domingo, agosto 06, 2006

Primera anotación para una nueva bitácora

Hubo una época, difícil sería precisar cuán lejana en el tiempo (es que las temporalidades, sometidas al proceso de aceleración que hoy parece afectar todas las cosas, están también ellas sumidas en un profundo estado de crisis), en que muchas damas, y no pocos caballeros, mantenían la romántica costumbre de escribir algo que se conocía como diario personal. En forma periódica, estas personas anotaban en las páginas de aquellos diarios, con prolija letra manuscrita, sus pareceres sobre la vida cotidiana, sus intimidades, sus reflexiones y sus secretos.

“Querido diario...” Con esta fórmula de fantasía se iniciaron infinidad de confesiones, realizadas a interlocutores invisibles y hasta cierto punto inexistentes, pues el diario personal era una expresión íntima y privada, a la cual nadie más que el propio autor debía acceder. ¿Para qué se escribían estos diarios, entonces? ¿Cuál era el objetivo de registrar los temores, las pasiones, las esperanzas, los secretos inconfesables de sus románticos autores? Hoy aquella costumbre nos puede parecer anacrónica, en algunas de sus facetas. Pero decididamente no en todas. De hecho, bien podríamos pensar que en cierto sentido el fenómeno del weblog no es otra cosa que el sucedáneo tecnológico de aquellos diarios personales.

Pero algunas cosas sí han cambiado, según ya ha sido dicho. Por ejemplo: estas anotaciones ya no pretenden ser secretas. Por el contrario, no sólo se ponen a la vista de quien desee acceder a ellas, sino que se alienta su lectura por parte de conocidos y desconocidos. Sin embargo, hoy igual que ayer, el propósito es que las letras, las palabras, las frases, ayer manuscritas sobre papel, hoy cuidadosamente tipeadas ante un monitor, vayan conformando un tejido. El objetivo sigue siendo dejar una marca, acaso fugaz, como las palabras escritas en la arena húmeda, que el agua del mar se llevará para siempre, letras de humo trazadas en el cielo. Y sin embargo es posible que estas palabras, sin dejar de ser por ello fugaces, tengan una expectativa de permanencia mayor que nuestras propias vida.

Tal vez por eso escribimos, blogs, bitácoras, diarios personales. Porque sentimos la necesidad de dejar testimonio de nuestro paso por estas tierras. Y también porque, secretos o no, tenemos la esperanza de que nuestros escritos tarde o temprano funcionen como la proverbial carta lanzada al mar desde una isla desierta en medio del enorme océano.

No existe un para qué o un para quién más claro. Después de todo, tampoco resulta mucho más claro ni evidente el sentido de nuestras fugaces vidas. Pero a pesar de ello presentimos que todo viaje merece ser acompañado por un registro de nuestras impresiones, y es por eso que insistimos, por ejemplo, en llevar una cámara de fotos encima cuando visitamos lugares a los cuales suponemos que no regresaremos pronto. Y quien dice no pronto dice acaso jamás. Nos hacemos fotografiar, sonrientes, como si se tratase de un momento ideal, delante de cada atracción turística cuando salimos de viaje, y el mismo ritual acompaña nuestros aniversarios y ocasiones especiales, intuyendo que después de todo tampoco volveremos a ese momento único, que ya hemos dejado atrás, parte de un pasado que se aleja veloz de nosotros, en el instante mismo de haber escuchado el click que marca el inicio de la existencia de la foto en cuestión. Una fotografía que muy probablemente nos sobrevivirá, hasta que alguien, limpiando un cajón en un futuro incierto, se tope con ella, liberada a su propia suerte, y se pregunte quiénes serían aquellos desconocidos que posaban, allá lejos y hace tiempo, ofreciendo una intrigante sonrisa a la cámara.

Las palabras tienen, con relación a una fotografía, la ventaja del decir. No se ven nuestros rostros detrás de las letras, pero podemos en cambio expresar nuestros miedos, nuestros nombres, nuestros anhelos, nuestros secretos inconfesables, nuestra poesía. El destino final de estas palabras, ya se sabe, será a la larga el mismo que el de aquellas fotos: palabras escritas en la arena o en el viento. Pero estamos en el mundo, en una isla en medio del mar, y la tentación de arrojar una botella al infinito océano, con la esperanza de que algún día el mensaje que contiene llegue a ser compartido por alguien, es razón más que suficiente como para justificar el intento.

1 comentario:

Anónimo dijo...

hermoso!

bienvenido otra vez.