lunes, enero 21, 2019

Orden

El impulso de hacer un poco de orden, actividad necesaria y tantas veces postergada. Y por qué será que cuesta tanto ordenar, me pregunto. Tal vez porque supone poner en juego numerosas decisiones, comenzando por el clasificar (siempre hay lo que escapa a cualquier clasificación) y siguiendo por el revisar la utilidad y mejor destino de cada cosa. Por aquí hay de todo un poco: ropas viejas, propias y heredadas, cajas, discos, bolsas, papeles; sobre todo muchos papeles. Superadas las resistencias iniciales -por cierto poderosas- me descubro haciendo una suerte de categorización general de aquello que tengo por delante para evaluar y eventualmente descartar. Presumo que mi analista me diría que estar relatando este proceso, esta intelectualización y puesta en palabras que además pretende responder al por qué de la dificultad, es un último y desesperado intento por postergar el momento de decidir deshacerme de todo aquello que sobra. Lo siento mucho. Pero cómo podría saber qué cosas sobran sin reflexionar primero sobre qué significa que algo sobre. En ciertos casos me resulta imperioso intelectualizar, racionalizar las cosas, comprenderlas, para poder luego darles un cauce.

Así las cosas, he podido distinguir entre por lo menos tres categorías de objetos pasibles de ser descartados. Está, por empezar, todo lo que integra el clásico conjunto de "esto podría llegar a servir en algún momento". Momento improbable, de más está decirlo, que según los corolarios a la ley de Murphy no se presentará sino hasta después de que haya tirado el objeto en cuestión, al margen de qué se trate. Así y todo resulta en un punto sencillo despedirme de estas cosas, amparado quizás en la idea de que eso que a nosotros hoy no nos sirve acaso le pueda servir a alguien más. Dejar pasar las cosas, dejarlas irse, para que quizás alguien más las aproveche.

Hay una segunda categoría, en alguna medida relacionada con la anterior, que es la de aquellos papeles, libros, revistas, discos, películas, que acaso tengan o no cosas importantes para decirnos, no lo sabemos. Necesitamos tener tiempo para revisarlos, para leerlos, verlos, escucharlos... Puede que se trate de algo valioso, pero es menester detenernos sobre ellos para evaluarlo con rigor, y de este modo el proceso del orden se detendría. Entonces ponemos estas cosas de lado, hasta que tengamos tiempo, y seguimos con algo más. Aunque entonces no deja de ser otro modo de postergar. Y esto nos molesta. Pero por otra parte hay en el fondo algo más grave que nos angustia todavía más, y es que sabemos, por mucho que no queramos admitirlo, que el tiempo es demasiado breve, y que por muchos años más que vivamos no habrá tiempo suficiente para sacar el debido provecho de tantos libros, tantas palabras, tanta músicas, tanto de todo. Nos consolamos, aquí también, diciéndonos que si nosotros nos vamos, acaso quedarán esas bibliotecas para que alguien más las aproveche. Aunque sepamos que no es sino un intento vano por quedarnos tranquilos.

Pero hemos reconocido aún una tercera categoría, acaso la más difícil de enfrentar. Y esa que nos pone ante todo aquello que podríamos definir genéricamente como recuerdos. Souvenirs de lo más diversos, de un tiempo que por definición ya no es más. Son cosas que en rigor ya no son útiles, ni para nosotros ni para nadie más, pero que de alguna manera nos conectan con un pasado. Con nuestro propio pasado, aunque de un modo u otro todo pasado nos trae hasta nosotros. Y nos preguntamos para qué queremos conservar estos recuerdos, que no siempre nos llevan a momentos alegres o divertidos, sino que muchas veces, por el contrario, nos arrastran de las narices hasta lo más penoso de nosotros mismos. La respuesta a esta pregunta me resulta incierta. Por una parte creo que tiene que ver con una suerte de testimonio: esos recuerdos nos recuerdan, valga la redundancia, que hemos vivido. Por si alguna vez no somos capaces de recordarlo por nuestra propia cuenta. Esos objetos son huellas, marcas que nos revelan. Y sin embargo, esos que fuimos, esos que -es verdad- nos traen hasta lo que somos, ya no existen más. Hoy somos esto otro, personas distintas, que pueden añorar, o arrepentirse, de lo hecho y de lo evitado, de tantas cobardías y tantas insensateces, etcétera, etcétera.

He aquí el doble peligro: si nos desprendemos de todo eso, puede que el día de mañana, cuando necesitemos recordar o comprender cómo diablos hemos llegado hasta algún punto, no tengamos manera de hacerlo, pues nuestros rastros habrán sido borrados y no tendremos de dónde agarrarnos (más allá de la imaginación, que siempre es útil en estos casos) para reconstruir nuestra historia. Pero por otra parte, lo cierto es que lo que somos auténticamente no tiene que ver con nuestra historia, sino siempre e inevitablemente con nuestro presente. Somos lo que somos en este preciso momento, recordemos o no nuestros pasos. Imaginar un pasado, tanto como especular con el futuro, son maneras de no comprometernos con lo único real que tenemos, que es nuestro momento presente. Y en este sentido estos souvenirs de un tiempo pasado no hacen más que privarnos de la posibilidad de ser plenamente nosotros hoy. Pero entonces, ¿para qué escribir todas estas palabras? ¿No son acaso estas palabras la raíz de un futuro recuerdo, el de esta tarde de orden -o de desorden- y de toma de decisiones sobre qué descartar definitivamente o no? No tengo respuesta para estas preguntas. Las dejaré anotadas por aquí, por si el día de mañana acierto a poder darles una respuesta más clara.

No hay comentarios.: