lunes, agosto 19, 2024

Día del niño

Ya no soy un niño
Hace rato dejé de serlo
Ya no están mis abuelos
Ya partió también mi padre
Yo mismo soy padre de una mujer
Y estoy en edad de ser abuelo
Sin embargo...
Sigo cargando antiguos miedos
No me gusta irme a dormir solo
Necesito cada tanto una caricia
Compartir un alfajor de chocolate
Que me hagan reír con cosquillas
Dormirme arrullado con una canción
No tener que preocuparme por el dinero
Ni por el fatal paso del tiempo
Y cuando me gana la tristeza
Que alguien me diga que todo va a estar bien
Ahora me observo en una foto antigua
Me atrapa la mirada de ese rostro inocente
Sé que fui yo, pero me cuesta reconocerme
Me temo que algo se rompió en el camino
Ya no soy un niño
Pero extraño ser el niño que una vez fui

domingo, agosto 18, 2024

Roto

Estoy roto. A veces
dos palabras bastan para decir las cosas.

No, destruido no.
Pero sí definitivamente roto, averiado,
estropeado, perdido, desesperanzado,
extraviado, alienado, quebrado,
confundido, petrificado.

Sí, también asustado.
Sobre todo eso, supongo. 

Tengo miedo de no poder.
Del deteriorio que conlleva el tiempo.
Me asusta la soledad, el irme a dormir solo,
pero también, después, la hora de despertar
y tener que enfrentarme conmigo, de nuevo.

Tengo miedo de tener miedo y no poder decirlo.
Miedo de mostrar lo frágil que soy.
Miedo de mirarme en un espejo.
Miedo de ser rechazado.

Mientras no me mueva, todo va a estar bien.
Por eso me quedo aquí, encerrado, bajo las sábanas.
Si me moviese podría sobrevenir un desastre.

Mientras nadie sepa lo roto que estoy
estaré más o menos seguro.
Voy a pasar desapercibido.

sábado, agosto 17, 2024

Hoy he regresado a casa

Hoy he regresado a casa.
Me observan, curiosas, las plantas,
acostumbradas a mis periódicas visitas de riego.
Me contemplan en silencio
las bolsas llenas de ropa,
las pilas de papeles,
los paquetes que ya nada esperan.
Quizás se preguntan por qué
esta vez, en lugar de encender las luces,
o correr las cortinas para que se sepa
que afuera ya ha comenzado el día,
me limito a cerrar la puerta, me quito el calzado
y me dejo caer sobre la cama tendida,
sin ocuparme siquiera de hacer a un lado las cosas
que sobre ella descansan, obedientes,
desde la última vez que estuve aquí.
Que sigan en su lugar, no quiero molestarlas.
No quiero ocasionar más molestias a nadie.

Hoy he regresado a casa, decía.
Aunque no sea más que eso:
apenas una manera de decir,
pues hace rato me he convertido en nómada,
alguien que va y viene sin lograr echar raíces,
sin conseguir hallarse, ni hallar
un lugar seguro al que pueda llamar hogar,
y qué será eso, acaso no un adónde,
sino alguien que espere tu regreso con alegría.
Pero aquí no hay nadie,
excepto estas plantas,
estas bolsas con ropa,
estas pilas de papeles
y estos montones de cosas que
algún día alguien deberá revisar
para decidir si tirarlas o no a la basura,
si regalarlas, si venderlas, si quemarlas,
o si conservar algunas para sostener durante un tiempo
la memoria del que yo haya sido.
Aunque es sabido que toda memoria está condenada,
más temprano que tarde, a su disolución definitiva.
Qué pasará entonces con todas estas palabras
que escribo, acaso, para intentar en vano
–lo vislumbro en este momento–
fijar un instante en el infinito devenir del tiempo.

