sábado, octubre 03, 2020

Sueño 201003 - Escenas musicales

Cuando desperté, el concierto todavía estaba allí, sonando dentro de mi cabeza. Y también seguía pensando en la copia del CD que debía hacer para Daniel Barenboim.

El sueño comenzaba, precisamente, con Barenboim recibiendo de pie, junto a un gran piano Steinway de cola, con su tapa abierta, listo para ser tocado, nada menos que a Jacqueline Du Pré. Mucho más joven y alta que él, la violoncellista se hacía presente luciendo un ostensible embarazo. Divertido, Barenboim la recibía con una elocuente frase en inglés: Something is growing on you.

Lo curioso es que el bebé ya había nacido. Muy chiquito, envuelto en una discreta manta blanca, la criatura era colocada prácticamente sobre el teclado del piano. Me llamó la atención que llevasen a un bebé tan pequeño a una sesión de grabación, pero no dejaba de ser razonable: el pequeño estaba muy tranquilo, pues en su casa debía dormirse escuchando música todo el tiempo.

Algo me dijo Barenboim, que yo no llegué a comprender, pues en ese preciso momento Jacqueline se puso a tocar en el piano la obra que íbamos a grabar. Me sorprendió que tocara con particular destreza, y no pude evitar pensar que de desearlo ella bien podría cubrir sin dificultad la parte del piano en registro que llevaríamos a cabo.

Los dos músicos iban a tocar una sonata a dúo de Johannes Brahms. Yo comentaba que a mi entender se trataba de una de las piezas más bellas del romanticismo, y Barenboim afirmó entusiasmado estar por completo de acuerdo conmigo.

En algún momento Jacqueline se levantó y nos dejó a solas a Barenboim y a mí. A nosotros dos y al gato, que vino a sentarse de un repentino salto sobre mis piernas, muy a pesar del reto de su dueño. Le dije a Barenboim que no se preocupara por el animal. El músico entonces se desentendió y aprovechó para beber un poco de agua, directo del pico de una pequeña botella. El pianista había traído especialmente consigo una botellita de agua Evian. Me comentó como al pasar que había visto un comercial y se había tentado. Me pareció una excentricidad, pero de todos modos lo justifiqué, diciendo que esas cosas sin duda solían suceder.

Entonces me preguntó qué era lo que estaba sonando, pues una música se venía escuchando de fondo desde hacía un rato. Le respondí que se trataba del Concierto para piano Nº 30 de Mozart, una obra muy poco conocida. Tenía el disco compacto abierto sobre la mesa. Era un disco que me había regalado mi amigo Ariel Loszewicki, de un raro sello británico ya desaparecido. De hecho la contratapa tenía una anotación suya, escrita a mano.

Barenboim me decía entonces que él había tenido en un tiempo ese mismo disco, y que luego lo había perdido. Al ver la contratapa, pareció reconocerlo y comentó que ahora comprendía dónde lo había dejado. Imaginé el pasamanos: de Daniel Barenboim el disco habría pasado a la discoteca de la radio, de donde quién sabe cómo se lo habría llevado mi amigo, para finalmente llegar a mi poder después de que Ariel viajara a Londres. De eso había pasado ya un buen tiempo, por cierto.

Rápido de reflejos, le ofrecí a Barenboim grabar el disco, sabiendo que yo me quedaría con el original y que sería él quien se llevase la copia. Visiblemente complacido, me preguntó si alcanzaría el tiempo para hacerlo, a lo cual le respondí que sí sin dudarlo. Me levanté para buscar un disco virgen. 

Cuando desperté, el concierto seguía sonando en mi cabeza. Supe que era un concierto de Mozart. Un concierto que Wolfgang Amadeus nunca había llegado a componer.

 

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