aquel concierto a comienzos de los años '50, cuando yo todavía ni siquiera había nacido, sino porque todo eso en su conjunto de repente me hace sentir en casa, estas cuatro paredes, este calor, este bienestar modesto, modestísimo, pero que de todos modos facilita esta sensación de sentirme seguro, de ser dueño de un mínimo control sobre lo que sucede en este rincón infinitesimal del universo, al fin y al cabo quién sabe allá afuera qué cosas no irán a hacerme sentir la necesidad, más tarde, de regresar a este pequeño caparazón para guarecerme.

Y tengo algunas ideas vagas acerca de las formas o los nombres que podría asignarle a estos miedos: conozco el miedo a la muerte, por ejemplo, y es curioso pensar que muertos han de estar hoy ya no sólo Beethoven, Furtwängler y Menuhin, sino también la mayor parte de los músicos que han tocado este concierto que todavía suena, pero ya en otro lugar y en otro tiempo; o el miedo al paso de los años, irrecuperables; o a la decadencia; o a querer y no tener; o a querer y no desear querer eso que uno mismo se dice que quiere, porque en verdad se pretende otra cosa; o el miedo a la soledad; o al vacío; o al sinsentido; o a la incomprensión; o a que nos aborrezcan; o al olvido; o a ese anonimato profundo que tanto se parece a la nada, que uno sabe que tarde o temprano vendrá, y cuando eso pase uno se disolverá finalmente en ese olvido fatal, sin que se pueda hacer nada al respecto, nada para rescatar todo lo que se haya sido, lo que se haya amado, lo que se haya deseado.

Este es el verdadero miedo, me dije entonces; miedo infame, pues hay que hacerle frente sin que sepamos cómo: se trata del miedo de tener miedo sin saber a qué; saber que el miedo en sí mismo es real, y sin embargo no saber realmente a qué es lo que se teme. Porque todo lo que se teme pertenece al orden del misterio.

No hay comentarios.: