domingo, agosto 04, 2024

Un título, para seguir pensando (mientras tanto)


Es probable que haya poemas que merezcan ser recordados por un verso en particular, o películas cuyo arte más profundo esté concentrado en un diálogo puntual, en una escena, en unos pocos fotogramas irrepetibles, del mismo modo en que una sinfonía puede concentrar su identidad en apenas cuatro notas iniciales, o un cuadro centrarse en la enigmática sonrisa con la que fue retratada la modelo. Por supuesto, ni La Gioconda de Leonardo es solamente una sonrisa, ni la Quinta Sinfonía de Beethoven se resuelve en aquel ta-ta-ta-táaan en el cual, según lo sugiriera el propio compositor, puede escucharse el llamado del destino golpeando a la puerta. 

Todo lo dicho viene a cuento de una película de Krysztof Zanussi, estrenada en el año 2000, que probablemente no hubiese merecido esta mención de no haber sido por su título, de una potencia tan inusitada que no importa que la película acaso no le termine de hacer justicia, porque ese solo elemento es suficiente para que merezca ser recordada y tenida en cuenta: "La vida como una enfermedad mortal contagiada por vía sexual".

El film, que comienza con un episodio de la vida de San Bernardo de Claraval (1090-1153), narra los últimos días de un médico vencido por el cáncer y sus reflexiones en relación al sentido de la vida, de la muerte y la especulación sobre una eventual trascendencia. En paralelo vemos el desarrollo de la relación de dos jóvenes que acompañan al protagonista en sus últimas horas. La película podría haber tenido cualquier otro título. Y haber sido una película más, entre tantas. Pero su título la pone en un lugar irrepetible.

Leamos, otra vez: La vida como una enfermedad mortal contagiada por vía sexual. Nacer nos condena a la vida, al mismo tiempo que nos condena a la muerte. Sin vida, la muerte no existiría. La cópula, eje de tantos desvelos, de tantos conflictos, de tantas censuras, de tantas represiones morales, de tantas fantasías, de tantos desvelos, de tantos malentendidos, vinculada tan de cerca con el amor, con los desamores, con el HIV, la sífilis y otros males, con la persecución de ese instante de éxtasis llamado orgasmo, la petit morte, como le dicen en Francia, la pequeña muerte que nos lleva a olvidar por un momento nuestra mortalidad. Una pequeña muerte. O un breve instante de inmortalidad, que no es otra cosa que el pasajero olvido de nuestra limitada condición humana, que eventualmente deriva a veces en un nacimiento. Vale decir, en la futura muerte de un otro que vivirá a partir de ese inasible momento que le conseguimos sustraer a la inmortalidad.

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