Hoy he regresado a casa.
A este lugar al que bien podría llamar mi casa,
aunque en rigor de verdad no lo sea,
y vaya uno a saber exactamente qué lo sería.
He vuelto, aunque no tengo idea de cuánto me quedaré,
no me pregunten nada, plantas, papeles, ropa, cortinas,
regálenme al menos un manto de piadoso silencio.
Más tarde saldré al balcón para observar,
tal como otras veces lo he hecho,
cómo cae el sol en el horizonte.
Cómo cae una vez más, convirtiendo el día en noche,
agotando el cuentagotas fatal del porvenir,
y entonces tal vez sí dejaré que suene
una melodía de Bach, o una de Mozart,
o un agónico lamento de Coltrane,
un baile en el cielo del lado oscuro de la luna, 
como un latido que marque la marcha inevitable
mientras contemplo el gran misterio del mundo.

Me ne vación

Ya sé que mi cabeza no funciona bien.
Aunque en lo que acabo de escribir hay dos errores:
Porque no se trata solo de mi cabeza
sino de esa jodida conjunción de mente y alma,
por más que nadie tenga en claro esto último qué sea.
Y no es tanto que no funcione bien, como que
no se termina de acomodar al promedio.
O a lo que razonablemente podría esperarse.
O al menos a lo que hubiesen esperado
quienes buenamente se interesaron alguna vez en mí.
Y si no se terminara de entender esto del mal funcionamiento,
debería bastar la lectura de las cosas que escribo.

Qué es lo que no funciona bien.
Vamos, que para empezar no tengo idea
de qué sería funcionar bien, o por ende mal.
No sé si haya algo como un parámetro comparativo.
Qué sé yo cómo piensa o siente cualquier otro ser en el mundo
si nunca estuve ni podré estar, como se dice, en sus zapatos.
No puedo ver el mundo más que desde los ojos de mí mismo.
Esto me duele: no poder sino intentar adivinar
cómo ve ella las cosas, cómo me ve a mí,
qué es lo que siente, o lo que piensa,
cómo soy para sus ojos, por qué ahora me sonríe,
por qué ahora se va dejando un portazo detrás de sí.

No sé dimensionar las cosas, ese es mi problema.
Pierdo la perspectiva y el sentido de lo que me rodea.
Lo que para otros resulta claro y evidente
para mi se convierte en un intrincado dilema.
Mi problema es que no logro sentir lo que sucede
en su adecuada proporción y medida.
Y no consigo comunicarme como debiera.
Ni confiar un poco más en mí.
Ni hacer lo correcto en el lugar y el momento precisos.
Ni tampoco, ni tampoco, ni tampoco, ni tampoco.
Mi problema es que no puedo parar de pensar,
pero estos pensamientos no me llevan a ninguna parte.

"Pedazo de pelotudo", dijo recién una voz en mi cabeza.
Juro que así fue: cerré los ojos un momento,
porque el sueño siempre disipa los malestares del alma
(no siempre: hubo un tiempo en que me daba miedo dormirme
pues no sabía qué pesadillas me esperaban del otro lado)

y una voz en mi cabeza dijo eso.
Vení, decímelo de frente, si sos guapo.
O mostrame por lo menos un ser humano que no lo sea.
No soy peor que tantos miles y millones que también
pasaron por la vida creyendo, quizás, ser mejores.
O peores, andá a saber. No soy yo el único averiado.
Es más bien como si todos fuésemos sordos, ciegos, mudos.

Volví a quedarme dormido.
Me despertó un ruido, que pareció venir de la puerta.
Por un segundo creí que era ella.
("Creí que eras vos", estuve a punto de escribir, como un idiota).
Pero no, quizás alguien que pasó por ahí.
O un pájaro que voló cerca.
O quizás otra vez mi imaginación. Andá a saber.
Me levanto, para que no suceda de nuevo,
y escribo, otra vez, palabras, como tantas otras
que han sido dichas, susurradas, gritadas, vomitadas
y tantas otras más que nacieron calladas.
Pero no llegan a decir. Nunca alcanzan para

Mientras tanto, la vida pasa, la vida sigue,
la vida se va extinguiendo, sin demasiadas explicaciones.
Acaso, en realidad, ninguna.
Apenas un par de intuiciones, de vez en cuando,
que casi siempre son además contradictorias.
Me pregunto cuáles serán las dos o tres cosas importantes
que uno debería o hubiese debido hacer
para justificar en serio su presencia en el mundo.
Me pregunto ahora qué habrá sido
de la vida de algunas personas de mi infancia.
En dónde estarán ahora quienes ya no están en ninguna parte.
Donde estaré yo dentro de un mes, de un año, diez, mil.

