lunes, mayo 04, 2020

Sueño 200504

Es de noche. Estoy de vacaciones en alguna parte, en alguna pequeña ciudad que no identifico. Camino buscando algo, aunque sin buscar nada en particular. Cuando llego a una costanera me doy cuenta de que eso era precisamente lo que deseaba encontrar. Así son a veces las búsquedas, en los sueños tanto como en la vida real. Avanzo hacia una suerte de explanada, tapizada con un piso de ladrillos, cubierto a estas horas por un par de centímetros de agua. Me digo que debe ser por la marea alta, que tal vez de día ese mismo lugar esté seco, pero lleno de gente. Me gusta más así, bañado pero desierto. Una idea me entusiasma de pronto: me vienen ganas de bailar, o de correr. Comienzo un ligero trote. Hay alguien que me ha estado acompañando todo este tiempo; quizás un amigo. No me doy cuenta de quién sea. Aunque intuyo que en realidad estoy solo; que he llegado a inventarme que estoy con alguien, porque a veces la soledad es así, un espacio para desdoblarse. Una vez alguien me dijo que en los sueños todos los personajes que aparecen somos en realidad nosotros mismos, ni más ni menos.

Corro, entonces, sobre el agua, que curiosamente no llega a salpicarme. No es una carrera rápida; más bien se trata de un trote animado, incluso hasta feliz. El agua está calma. De alguna manera adivino que no es agua salada, sino dulce. No es el mar, entonces, sino un lago, o un río. De repente una voz, que suena autoritaria desde unos altoparlantes que no alcanzaré a ubicar, me dice que está prohibido estar en el agua y me ordena salir. El agua apenas me tapa los pies, y de hecho ni siquiera me moja, algo que debería extrañarme, aunque extrañamente me parezca natural, de manera que no veo razón para obedecer. La voz insiste, esta vez con un tono más amenazante, y yo la insulto mentalmente, aunque también es posible -e incluso probable- que en realidad vocifere una expresión cualquiera, algo así como "¡vení a sacarme, la reputísima madre que te parió!" Sigo corriendo, desafiante, hasta que el agua amenaza con llegarme a las rodillas. Imagino que la explanada se ha terminado, o que la marea alta sigue con su rutina de la creciente nocturna, ajena a lo que hagan los moradores en la costa. Paso entonces del otro lado de un pequeño murallón que divide el mundo de lo mojado y de lo seco. Quisiera hacerle saber al idiota del altoparlante que si salgo del agua es porque yo quiero, no porque alguien me diga que debo hacerlo. Y luego sigo trotando.

La costanera es breve. Termina en una especie de rotonda que, al seguirla, obliga al viandante a regresar sobre sus propios pasos. Eso es lo que hago. Descanso antes un rato, sin embargo, recostándome contra un alambrado. La persona que me acompaña, esa que tal vez en realidad no esté allí, me pregunta entonces por qué no obedecí a la voz del altoparlante. Sé perfectamente de lo que habla, pero me empecino en hacer de cuenta que no lo sé. Una y otra vez le respondo eso: que no tengo idea de qué habla. El poste de la alambrada en el que estoy apoyado de pronto se mueve. Tal vez me confié demasiado al recostarme; finalmente no es más que una madera clavada en la arena; es imposible que tenga una base firme. Acomodo el poste lo mejor que puedo, para que siga en su lugar y nadie me acuse de destruir propiedad privada, y luego sigo caminando. Un hombre gordo sale a mi encuentro. No parece peligroso, pero su actitud es agresiva. Me increpa por algo que al parecer cree que hice tiempo atrás. Le explico que de seguro me confunde con otra persona, que yo solo estoy de paso, corriendo un poco; que es la primera vez que estoy en ese lugar y que ni siquiera sé con exactitud de qué lugar se trata. Para sacarme al gordo de encima le pego un sopapo y le vuelan los lentes. Aunque es probable que también ese gordo sea un producto de mi propia imaginación, porque son mis propios lentes los que se han caído. Veo venir entonces de nuevo a mi amigo imaginario, que llega a la carrera, y me pregunta qué pasó. Le digo de mis anteojos. Creo que se queda a buscarlos, mientras yo sigo caminando. La verdad es que no necesito mis lentes para ver, al menos allí, en ese sueño, en esa noche.

