domingo, agosto 28, 2016

Apología de la crítica

Existe una suerte de callado enfrentamiento entre el artista y el crítico. Una relación que a menudo se presenta como amable y cordial, pero que al mismo tiempo lleva latente un elemento discordante que cada tanto se transforma en manifiesto rechazo. La pregunta resulta casi obligada: se admite como un hecho natural la existencia del artista, pero ¿cuál es la función del crítico? Se diría que realizar críticas, evidentemente. La cuestión, entonces, será resolver qué deberíamos entender ante la palabra crítica. Dice la Real Academia que una crítica puede definirse como el "análisis pormenorizado de algo y su valoración según los criterios propios de la materia de que se trate". Sin embargo, ésta es apenas la primera acepción del término. Hay una segunda acepción, bastante más incómoda, que describe la acción de criticar como "hablar mal de alguien o de algo, o señalar un defecto o una tacha". Se comprenden mejor ahora las antipatías que puede despertar la figura de alguien que dedica su tiempo y esfuerzos a criticar.

Digamos sin embargo que la relación es ambivalente, pues sin artista no hay crítico, pero el primero necesita en cierto modo del segundo. Según parece alguna vez Oscar Wilde manifestó: "Que hablen mal de uno es espantoso. Pero hay algo peor: que no hablen." Y esto es algo muy cierto: es una mala noticia que las críticas a un espectáculo no hayan sido favorables; pero mucho peor noticia es que la sala haya estado desierta. Ahora bien, ya en este punto estamos insinuando una suerte de simbiosis entre tres actores diferentes: tenemos al artista por un lado, sobre el escenario; y del otro, siendo espectadores de lo que sucede, a los críticos y al público, que coinciden entre sí en más cosas de las que podría parecer a primera vista. Este es el punto a tener en cuenta: más allá de cualquier impostura, el crítico no deja de ser un espectador más.

Hay quienes sugieren que un verdadero crítico debe poseer un conocimiento específico sobre aquello que se convierte en objeto de su mirada. Esta posición probablemente surge en la Europa del siglo XVIII, cuando el desarrollo enciclopédico de la teoría y la historia del arte genera la separación entre un grupo de personas próximas a los secretos propios del mundillo artístico y quienes, por el contrario, carecían de acceso al consumo de bienes estéticos. Pero el arte, al menos en su etapa de contacto con un público, no tiene que ver con la racionalidad, ni con las habilidades técnicas que hacen a su producción, sino con una experiencia sensible. No es necesario saber de música para disfrutar de una sinfonía, un tango o un recital pianístico. Sí se necesitan, en todo caso, horas de contacto con la música para poder comparar, trazar recorridos o marcar vínculos. Pero no se requiere ser un especialista. Es más: muchas veces el estudioso pierde la inocencia necesaria a la hora de acercarse a una experiencia estética. Una inocencia que es necesaria para poder comprender aquello que el público -el no instruido especialmente- sentirá ante esa manifestación.

Lo que diferencia al crítico del público en general es que él tiene la posibilidad de compartir su parecer a través de un medio de comunicación. Entonces, lo que sí se le puede exigir es que sea capaz de comunicar con habilidad sus impresiones y experiencias. Que su relato sea atractivo, para que den ganas de leer o escuchar aquello que tenga para decir respecto de lo que a él le ha parecido tal concierto, película, obra teatral, exhibición, libro, comida o espectáculo. Que genere deseos de abordar la experiencia estética de la que se trate desde otros lugares y perspectivas, enriqueciéndola de algún modo. Después, por supuesto, la cuestión pasará por coincidir o no con el crítico, en criterios o en sensibilidad. Porque lo cierto es que no existen verdades objetivas en el terreno de lo estético. Es evidente que si un músico desafina, si un escritor tiene fallas en su redacción o un actor duda en sus parlamentos, será posible señalarlo. Pero fuera de estos índices concretos, lo que prevalece es una cuestión de empatías entre el artista, el crítico y el público.

Digámoslo entonces de una vez: el crítico no es sino un espectador más, que luego manifiesta de manera pública su parecer sobre algo que ha visto. Y para hacerlo no debe estar especialmente capacitado con conocimientos específicos. No es necesario saber tocar el piano para comentar el recital de un pianista, tanto como haber asistido a muchos recitales, a fin de poder medir las eventuales diferencias que medien entre un intérprete y otro. Pero ni siquiera esto resulta indispensable, al fin y al cabo, pues cada experiencia estética, incluso siendo individual y única, ofrece un impacto sensible en el espectador, que como tal tiene todo el derecho de decir: me ha gustado, me ha aburrido, me ha dejado algo valioso, me ha resultado insoportable. Un espectador que aplaude, que abuchea o se queda dormido durante un espectáculo, se constituye de hecho como un crítico. Para que no hubiese crítica, no debería haber espectadores. Y entonces el arte ya no sería algo que se pudiera compartir.

Personalmente, y en consideración del doble sentido que el uso le ha dado al término crítico, quien esto escribe ha preferido muchas veces definirse como comentarista, a sabiendas de que tal vez esta expresión tenga algo de eufemismo. Pero esta actitud no está exenta de reciprocidades: al decir del escritor británico Somerset Maugham, cuando los artistas solicitan críticas, lo que en realidad esperan recibir son halagos. Seguramente habrá de todo, como en botica. Pero lo cierto es que el día en que un artista no tenga a nadie que lo critique, para bien o para mal, será cuando haya que ponerle un punto final al arte. 

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