Habrá alguien que haya logrado ser auténticamente feliz.
Yo lo fui alguna vez, durante un rato, algunas veces.
No tan pocas como para lamentarme,
ni tantas como hubiese debido.
Y ojalá alguna vez haya logrado hacer sonreír a quienes amé.
Lo demás es un abismo.
El abismo de mi cabeza, que no funciona bien.
Pero creo que eso ya lo he dicho.
Me ne vado. Vale decir: me evado.
Que no quiere decir eso, pero sí.
Excepto que no hay ningún lugar adónde irse.

miércoles, agosto 14, 2024

Despertar de los sueños 240812/10

Techos altísimos, muros desiertos, una escalera que se intuye interminable... Me sucede con ciertos sueños que despierto en el momento más inadecuado. Y después quiero volver a dormir, y a soñar, para saber cómo continuaba aquello; pero muy rara vez lo logro. En esos casos el sueño sigue dando vueltas, empecinadamente, durante días, en mi mente (a veces también en otros lados, según lo que haya soñado). Pero jamás logro avanzar más allá del punto preciso del despertar. 

Me habían invitado a un concierto. Al llegar, en el hall de acceso del lugar me recibe un joven, cuya función parece estar a medio camino entre un agente de seguridad y uno de prensa. Se muestra amable y me indica que suba a la sala, que queda en el piso quince del edificio. Que allí me recibirá una compañera suya. Que la reconoceré por la etiqueta en su uniforme. La arquitectura es magnífica, opulenta, como un palacio de principios de siglo XX. El joven de prensa o de seguridad me indica con un gesto el ascensor, cuyas puertas se abren en ese preciso momento. Se trata de un ascensor espacioso, acorde a la magnificencia del edificio, con rejas exteriores y decoraciones barrocas llenas de dorados, pero está colmado de gente. Un par de personas me hacen un lugar, logro acomodarme y enseguida comenzamos a subir. Una mujer pide permiso para pasar. Tardo un poco en comprender que hay otra puerta, en el otro extremo del ascensor. Le digo que también yo voy a bajar, pero igual se pone delante, como si no me hubiese escuchado. Al llegar al piso quince, el ascensor se detiene, pero la puerta que se abre, a mis espaldas, es la misma por la cual ingresé. Le aviso a la mujer: "La puerta para bajar al final está de este lado", pero no me hace caso. Noto que los ocupantes del ascensor han abierto frente a mí una especie de pasillo, como invitándome a que avance. Todo sucede con mucha lentitud. Veo el espacio que se extiende más allá de la puerta del ascensor. Voy hacia allí. En cuanto salgo, escucho que detrás de mí la otra puerta, esa que sin haber dicho palabra ha escogido la mujer, también se abre. Es en ese momento cuando temo haber tomado una decisión apresurada. Apresurada e incorrecta. Entiendo que aquella mujer acaso ha acertado y que, en mi decisión de bajar del ascensor por la primera puerta, yo he cometido un error. ¿Acaso un grave error? La acción está como congelada y en realidad tendría tiempo para regresar sobre mis pasos, volver al ascensor, cruzar otra vez el pasillo abierto entre la gente y salir de nuevo, esta vez por el acceso del lado contrario; pero no atino a hacerlo. Finalmente, el ascensor cierra sus puertas y desaparece, continuando su marcha hacia pisos superiores. De este lado, del lado en el cual he quedado varado, no hay nada. Solamente una escalera descendente, que gira hacia un recodo, y que adivino interminable. Intuyo que no tiene sentido esperar por otro ascensor. Que por alguna razón no habrá ningún otro: el que me tocaba a mí ya ha partido. Pero no me atrevo a aventurarme en el giro de la escalera, en el misterio de sus peldaños, que adivino que no conducen a ninguna parte. En ese momento me despierto, pero no logro sacar de mi cabeza ese misterio, esa imagen, esa sensación de estar extraviado en un espacio sin salidas ni sentido.


