lunes, mayo 16, 2016

Los que no pueden más

"Los que se hacen daño no saben que dañan a otros", me dice un antiguo camarada del colegio, mientras aguardamos novedades sobre el estado de la esposa de otro amigo, que yace en coma en un hospital después de haberse atiborrado de clonazepam y de haberse inyectado una sobredosis de insulina. Coma hipoglucémico, explica Google que se llama el cuadro, y al parecer no es la primera vez que a alguien se le ocurre terminar con su vida de esta manera.

Yo entiendo lo que ella debe haber sentido, debo reconocerlo. Repetidas veces han pasado por mi cabeza perversas ideas que me acercaron de un modo u otro hacia ese sitio. Hoy imagino, al mismo tiempo, lo que deben estar transitando esos otros de los cuales habla mi compañero: el esposo, sus hijos. Todo esto me parece un espanto. El juego entre la vida y la muerte, la delgadez de la línea que separa una cosa de la otra.

Y sin embargo, no puedo dejar de pensar al mismo tiempo en algo que expresó alguna vez Emile Cioran a este respecto: "El suicidio es un idea positiva. Dado que la vida no tiene sentido, que sólo se vive para morir, saber que uno puede suicidarse en cualquier momento la hace tolerable. Es una idea que nos calma, que nos satisface."

Confieso tenerle mucho miedo a la muerte. Y también a la decadencia que muchas veces la anticipa. Supongo que es bueno saber que uno puede cancelar esa espera angustiante, inevitable, en el momento en que así lo decida. Un triunfo modesto, como podría serlo el decirle a la muerte: "Renuncio en este momento porque así yo decido hacerlo. Te quito el poder de que seas vos quien decidas cuándo sacarme del medio." Como quien renuncia a un trabajo en el cual lo explotan, dando encima un portazo, por más que no se tenga nada mejor en vista.

Tengo aquí también presente, de todos modos, a Harry Haller, aquel personaje imaginado por Hermann Hesse, protagonista de su novela El lobo estepario, declarado suicida que, precisamente por serlo, por estar sinceramente dispuesto y no tener en consecuencia más nada que perder, vive con mayor intensidad que aquellos a quienes el miedo a la muerte y la consecuente prudencia les veda el camino a las acciones más riesgosas. Harry Haller, en cambio, siquiera por curiosidad se atrevía a dar un paso más, para ver qué cosa podía llegar a depararle el día que siguiera. Cuando todo fuese realmente penoso, el ya tenía una salida asegurada.

El tema no es de tratamiento sencillo, por supuesto. Pero coincido con Cioran en que la idea de poder ser los dueños de nuestra propia muerte acaso haga la vida más tolerable. El punto, de todos modos, es cómo podríamos lograr ser los dueños de nuestra propia vida. Allí radica el gran desafío.

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