Cuando cerraron Amadeus, la radio de música clásica en la cual yo me desempeñaba como productor de contenidos, jamás imaginé que algún día iba a mencionar el nombre de Justin Bieber en una entrada de este blog. Pero ya se ve: el suceso inesperado ha tenido finalmente lugar, y a la prueba me remito.
Para quien tenga la fortuna de no saber quién es Justin Bieber (hablo de fortuna porque hoy permanecer al margen de ciertas novedades puede ser un privilegio, como cuando Borges confesó no conocer a Maradona, pero en serio), digamos que se trata de un jovencito canadiense de 16 años, con algún probable talento musical, que tuvo la suerte de haber estado en el lugar justo en el momento indicado y la inteligencia suficiente como para seguir los consejos de un productor que se encargó del resto. El resto fue, por supuesto, convertirlo en objeto de deseo para millones de adolescentes en todo el mundo a través de una campaña de marketing viral que convirtió a este muchachito, ni mejor ni peor que tantos otros, en el fenómeno pop del momento.
Justin Bieber canta canciones livianas, intrascendentes, que no serán capaces de superar la prueba del tiempo, porque no tienen con qué lograrlo y porque además nadie pretende que tal cosa suceda. Pero mientras tanto vende millones de discos, y genera otros tantos millones con el monstruoso aparato de comercio que acompaña a los artistas pop de su talla, término que de ningún modo pretende medir aquí calidad ni talento, sino las cuentas bancarias que se engrosan gracias a lo que él bien o mal hace.
En cierto punto el chico me da pena: pienso que, aislado dentro de su burbuja de plástico, no debe tener la menor idea de qué cosa es el mundo. En cierto modo él le ha vendido el alma al diablo, como una especie de Fausto redivivo, carilindo por añadidura, pero no nos apresuremos a condenarlo, y sobre todo que se abstenga de hacerlo quien se jacte de jamás haberse vendido, cuando lo cierto es que nadie realizó nunca por él ninguna oferta sustanciosa.
Pero vamos de una vez a lo que nos ocupa, que es el motivo por el cual el nombre de Justin Bieber, que jamás debería haber quedado anotado en este blog, ha llegado finalmente hasta aquí. El punto es que se acaban de entregar los Premios Grammy, que otorga la industria discográfica estadounidense. Y Bieber estaba nominado para llevarse el premio al Artista Revelación del Año. Reconocimiento que resultaba merecido, si se trataba de evaluar la cantidad de discos vendidos, y que por otra parte era el resultado que público, empresarios y periodistas daban por descontado.
Y sin embargo no. El premio no fue para él, sino para una chica llamada Esperanza Spalding, desconocida hasta entonces para quien estas líneas escribe, pero también para otros millones de personas que se preguntaron, con justa razón, de dónde había salido este sorpresivo escollo para la consagración del principito del pop. Quien se pregunta a veces encuentra algunas respuestas, y así supe que Esperanza es una joven de 24 años nacida en Oregon, dedicada al jazz a través del canto y de un instrumento tan infrecuente para una jovencita como puede serlo el contrabajo. Busqué luego en Internet algunos videos y me sorprendió la calidad y la calidez de su voz. Interiormente le agradecí a Justin Bieber la derrota, que finalmente me conducía al descubrimiento de esta artista.
Más tarde, al llegar a mi casa, busqué en la red alguno de los tres discos que Esperanza tiene editados, para poder escucharla más y mejor. Allí pude notar que en las pocas horas que habían transcurrido desde la entrega de los premios hasta entonces, habían sido cientos y miles las personas que habían concurrido a Internet para preguntar, para averiguar, para descubrir, para subir videos, para verlos, para compartir archivos por vía peer to peer, como yo mismo lo estaba haciendo. Me dije entonces que no todo está perdido. Y que este desliz de quienes entregan los Premios Grammys abrió, en definitiva, una pequeña dosis de esperanza...
martes, febrero 15, 2011
Una pequeña esperanza
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