jueves, octubre 22, 2020

Antesalas

Yo no sé cuándo fue que comencé a perder la cuenta. La cuenta de las estrellas que hay en el cielo durante la noche. Por alguna razón me vino a la mente esta frase, pero en realidad hablo de la cuenta de los días. De los días, de las noches y de los años. Aunque algún oculto motivo tendrá, seguramente, esa comparación con las estrellas. Un motivo oculto incluso para mí; debería verlo en análisis. Si no fuera porque, por alguna razón que también se me escapa, he decidido tomarme un tiempo de mi analista. Un tiempo, he escrito. Me estoy desviando del tema, aunque evidentemente no tanto. 

Uno, dos, tres... Retomo el tema de las cuentas. Cuando uno es chico tiene muy presente estas cosas. Al paso del tiempo me refiero. Faltan tantos días, tantas horas, tantos minutos para que sea la Navidad, para que lleguen los Reyes, para tu cumpleaños. Es la oportunidad, la excusa perfecta para ser por unas cuantas horas algo así como el centro del mundo. Pero después te das cuenta. Inevitablemente, más temprano que tarde, llega la decepción. Ese ser algo así como un centro del mundo se extingue por completo al día siguiente, al cabo de unas pocas horas. Entonces resulta que los Reyes Magos no existen. Y que sus representantes en la tierra no son inmortales, como creías. Tampoco vos --me hablo a mí mismo. Que la Navidad es una fecha dispuesta de un modo arbitrario, sin nada que la sostenga. Que el paso del tiempo, en definitiva, tiene sus contradicciones y sus sombras. Esas sombras que son las que determinan que a la larga los Reyes Magos desaparezcan. O que un día descubramos que en cierto recodo del camino hemos dejado de crecer para comenzar a envejecer. A desaparecer también nosotros. Incluso con el temor a cuestas de nunca haber realmente sido.

Cuatro, cinco, seis... Crecer, no obstante, seguimos creciendo. Tal vez reflexionar sobre estos asuntos sea en definitiva una buena muestra de ello. O de todo lo que aun nos falta. Pero entonces, de nuevo, se me presenta la triste pregunta de para qué --o para quién-- escribe uno todas estas cosas. La pregunta no es triste; acaso sí la falta de una respuesta clara y definitiva. Para qué este vano intento por poner imprecisas emociones en letras, en palabras. Para que las lea quién. Tal vez sea una forma de llevar adelante un análisis introspectivo. Dicen que la palabra cura, o al menos libera. O acaso una vez más uno esté inconscientemente --secretamente-- intentando darse a conocer. Lo cual viene a ser casi lo mismo que intentar llamar la atención de alguien. Uno escribe como quien manifiesta: Hola, acá estoy, esto que dice, esto que habla... Soy yo. Do you hear me? Do you see me?

Siete, nueve, once... Al fin y al cabo no es tan diferente de cuando uno de chico esperaba a los Reyes (pero esa magia no existe, mi querido yo; aunque sí existan otras), o esperaba ser el centro de la atención de alguien porque estabas a punto de cumplir años. O porque tenías miedo. Y un buen día te sucede que si no te lo recuerdan, ni siquiera te das cuenta de que estás a punto de cumplir años otra vez, de nuevo. O te asalta la sorpresa cuando, si te preguntan cuántos son los que cumplís, de repente comprendés que para responder tendrías que detenerte a sacar la cuenta.

Quince, dieciocho, veinte... Y de nuevo estás a minutos de que llegue el día, y entonces te ponés a escribir, porque encontrás que es la mejor de las opciones. Es eso, o perderte en una película, o hacer las dos cosas al mismo tiempo. Estás intentando escaparte, aunque ello sea imposible. Estás pretendiendo olvidarte. Caer en el olvido es algo inevitable. Olvidarte mientras todavía sos presente, en cambio es algo que uno busca, algo que se persigue, para disipar la angustia. Pero no sé si realmente quiero olvidarme, en el momento de estar escribiendo todo esto. Es probable que escribir, incluso cuando se haga sin un objetivo claro, sin un plan trazado, es también un modo de crecer. Hola, acá estoy, soy esto que habla y que dice que...

Cuarenta, cuarenta y ocho... Faltan minutos, cada vez falta menos. Mirás a tu alrededor y allí están las inevitables ausencias. Algunas ausencias que no pueden repararse, principalmente. Y hay también presencias tácitas, tan bienvenidas, pero que por alguna razón escapan a la posibilidad del abrazo, al amparo de perderse por un rato o para siempre en los brazos o el regazo de un otro que contenga, que aguante, que resista, que nos mienta, si es necesario, diciendo que todo está bien, que estamos en casa, que estamos a salvo. Pero las ausencias... Porque hay un momento en que ya no importa si son tantos o tantos. Si cincuenta y tres o cincuenta y seis. Pero en definitiva uno dice que no importa, y se convence a sí mismo de que no importa, porque en el fondo sí importa. Porque si esto sucede es precisamente porque hay un momento en que la balanza comienza a inclinarse peligrosamente, y el platillo de los días ya vividos definitivamente pesa más que el de esos otros días que uno, con la mejor expectativa, espera que resten por vivir. 

¿Para quién uno escribe todas estas cosas? 

Sinceramente no tengo la menor idea.

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