Otro sueño. Y otro despertar repentino, que también lo deja inconcluso. Estoy en lo que parece ser el patio de un colegio. Hay mesas con bebidas y cosas para comer. Y hay un espectáculo que se ofrece para los presentes. Comienza a sonar música y un tenor, Cristian Taleb, se dispone a cantar. Reconozco las notas que preanuncian el tema principal de la película Aladino. Junto a él hay una jovencita, intuyo que una estudiante de algún curso superior, pero sé que ella no va a cantar. Me apena que nadie cante las líneas de la canción que corresponden a la voz femenina. Me distraigo mirando por los ventanales que ocupan todo una de los laterales del salón. Es de noche. Curiosamente, aunque estamos a nivel de la calle, veo los edificios, allá afuera, como si estuviésemos en un mirador elevado. Los bloques de acero y cristal son imponentes. Modernos y enormes edificios vidriados, con luces que se encienden y se apagan en su interior. Tengo una curiosa sensación: por un lado imagino que detrás de cada una de esas luces hay una historia, una persona trabajando, estudiando, haciendo algo... Pero al mismo tiempo tengo la idea de que esas luces se encienden y apagan con una voluntad propia. Ahora mismo, en aquel enorme edificio que está enfrente, todo un enorme conjunto de ventanas enciendan y apagan con una sincronía perfecta, ofreciendo un fascinante espectáculo. De pronto veo unos enormes chispazos en la base de uno de esos edificios. Digo en voz alta, no sé a quién, mientras señalo: "Ahí. Un cortocircuito. Vamos a tener un apagón".

Apenas terminó de resonar esta última palabra, todo se apagó. En una resolución dramáticamente teatral, todo fue de repente oscuridad y silencio, y mis ojos abiertos, en medio de la noche, acostado en la cama, como si mi propio sueño hubiese dependido de aquella energía que acababa de interrumpirse de repente del otro lado, en el marco de aquellas imaginaciones, en el mundo de lo onírico.

miércoles, agosto 07, 2024

Me voy quedando

Estuve pensando mucho en el Cuchi Leguizamón, y en particular en una anécdota que él contaba en relación a una zamba, que tituló Me voy quedando. Contaba el Cuchi que cuando escribió aquella zamba, cuyo título completo fue Me voy quedando ciego, lo hizo porque había comenzado a perder la vista, afectado por unas cataratas que más tarde, después de una operación exitosa, pasarían a la historia como un episodio menor. Más tarde el Cuchi recuperó su vista y siguió viendo y viviendo como si nada hubiese sucedido. Pero quedó la zamba, y la anécdota que el Cuchi contaba a su respecto. Lo que solía contar el Cuchi era que aquella zamba había nacido como una zamba triste. Porque ante la angustia de una eventual ceguera, él había querido depositar allí su pena, en la zamba, y que fuese la zamba la que anduviese triste por el mundo, y no él.

Hermosa metáfora en relación al sentido del arte. Pero lo cierto es que al parecer también yo me voy quedando. Todos nos vamos quedando, en cierto sentido, pero en este caso me refiero a la vista; y ya sé que no llegará el punto de la ceguera, pues en caso de ser necesario me operaré también yo antes, como lo hizo el Cuchi. Pero habiendo ido al oculista, por las razones ya explicitadas, hoy me vine a dar cuenta de que siempre el chequeo de cuáles serán los anteojos más adecuados para el paciente de turno se hace frente a un cartel lleno de letras, como si en la escritura estuviese el secreto de todo lo que hay que ver en esta vida. Me pregunto, simplemente, y ese es el sentido de estas líneas, por qué no se hará ese famoso chequeo contemplando el paciente una flor, un cielo estrellado, un ocaso, o la belleza de la mujer amada. Sé que hay una respuesta razonable para esta pregunta. Pero no quiero perder de vista la verdad que también aparece, acaso algo velada, en el trasfondo de estos dos párrafos.

Escribir, para qué.

- Un escritor tiene que escribir.
- Un escritor tiene que ser leído, cariño.