Regreso. Vuelvo sobre mis pasos en mi caminata nocturna, y me pregunto si el vigilante de la voz del altoparlante me reconocerá al verme de nuevo. Ahora me llama la atención una confitería que está abierta y llena de gente. La voz del altoparlante está allí. Pero su función ahora es otra: ofrece café por tres dólares a los comensales. Lo veo. Es un tipo desgarbado, con barba desprolija, de aspecto descuidado, que intenta en vano hacerse el simpático. Cada quien trabaja de lo que puede, me digo. Y con un único trabajo no alcanza. Me siento un momento. "Disfruten de un regio café por tres dólares, que son apenas unos ciento cuarenta pesos", dice el flaco del altoparlante, haciendo mal la conversión. Pero sí, tres dólares suena como si fuese menos, pienso. Alguien toca melodías con un saxofón. Suena agradable. Un mozo ofrece porciones de un budín marmolado a quienes han decidido aprovechar la oferta del café. Yo no he pedido nada, pero de todos modos me dejan dos porciones. Pruebo el budín y es realmente sabroso. La música del saxofón de repente se detiene. Hay cierto tumulto a lo lejos. Me paro y salgo de allí, para ver qué sucede. Me doy cuenta de que me llevo lo que queda del budín, al mismo tiempo que me pregunto si alguien notará que no he pagado nada, pero sin preocuparme demasiado por el asunto.

Veo un tumulto varios metros más allá. Hay policías dentro de un banco, en el sector de los cajeros de autoservicio. Hay una persona tirada, otra que es retenida, gente que comenta. Dos mujeres intercambian opiniones y de pronto una de ellas se molesta visiblemente con algo que ha dicho la otra, y se retira con un ademán ofensivo que deja impávida a su oponente. Yo le digo a la mujer, aunque en realidad creo que se lo digo al mundo, que estamos todos realmente muy locos, y sin remedio.

Sigo caminando... sin rumbo, ciertamente. Me doy cuenta de este detalle en ese instante. Desde que logro recordar vengo andado sin rumbo. No sé adonde estoy, ni quién soy, ni qué busco. Escucho otra vez el saxofón. La melodía viene ahora de otro banco, donde no hay gente, porque allí no ha pasado nada malo. Han dejado los sectores de los cajeros automáticos abiertos por las noches, y el saxofonista parece haber decidido refugiarse allí para seguir su recital, ahora para sí solo. Entro al edificio. Me dejo guiar por el sonido, porque el banco tiene escaleras y muchos recovecos. Finalmente encuentro al músico y en silencio le hago señas, preguntándole si puedo quedarme a escucharlo. El detiene la pieza y me explica algo de lo que va a tocar a continuación, que no entiendo ni me interesa. Pero a cambio le digo: Iba a preguntarte si podía quedarme acá para pasar la noche. Pero entonces me dí cuenta de que esa pregunta sólo estaría bien planteada si la noche fuese algo a superar. Si llegar hasta el día fuese la meta o el objetivo. Pero no es así. El día y la noche son parte de lo mismo.

Solamente quiero descansar y disfrutar un rato de la música, pienso; porque esto último ya no lo digo, sino que nada más lo pienso. También me cruza por la mente la misteriosa continuidad que existe entre la noche y el día, y la noche siguiente, y el día que sigue, y así. Una continuidad que acaso copie la que existe entre la vida y los sueños. Y justo antes de despertarme pienso que la vida entera no es, en definitiva, otra cosa que una sucesión de momentos.


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