Leo este diálogo en las redes, tomado al parecer de una película, y de inmediato tiendo a tomar posición. Mejor dicho: a revisar cuál podría llegar a ser mi posición al respecto. Como siempre, descubro que tiende a estar dividida. Que supongo que todo depende de quién escriba pero, sobre todo, de qué sea lo que se escribe. Pienso, para comenzar, que no es posible ser leído sin antes haber escrito. Punto a favor de la primera posición. Pero si nadie lee, no hay quien pueda atestiguar; es el árbol que cae en medio de un bosque desierto, incapaz de producir un ruido que sea escuchado por alguien. El tema del testimonio es siempre crucial. Punto a favor de quien retruca.

Pero no es lo mismo escribir una novela, un artículo, una reseña, un cuento, un poema. Hay escritos que requieren necesariamente de un otro que sea lector. A veces es por una cuestión narcisística, la necesidad de contar con un espejo que refleje algo de lo que somos, que devuelva de algún modo el sentido de lo que se ha intentado expresar. En otras ocasiones hay un destinatario, incluso cuando el propio autor acaso lo desconozca. Pero otras veces se escribe por simple pulsión, por placer, para exorcisar demonios, para encontrar resonancias, para terminar de comprender una idea, para sentir que se ha creado algo digno de ser leído, incluso cuando solamente el propio escritor llegue a hacerlo. 

En estos casos, el escritor se disocia: es quien crea, por una parte, y por la otra es quien lee. Las dos posiciones resultan entonces válidas. El escritor escribe y se lee. Y en ambas acciones suceden cosas. Aunque para que esto sea cierto el lector-de-aquello-que-él-mismo-ha-escrito debe ser un lector de verdad, comprometido, detallista, crítico, sagaz. Esto es lo que suele fallar en la mayoría de los casos.

domingo, agosto 04, 2024

Un título, para seguir pensando (mientras tanto)


Es probable que haya poemas que merezcan ser recordados por un verso en particular, o películas cuyo arte más profundo esté concentrado en un diálogo puntual, en una escena, en unos pocos fotogramas irrepetibles, del mismo modo en que una sinfonía puede concentrar su identidad en apenas cuatro notas iniciales, o un cuadro centrarse en la enigmática sonrisa con la que fue retratada la modelo. Por supuesto, ni La Gioconda de Leonardo es solamente una sonrisa, ni la Quinta Sinfonía de Beethoven se resuelve en aquel ta-ta-ta-táaan en el cual, según lo sugiriera el propio compositor, puede escucharse el llamado del destino golpeando a la puerta. 

Todo lo dicho viene a cuento de una película de Krysztof Zanussi, estrenada en el año 2000, que probablemente no hubiese merecido esta mención de no haber sido por su título, de una potencia tan inusitada que no importa que la película acaso no le termine de hacer justicia, porque ese solo elemento es suficiente para que merezca ser recordada y tenida en cuenta: "La vida como una enfermedad mortal contagiada por vía sexual".

El film, que comienza con un episodio de la vida de San Bernardo de Claraval (1090-1153), narra los últimos días de un médico vencido por el cáncer y sus reflexiones en relación al sentido de la vida, de la muerte y la especulación sobre una eventual trascendencia. En paralelo vemos el desarrollo de la relación de dos jóvenes que acompañan al protagonista en sus últimas horas. La película podría haber tenido cualquier otro título. Y haber sido una película más, entre tantas. Pero su título la pone en un lugar irrepetible.

Leamos, otra vez: La vida como una enfermedad mortal contagiada por vía sexual. Nacer nos condena a la vida, al mismo tiempo que nos condena a la muerte. Sin vida, la muerte no existiría. La cópula, eje de tantos desvelos, de tantos conflictos, de tantas censuras, de tantas represiones morales, de tantas fantasías, de tantos desvelos, de tantos malentendidos, vinculada tan de cerca con el amor, con los desamores, con el HIV, la sífilis y otros males, con la persecución de ese instante de éxtasis llamado orgasmo, la petit morte, como le dicen en Francia, la pequeña muerte que nos lleva a olvidar por un momento nuestra mortalidad. Una pequeña muerte. O un breve instante de inmortalidad, que no es otra cosa que el pasajero olvido de nuestra limitada condición humana, que eventualmente deriva a veces en un nacimiento. Vale decir, en la futura muerte de un otro que vivirá a partir de ese inasible momento que le conseguimos sustraer a la inmortalidad.